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71) Parece como si hubiera hablado con Hermán Melville y le hubiera encargado un texto sobre los que dicen no, sobre «los del No».

No conocía este texto, una carta de Melville a su amigo Hawthorne. Desde luego parece escrito para estas notas:

Es maravilloso el no porque es un centro vacío, pero siempre fructífero. A un espíritu que dice no con truenos y relámpagos, el mismo diablo no puede forzarle a que diga sí. Porque todos los hombres que dicen sí, mienten; en cuanto a los hombres que dicen no, bueno, se encuentran en la feliz condición de juiciosos viajeros por Europa. Cruzan las fronteras de la eternidad sin nada más que una maleta, es decir, el Ego. Mientras que, en cambio, toda esa gentuza que dice viaja con montones de equipaje y, malditos ellos, nunca pasarán por las puertas de la aduana.

72) Carlo Emilio Gadda empezaba novelas que muy pronto se le iban desbocando por todas partes y se le convertían en infinitas, lo que le llevaba a la paradójica situación -él, que era el rey del cuento del nunca acabar- de tener que interrumpirlas y, acto seguido, caer en profundos silencios literarios que no había deseado.

A eso le llamaría yo tener el síndrome de Bartleby al revés. Si tantos escritores han inventado «tíos Celerinos» de todos los estilos para razonar sus silencios, el caso de Cario Emilio Gadda no puede ser más opuesto al de éstos, ya que toda su vida la dedicó a practicar, con un entusiasmo notable, lo que ítalo Calvino calificó de «arte de la multiplicidad», es decir el arte de escribir el cuento de nunca acabar, ese cuento infinito que en su momento descubriera Laurence Sterne en su Tristrarn Shandy, donde nos dice que en una narración el escritor no puede conducir su historia como un mulero conduce su muía -en línea recta y siempre hacia adelante-, pues si es un hombre con un mínimo de espíritu se encontrará en la obligación, durante su marcha, de desviarse cincuenta veces de la línea recta para unirse a este o aquel grupo, y de ninguna manera lo podrá evitar: «Se le ofrecerán vistas y perspectivas que perpetuamente reclamarán su atención; y le será tan imposible no detenerse a mirarlas como volar; tendrá, además, diversos

Relatos que compaginar:
Anécdotas que recopilar:
Inscripciones que descifrar:
Historias que trenzar:
Tradiciones que investigar:
Personajes que visitar.»

En suma, dice Sterne, es el cuento de nunca acabar, «pues por mi parte les aseguro que estoy en ello desde hace seis semanas, yendo a la mayor velocidad posible, y no he nacido aún».

Carlo Levi, a propósito del cuento infinito del Tristram Shandy, dice que el reloj es el primer símbolo de ese libro, pues bajo su influjo es engendrado el protagonista de la novela de Sterne, y añade: «Tristram Shandy no quiere nacer porque no quiere morir. Todos los medios, todas las armas son buenos y buenas para salvarse de la muerte y del tiempo. Si la línea recta es la más breve entre dos puntos fatales e inevitables, las digresiones la alargarán; y si esas digresiones se vuelven tan complejas, enredadas, tortuosas, tan rápidas que hacen perder las propias huellas, tal vez la muerte no nos encuentre. El tiempo se extravíe y podamos permanecer ocultos en los mudables escondrijos.»

Gadda fue un escritor del No muy a pesar suyo. «Todo es falso, no hay nadie, no hay nada», dice Beckett. Y en el otro extremo de esta visión extrema encontramos a Gadda empeñado en que nada es falso y empeñado también en decir que hay mucho -muchísimo- en el mundo y que nada es falso y todo real, lo que le conduce a una desesperación maniática en su pasión por abarcar el ancho mundo, por conocerlo todo, por describirlo todo.

Si la escritura de Gadda -el antiescritor del No- se define por la tensión entre exactitud racional y el misterio del mundo como componentes básicos de su manera de verlo todo, en los mismos años otro escritor, también ingeniero como Gadda, Robert Musil, intentaba en El hombre sin atributos expresar esa misma tensión de Gadda, pero en términos totalmente distintos, con una prosa fluida, irónica, maravillosamente controlada.

