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Es curioso, pero tanto hablar del síndrome de Bartleby y yo aún no había comentado en estas notas que Melville tuvo el síndrome antes de que su personaje existiera, lo que podría llevarnos a pensar que tal vez creó a Bartleby para describir su propio síndrome.

Y también es curioso observar cómo, después de tantas páginas de este diario -que, por cierto, cada vez me está aislando más del mundo exterior y me va convirtiendo en un fantasma: los días en que doy breves vueltas por el barrio adopto sin querer un aire a lo Wakefield, como si tuviera mujer y ésta me creyera muerto y yo siguiera viviendo al lado de su casa escribiendo este cuaderno y espiándola a ella de vez en cuando, espiándola, por ejemplo, cuando hace la compra-, apenas había dicho algo hasta ahora acerca del fracaso literario como causa directa de la aparición del Mal, de la enfermedad, del síndrome, de la renuncia a continuar escribiendo. Pero es que el caso de los fracasados, si lo pensamos bien, no tiene mayor interés, es demasiado obvio, no hay ningún mérito en ser un escritor del No porque has fracasado. El fracaso arroja excesiva luz y demasiada poca sombra de misterio a los casos de quienes renuncian a escribir por un motivo tan vulgar.

Si el suicidio es una decisión de una complejidad tan excesivamente radical que a la larga se convierte en una decisión en realidad simplicísima, dejar de escribir porque uno ha fracasado me parece de una simplicidad aún más abrumadora, aunque de entre las excepciones de casos de fracasados que estoy dispuesto a mencionar se encuentra, por supuesto, el caso de Melville, ya que tiene derecho a lo que quiera (puesto que inventó la sencilla, pero complejísima a la vez, sutil rendición de Bartleby, personaje que nunca optó por la grosera línea recta de la muerte por propia mano, y menos aún por el llanto y deserción ante el fracaso; no, Bartleby, ante la idea del fracaso, se rindió de una forma estupenda, nada de suicidios ni amarguras interminables, se limitó a comer bizcochos, que era lo único que le permitía seguir prefiriendo «no hacerlo»), a Melville le perdono todo.

Se puede sintetizar la historia del relativo (relativo porque se inventó otro fracaso, el de Bartleby, y así se quedó tranquilo) desastre de la carrera literaria de Melville del siguiente modo: tras sus primeros cuentos de aventuras, que tuvieron gran éxito porque fue confundido con un mero cronista de la vida marítima, la aparición de Mardi desconcertó totalmente a su público, pues era una novela -todavía hoy lo es- bastante ilegible, pero cuya línea argumental anticipa obras futuras de Kafka: se trata de una infinita persecución por un mar infinito. Moby Dick, en 1851, alarmó a casi todos los que se tomaron la molestia de leerlo. Pierre o las ambigüedades disgustó enormemente a los críticos y The Piazza Tales (donde al final quedó incluido el relato Bartleby, que tres años antes había sido publicado en una revista sin que él lo firmara) pasó inadvertido.

Fue en 1853 cuando Melville, que contaba sólo treinta y cuatro años, llegó a la conclusión de que había fracasado. Mientras se le había visto como cronista de la vida marítima, todo había ido bien, pero cuando comenzó a producir obras maestras, el público y la crítica le condenaron al fracaso con la absoluta unanimidad de las ocasiones erróneas.

En 1853, viendo su fracaso, escribió Bartleby, el escribiente, relato que contenía el antídoto de su depresión y que sería el germen de los futuros movimientos que él iba a realizar y que, tres años más tarde, desembocarían en The Confidence Man, la historia de un estafador muy especial (que el tiempo iba a emparentar con Duchamp), y un catálogo bárbaro de imágenes ásperas y sombrías que, publicado en 1857, iba a ser la última obra en prosa que daría a las prensas.

Melville murió en 1891, olvidado. Durante esos últimos treinta y cuatro años escribió un largo poema, recuerdos de viajes y, poco antes de su muerte, la novela Billy Bud, una obra maestra más -la historia prekafkiana de un proceso: la de un marino condenado a muerte injustamente, condenado como si tuviera que expiar el pecado de haber sido joven, brillante e inocente-, una obra maestra que no se publicaría hasta treinta y tres años después de su muerte.

