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Vestido de personaje de la futura novela de Saramago, Paranoico sólo quería demostrarle al mundo que conocía perfectamente la novela secreta que estaba preparando Saramago.

– Ya que no me deja escribir -les dijo a unos periodistas que se interesaron por su caso-, al menos que me deje ser un personaje viviente de su futura novela.

«Me han metido en el manicomio -le dice Paranoico a Ramón Ros-, qué le vamos a hacer. No me creen a mí, creen a Saramago, que es más importante. Así es la vida.»

Paranoico comenta esto, y el relato comienza a avanzar hacia su final. Cae la noche, nos dice el narrador. Se trata de una noche única, espléndida. Con la luna situada de tal modo sobre los arcos del jardín de la Casa de Saúde que bastaría alargar la mano para atraparla. El narrador se pone a mirar la luna y enciende un cigarrillo. A Paranoico comienzan a llevárselo los enfermeros. Se oye el ladrido de un perro a lo lejos, fuera de la Casa de Saúde. El narrador, sin venir -me parece- a cuento, se acuerda de aquel rey de España que murió aullando a la luna.

Entonces, Paranoico revela otro caso de síndrome de Bartleby. El que sufre el mismísimo Saramago.

«Aunque no soy vengativo -concluye Paranoico-, siento una alegría infinita al ver que, desde que le dieron el Premio Nobel, lleva ya catorce doctorados honoris causa y aún le esperan muchos más. Eso le tiene tan ocupado que ya no escribe nada, ha renunciado a la literatura, se ha vuelto un ágrafo. Me satisface mucho ver que, al menos, se ha hecho justicia y han sabido castigarle…»

61) La melancolía de la escritura del No reflejándose nada menos que en las tazas de té, junto a la lumbre, en casa de Alvaro Pombo, en Madrid.

Puede leerse en su dedicatoria de La cuadratura del círculo: «A Ernesto Calabuig en recuerdo de las mil y pico holandesas que con toda pulcritud escribimos, reescribimos y tiramos a la papelera, y que ahora, con ese lumio aire de perpetuidad satisfecha, en esta repentinamente inverniza atardecida de mediados de junio en Madrid, se refleja en las tazas de té, junto a la lumbre.»

De repente, la melancolía de la escritura del No se ha reflejado en una de las lágrimas de cristal de la lámpara del techo de mi estudio, y mi propia melancolía me ha ayudado a ver reflejada en ella la imagen del último escritor, de aquel con quien desaparecerá -porque, tarde o temprano, eso ha de ocurrir-, sin que nadie pueda presenciarlo, el pequeño misterio de la literatura. Naturalmente, este último escritor, le guste o no a él, será escritor del No. He creído verle hace sólo unos instantes. Guiado por la estrella de mi propia melancolía, le he visto oyendo callar en sí esa palabra -la última de todas- que morirá para siempre con él.

62) Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido.

Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo.

Por la noche, he decidido darle un cierto respiro a mi exagerado, pero totalmente beneficioso, encierro de los últimos tiempos. He pensado que un poco de vida mundana podía sentarme bien. Me he llevado a mí mismo al restaurante Siena de la calle de Muntaner, y he llevado conmigo el Diario de Witold Gombrowicz. Nada más entrar, le he dicho a la camarera que si un tal CasiWatt llamaba por teléfono preguntando por mí, le dijeran que no estaba.

Mientras esperaba el primer plato, he saboreado algunos fragmentos, que yo conocía ya bien, del Diario de Gombrowicz. De entre todos ellos, me ha vuelto a encantar ese en el que se ríe del Diario de Léon Bloy, de cuando éste anota que en la madrugada le despertó un grito terrible como llegado del infinito. «Convencido -escribe Bloy- de que era el grito de un alma condenada, caí de rodillas y me sumí en una ferviente oración.»

Gombrowicz encuentra absolutamente ridículo a ese Bloy de rodillas. Y aún lo encuentra más ridículo cuando ve que, al día siguiente, éste escribe: «Ah, ya sé de quién era aquella alma. La prensa informa que ayer murió Alfred Jarry, justamente a la misma hora y en el mismo minuto en que me llegó aquel grito…»

Y aquí no terminan las ridiculeces para Gombrowicz, pues descubre otra más que viene a completar el cuadro de ridiculez de toda esa secuencia imbécil del Diario de Bloy. «Y, encima -concluye Gombrowicz-, la ridiculez de Jarry que, para vengarse de Dios, pidió un palillo y murió hurgándose los dientes.»

