Con ser desconcertante el caso de Simenon, lo es aún más el de Paul Valéry, escritor muy cercano a la sensibilidad bartleby -sobre todo en Monsieur Teste, como ya hemos visto-, pero que nos legó las veintinueve mil páginas de sus Cahiers.
Pero, con ser esto desconcertante, yo he aprendido a no extrañarme ya de nada. Cuando algo me desconcierta, recurro a un truco muy sencillo que me devuelve la tranquilidad, pienso simplemente en Jack London, que, pese a estar minado por el alcohol, fue uno de los promotores de la prohibición en Estados Unidos. A la sensibilidad bartleby le sienta bien estar curada de espantos.
81) Giorgio Agamben -ligado a los del No por su libro Bartleby o della contingenza (Macerata, 1993)- piensa que nos estamos volviendo pobres y concretamente en Idea della prosa (Milán, 1985) realiza este lúcido diagnóstico: «Es curioso observar cómo unas cuantas obras filosóficas y literarias, escritas entre 1915 y 1930, ostentan aún las llaves de la sensibilidad de la época, y que la última descripción convincente de nuestros estados de alma y de nuestros sentimientos se remonta, en suma, a más de cincuenta años atrás.»
Y, hablando de lo mismo, mi amigo Juan explica así su teoría acerca de que después de Musil (y de Felisberto Hernández) no hay mucho donde elegir: «Una de las diferencias más generales que pueden establecerse entre los novelistas anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial reside en que los de antes de 1945 solían poseer una cultura que informaba y conformaba sus novelas, mientras que los posteriores a esa fecha suelen exhibir, salvo en los procedimientos literarios (que son los mismos), una total despreocupación por la cultura heredada.»
En un texto del portugués Antonio Guerreiro -texto en el que he encontrado la cita de Agamben- se formula la pregunta de si se puede hablar hoy de compromiso en la literatura. ¿Con qué y a qué se compromete quien escribe?
Encontramos también esa pregunta, por ejemplo, en el Handke de El año que pasé en la bahía de nadie. ¿Sobre qué hay que escribir y sobre qué no? ¿Es soportable el constante desencaje entre la palabra nombrante y la cosa nombrada? ¿Cuándo no es demasiado pronto ni demasiado tarde? ¿Está todo escrito?
En Lecturas compulsivas Félix de Azúa parece sugerir que sólo desde la más firme negatividad pero creyendo (o deseando) que todavía no está agotado el potencial de la palabra literaria, nos será posible despertar del mal sueño actual, del mal sueño en la bahía de nadie.
Y Guerreiro parece decir algo por el estilo cuando sostiene que en la sospecha, en la negación, la mala conciencia del escritor, fraguada en las obras de los autores de la constelación Bartleby -los Hofmannsthal, Walser, Kafka, Musil, Beckett, Celan- hay que rastrear el único camino que queda abierto a la auténtica creación literaria.
Ya que se han perdido todas las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar nuestros propios modos de representación. Escribo esto mientras escucho música de Chet Baker, son las once y media de la noche de este 7 de agosto del 99, el día ha sido especialmente caluroso, de gran bochorno. Ya se acerca -espero- la hora del sueño, de modo que voy a ir terminando, voy a hacerlo en la confianza de que es tan posible que aún debamos atravesar túneles muy oscuros como que el rastreo del único camino abierto que nos queda -el que, en su negatividad, han abierto Bartleby y compañía- nos conduzca a una serenidad que algún día habrá de merecerse el mundo: la de saber que, como decía Pessoa, el único misterio es que haya quien piense en el misterio.
82) Hay quien ha dejado de escribir para siempre al creerse inmortal.
Es el caso de Guy de Maupassant, que nació en 1850 en el castillo normando de Miromesnil. Su madre, la ambiciosa Laura de Maupassant, quería a toda costa un hombre ilustre en la familia. De ahí que confiara su hijo a un técnico de la grandeza literaria, lo confió a Flaubert. Su hijo sería eso que todavía hoy conocemos por «un gran escritor».