En cualquier caso, hay un punto en común entre los desmesurados Gadda y Musil: ambos tenían que abandonar sus libros porque éstos se les volvían infinitos, los dos acababan viéndose obligados a poner, sin desearlo, un punto final a sus novelas, cayendo en el síndrome de Bartleby, cayendo en un tipo de silencio que detestaban: ese tipo de silencio en el que, dicho sea de paso, y salvando todas las insalvables distancias, voy a tener que caer yo, tarde o temprano, me guste o no, ya que sería iluso, por mi parte, ignorar que estas notas cada vez se parecen más a esas superficies de Mondrian llenas de cuadrados, que sugieren al espectador la idea de que rebasan el lienzo y buscan -faltaría más- encuadrar el infinito, que es algo que, si como creo ver estoy ya haciendo, me va a obligar a la paradoja de, valiéndome de un solo gesto, eclipsarme. Cuando eso suceda, el lector hará muy bien en imaginar en mí una arruga negra vertical entre las dos cejas de mi ira, esa arruga precisamente que aparece en el malhumorado y abrupto desenlace de El zafarrancho aquel de vía Merulana, la gran novela de Gadda: «Semejante arruga negra vertical entre las dos cejas de la ira, en el rostro blanquísimo de la muchacha, lo paralizó, le indujo a reflexión: a arrepentirse, o poco menos.»

73) En Volcano, Derek Walcott, que ve brasas de cigarro y ve también la lava de un volcán en las páginas de una novela de Joseph Conrad, nos dice que podría abandonar la escritura. Si algún día se decide a hacerlo, no hay duda de que tendrá un lugar importante en cualquier historia que hable de «los del No», esa secta involuntaria.

Los versos de Walkott que me envía Derain comparten un cierto aire de familia con aquello que decía Jaime Gil de Biedma de que, a fin de cuentas, lo normal es leer:

Uno podría abandonar la escritura

ante las señales de lenta combustión

de lo que es grande, ser

su lector ideal,

reflexivo, voraz, que ama las obras maestras,

es superior al que intenta

repetirlas o eclipsarlas,

y convertirse así en el mejor lector del mundo.

74) Ayer me dormí practicando una modalidad parecida a la de contar ovejas, pero más sofisticada. Empecé a memorizar, una y otra vez, aquello que decía Wittgenstein de que todo lo que se puede pensar se puede pensar claramente, todo lo que se puede decir se puede decir claramente, pero no todo lo que se puede pensar se puede decir.

Ni que decir tiene que estas frases me aburrían tanto que no tardé en dormirme y en encontrarme en un escenario kafkiano, en un largo pasillo, desde el que unas puertas toscamente hechas conducían a los distintos departamentos de un desván. A pesar de que la luz no llegaba directamente, no estaba por completo oscuro, porque muchos departamentos tenían hacia el pasillo, en lugar de paredes uniformes de tablas, simples enrejados de madera que, sin embargo, llegaban hasta el techo, por los que entraba alguna luz y por los que se podía ver también a algunos empleados que escribían en mesas o estaban de pie, junto a la celosía, observando por los intersticios a la gente del pasillo. Yo estaba, por lo tanto, en mi antigua oficina. Y era uno de los empleados que miraban a la gente del pasillo. Esa gente no era ninguna multitud, sino un trío de personas a las que yo tenía la impresión de conocer muy bien. Al aguzar el oído y escuchar atentamente, le oí decir a Rimbaud que estaba cansado de traficar con esclavos y que daría cualquier cosa para poder volver a la poesía. Wittgenstein se sentía ya muy harto de su humilde trabajo como enfermero de hospital. Duchamp se quejaba de no poder pintar y tener que jugar todos los días al ajedrez. Los tres estaban lamentándose amargamente cuando entraba Gombrowicz, que parecía doblarles a los tres en edad y les decía que el único que no debía arrepentirse de nada era Duchamp, que a fin de cuentas había dejado atrás algo monstruoso -la pintura-, algo que era conveniente ya no sólo dejar sino olvidar para siempre.

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