Todo lo que escribió en los treinta y cuatro últimos años de su vida fue hecho de un modo bartlebyano, con un ritmo de baja intensidad, como prefiriendo no hacerlo y en un claro movimiento de rechazo al mundo que le había rechazado. Cuando pienso en ese movimiento suyo de rechazo, me acuerdo de unas palabras de Maurice Blanchot en torno a todos aquellos que, a su debido tiempo, supieron rechazar la apariencia amable de una comunicación achatada, casi siempre vacía, tan en boga -dicho sea de paso- en los literatos de hoy en día: «El movimiento de rechazar es difícil y raro, aunque idéntico en cada uno de nosotros desde el momento en que lo hemos captado. ¿Por qué difícil? Es que hay que rechazar no sólo lo peor, sino una apariencia razonable, una solución que se diría feliz.»

Cuando Melville dejó de buscar cualquier solución feliz y dejó de pensar en publicar, cuando decidió actuar como esos seres que «prefieren no hacerlo», se pasó años buscando -para sacar adelante a su familia- un empleo, cualquier empleo. Cuando por fin lo encontró -y eso no fue hasta 1866-, su destino fue a coincidir precisamente con el de Bartleby, su extraña criatura.

Vidas paralelas. Durante los últimos años de su vida, Melville, al igual que Bartleby, «última columna de un templo en ruinas», trabajó de oficinista en un destartalado despacho de la ciudad de Nueva York.

Imposible no relacionar esa oficina del inventor de Bartleby con la de Kafka y con aquello que éste le escribió a Felice Bauer diciéndole que la literatura le excluía de la vida, es decir, de la oficina. Si estas dramáticas palabras siempre me han hecho reír -y más hoy, que estoy de buen humor y me acuerdo de Montaigne, que decía que nuestra peculiar condición es que estamos tan hechos para que se rían de nosotros como para reír-, otras palabras de Kafka, también dirigidas a Felice Bauer y menos célebres que las anteriores, aún me hacen reír más, muchas veces las evocaba cuando estaba en mi oficina y así conseguía salir adelante sin angustiarme cuando la angustia aparecía: «Querida, hay que pensar en ti en todas partes, por eso te escribo sobre la mesa de mi jefe, al cual estoy representando en estos momentos.»

49) Richard Ellman, en su biografía sobre Joyce, describe esta escena que parece salida del teatro del No:

«Joyce tenía entonces cincuenta años, y Beckett veintiséis. Beckett era adicto a los silencios, y también Joyce; entablaban conversaciones que a menudo consistían sólo en un intercambio de silencios, ambos impregnados de tristeza, Beckett en gran parte por el mundo, Joyce en gran parte por sí mismo. Joyce estaba sentado en su postura habitual, las piernas cruzadas, la puntera de la pierna de encima bajo la canilla de la de abajo; Beckett, también alto y delgado, adoptaba la misma postura. Joyce de pronto preguntaba algo parecido a esto:

– ¿Cómo pudo el idealista Hume escribir una historia?

Beckett replicaba:

– Una historia de las representaciones.»

50) Al gran poeta catalán J. V. Foix lo espiaba yo en su pastelería del barrio de Sarria, en Barcelona. Le encontraba siempre detrás del taulell, junto a la caja registradora, desde allí el poeta parecía estar supervisando el universo de los pasteles. Cuando le hicieron un homenaje en la universidad, estuve entre el numeroso público, tenía ganas de oírle hablar por fin, pero Foix apenas dijo nada ese día, se limitó a confirmar que su obra estaba clausurada. Recuerdo que aquello me intrigó mucho, posiblemente ya se estaban gestando estas notas a pie de página, este cuaderno sobre renuncias a la escritura; yo me preguntaba cómo podía saber Foix que su obra estaba ya cerrada, cuándo se puede saber una cosa así. Y también me preguntaba qué hacía si no escribía ya, él, que había escrito siempre. Además, yo le admiraba, había sido toda la vida un entusiasta de su poesía, de ese lenguaje lírico que, recogiendo la tradición y avanzando en la modernidad («m'exalta el nou, m'enamora el vell», me exalta lo nuevo, me enamora lo viejo), había actualizado la capacidad creativa de la lengua catalana. Yo le admiraba y necesitaba que siguiera escribiendo versos, y me entristecía pensar que la obra estaba clausurada y que probablemente el poeta había decidido esperar a la muerte. Aunque no me consoló, un texto de Pere Gimferrer en la revista Destino me orientó. Comentando que la obra de Foix estaba clausurada para siempre, decía Gimferrer: «Pero en los ojos (de Foix), más serenada, late la misma chispa: un fulgor visionario, ahora secreto en su lava oculta (…) Más allá de lo inmediato, se presiente un sordo rumor de océanos y abismos: Foix sigue por las noches soñando poemas, aunque no los escriba ya.»

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