Flaubert educó al joven Guy, que no empezó a escribir hasta que tenía treinta años, cuando ya estaba suficiente mente preparado para ser un escritor inmortal. Desde luego, un buen maestro lo había tenido. Flaubert era un maestro inmejorable, pero, como se sabe, un gran maestro no asegura que el discípulo salga bien. La ambiciosa madre de Maupassant no ignoraba esto y temía que, a pesar del gran maestro, todo funcionara mal. Pero no fue así. Maupassant comenzó a escribir y se reveló inmediatamente como un grandísimo narrador. En sus relatos se advierte un extraordinario poder de observación, un magnífico trazo en el retrato de personajes y ambientes, así como un estilo -a pesar de la influencia de Flaubert- personalísimo.
En poco tiempo, Maupassant se convierte en una gran figura de la literatura y vive lujosamente de ella. Es aclamado por todo el mundo menos por la Académie, para la que no entra en sus planes disponer la consagración de Maupassant como immortel. No es nada nueva la tontería de la Académie, pues también Balzac, Flaubert y Zola se han quedado fuera de ella. Pero Maupassant, tan ambicioso como su madre, no se resigna a no ser inmortal y busca una natural compensación a la indolencia de los académicos. Esa compensación la encontrará en una espiral de engreimiento que le llevará a creerse inmortal a todos los efectos.
Una noche, después de haber cenado con su madre en Cannes, regresa a su casa y hace un experimento un tanto arriesgado: quiere cerciorarse de que es inmortal. Su mayordomo, el fiel Tassart, se despierta sobresaltado por una detonación que hace retumbar toda la casa.
Maupassant, erguido ante la cama, está muy contento de poder contar a su mayordomo, que irrumpe en su dormitorio en gorro de noche y sujetándose los calzoncillos con las manos, la cosa tan extraordinaria que le acaba de suceder.
– Soy invulnerable, soy inmortal -grita Maupassant-. Acabo de dispararme un pistoletazo en la cabeza y sigo incólume. ¿Qué no te lo crees? Pues mira.
Maupassant apoya nuevamente el cañón en la sien y aprieta el gatillo; una detonación tal hubiera podido derrumbar las paredes, pero el «inmortal» Maupassant continúa manteniéndose erguido y sonriente ante la cama.
– ¿Lo crees ahora? Ya nada puede hacerme nada. Podría cortarme la garganta y seguro que la sangre no manaría.
Maupassant no lo sabe en ese momento, pero ya no va a escribir nunca nada más.
De todas las descripciones de esta «inmortal escena», la de Alberto Savinio en Maupassant y el otro es la más brillante, por su genial síntesis entre humor y tragedia.
«Maupassant -escribe Savinio- pasa sin pensárselo dos veces de la teoría a la práctica, coge de encima de la mesa un abrecartas de metal en forma de puñal, se hiere la garganta en una demostración de invulnerabilidad también al arma blanca; pero el experimento lo desmiente: la sangre brota a borbotones, baja a oleadas impregnando el cuello de la camisa, la corbata, el chaleco.»
Maupassant, tras ese día y hasta el de su muerte (que no tardaría mucho en llegar), ya no escribió nada, sólo leía periódicos en los que se decía que «Maupassant se ha vuelto loco». Su fiel Tassart le llevaba todas las mañanas, junto con el café con leche, periódicos en los que él veía su fotografía y comentarios de este estilo al pie de las mismas: «Continúa la locura del inmortal monsieur Guy de Maupassant.»
Maupassant ya no escribe nada, lo que no significa que no esté entretenido y que no le sucedan cosas sobre las que podría escribir si no fuera porque ya no piensa molestarse en hacerlo, su obra está ya cerrada pues él es inmortal. Le ocurren, sin embargo, cosas que merecerían ser contadas. Un día, por ejemplo, mira fijamente el suelo y ve un hormigueo de insectos que lanzan a una gran distancia chorros de morfina. Otro día, marea al pobre Tassart con la idea de que habría que escribir al papa León XIII.