Estaba leyendo esto cuando me han traído el primer plato y, al levantar la vista del libro, mi mirada ha tropezado con un cliente imbécil que en ese momento se hurgaba los dientes con un palillo. Me ha desagradado enormemente esto, pero lo que ha seguido aún me ha parecido peor, pues he comenzado a ver cómo las mujeres que estaban cenando en la mesa de al lado se metían en sus orificios bucales trozos de carne mortecina y lo hacían como si para ellas se tratara de un auténtico sacrificio. Qué horror. Para colmo, los hombres, por su parte, como si se hubieran vuelto transparentes, dejaban ver, pese a que estaban embutidas en espantosos pantalones, sus pantorrillas, dejaban ver el interior de las mismas en el preciso instante en que éstas eran alimentadas por los asquerosos órganos de sus aparatos digestivos.

No me ha gustado nada todo esto y he pedido la cuenta, he dicho que acababa de acordarme de que estaba citado con el señor CasiWatt y que no podía esperar al segundo plato. He pagado y he salido a la calle y, ya de regreso a casa, por unos momentos me ha dado por pensar que a veces mi humor es como algunos climas, cálido por las tardes y frío por las noches.

63) En todas las historias hay siempre algún personaje que, por motivos a veces un tanto oscuros, nos resulta cargante, no le tenemos exactamente manía pero se la tenemos jurada y no sabemos muy bien por qué.

Yo ahora debo confesar que en toda la historia del No encuentro muy pocos personajes que me produzcan antipatía, y si me la producen es muy poca. Ahora bien, si alguien me obligara a darle el nombre de alguien que de vez en cuando, al leer algo sobre él, se me atraganta, no dudaría en dar el nombre de Wittgenstein. Y todo por culpa de esa frase suya que se ha hecho tan célebre y que, desde que empecé a escribir estas notas, sé que, tarde o temprano, me voy a ver empujado a comentar.

Desconfío de esas personas a las que todo el mundo coincide en calificar de inteligentes. Y más si, como ocurre en el caso de Wittgenstein, la frase más citada de esa persona tan inteligente a mí no me parece que sea precisamente una frase inteligente.

«De lo que no se puede hablar, hay que callar», dijo Wittgenstein. Es evidente que es una frase que merece un lugar de honor en la historia del No, pero no sé si ese lugar no es el del ridículo. Porque, como dice Maurice Blanchot, «el demasiado célebre y machacado precepto de Wittgenstein indica efectivamente que, puesto que enunciándolo ha podido imponerse silencio a sí mismo, para callarse hay, en definitiva, que hablar. Pero ¿con palabras de qué clase?» Si Blanchot hubiera sabido español habría podido decir simplemente que para semejante viaje no hacían falta tantas alforjas.

Por otra parte, ¿se impuso realmente Wittgenstein silencio a sí mismo? Habló poco, pero habló. Empleó una metáfora muy extraña al decir que si algún día alguien escribiese en un libro las verdades éticas, expresando con frases claras y comprobables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto, ese libro provocaría algo así como una explosión de todos los otros libros, haciéndolos estallar en mil pedazos. Es como si estuviera deseando escribir él mismo un libro que eliminara a todos los demás. ¡Bendita ambición! Tiene ya el precedente de las Tablas de la Ley de Moisés, cuyas líneas se revelaron incapaces de comunicar la grandeza de su mensaje. Como dice Daniel A. Attala en un artículo que acabo de leer, el libro ausente de Wittgenstein, el libro que él quería escribir para acabar con todos los demás libros que se han escrito, es un libro imposible, pues el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba innegable de que ninguno contiene la verdad. Y, además -me digo yo ahora-, qué espanto si sólo existiera el libro de Wittgenstein y nosotros tuviéramos que acatar ahora su ley. Yo, si me dieran a elegir, preferiría, en el supuesto de que tuviera que existir un solo libro, mil veces antes uno de los dos que escribió Rulfo que el que, gracias a Moisés, no escribió Wittgenstein.

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