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El Gaviero pasó por alto los convencionales halagos del belga. Le explicó que no disponía de mulas ni de dinero para adquirirlas. Que, desde cuando era niño y ayudaba a los arrieros que traían la caña para el trapiche de la hacienda, no había vuelto a tener relación con estos animales. Además, no estaba seguro de que, a sus años, contara aún con las fuerzas y la resistencia para una empresa semejante.

Van Branden, muy en su carácter, fingió no escuchar las razones de Maqroll y, poniéndole las manos sobre los hombros, por encima del humeante sábalo y su profusa guarnición vegetal, le dijo con un entusiasmo a leguas ficticio: -Magnífico, amigo, magnífico. Sabia que podría contar con usted. Ya verá, nos vamos a entender muy bien. Es natural que necesite un adelanto sobre sus honorarios para comprar las mulas y otras cosas que seguramente va a necesitar. No hay ningún problema. Haga sus cálculos y dígame cuánto es. Respecto a la suma total por el trabajo, tan pronto reciba los presupuestos aprobados por la compañía y el informe de cuánto es lo que van a enviar para subir a la cuchilla, se lo diré. Con la maquinaria y los ingenieros viene todo eso. No hablemos más del asunto. Vamos a celebrarlo con otro trabajo. -Llamó al mesero, ordenó un brandy y una ginebra con agua y siguió hablando, esta vez de nuevo en su flamenco salpicado de off course, you know, ¿you follow me? y otros latiguillos ingleses que tenían la facultad de irritar a su interlocutor. Había en toda esa ensalada idiomática un evidente propósito de ocultar, de distraer la atención y echar una cortina de humo sobre algo que al Gaviero se le escapaba cuando estaba a punto de atraparlo.

Todo lo anunciado, personas y cargamento, llegó, en efecto, a la semana siguiente. Cuando Maqroll despertó, el barco y una barcaza con su remolcador descendían ya por el río, rumbo al mar. La gente había remontado de inmediato el camino hacia la cuchilla, "para aprovechar el fresco de la madrugada", explicaba el belga desviando la mirada y soltando un torrente de no pedidas explicaciones. Lo que no había llegado eran los presupuestos. Pero eso no importaba, él contaba con dinero suficiente y ya se arreglarían después sobre el total. El tema del dinero, adquiría con Van Branden una dimensión amorfa, inasible, nunca precisada. El Gaviero sabía por adelantado, allá en un rincón de su inconsciente, que el pago de su trabajo estaría sujeto a las más inesperadas alternativas. Pero vino a caer en esa ciega inclinación, tan propia de su carácter, de aceptar y embarcarse siempre en empresas que descansaban en el aire, justificadas con palabras, zalameras unas veces, altaneras otras. Empresas en las que acababa pagando, sin remedio, los platos rotos. La que le propuso Van Branden se ajustaba sospechosamente al modelo ya familiar. Subiría, pues, el cargamento a la cuchilla del Tambo. Desde el balcón de su cuarto podía divisarla en la madrugada o ciertas tardes claras y tranquilas. Ahora, cuando miraba hacia la imponente serranía, se daba cuenta de lo insensato de su compromiso de trepar hasta allá, guiando una recua de mulas cargadas con instrumentos desconocidos y, al parecer, muy delicados, según especificaba el belga. No se había detenido a pensar, además, que el hombre, hasta el momento, no le enseñaba ningún recibo, ningún documento, nada escrito que llevase un membrete de la compañía encargada de los trabajos. Pero cuando hablaba con Van Branden, volvía a enredarse en la madeja de palabras, planes, puntualizadas descripciones, imprecisos recuerdos de lugares por los dos frecuentados en el pasado y creía ver todo claro, sencillo e inobjetable.

No pasó mucho tiempo, después del ofrecimiento del belga, para que éste le invitara de nuevo a la cantina a brindar por el éxito de sus proyectos. Allí le entregó una suma de dinero, suficiente, según él, para que comprase cinco mulas de carga con sus respectivos aperos, algunas otras cosas indispensables para el páramo y el salario de un arriero que podría acompañarlo. Tendría, éste, eso sí, que ser de plena confianza y recomendado por alguien igualmente seguro. Cuando el Gaviero se guardó el dinero, Van Branden le pidió que firmase un recibo escrito en una hoja de papel rayado, sin membrete alguno, desde luego. Maqroll objetó que la suma allí mencionada era superior a la que había recibido. El belga, de inmediato, ofreció una atropellada explicación: -Ya le completaré después la suma. Estoy ahora pasando por ciertos problemas. No se apure. Todo está claro entre nosotros. Si no le alcanza me lo hace saber. Antes de que haga el primer viaje todo estará arreglado.

Una pegajosa mueca de complicidad, que intentaba terminar en sonrisa, vagaba por el amplio rostro congestionado. Sólo los ojos saltones de pescado en descomposición continuaban inexpresivos, tenaces, helados.

Maqroll comenzó los preparativos para su viaje al páramo. Lo primero que hizo fue hablar con doña Empera. Esta no entendió muy bien por qué razón su huésped, ya su amigo, se embarcaba en semejante empresa. Pero estaba resuelta a aconsejarlo y así lo hizo. Para comprar las mulas, lo mejor era ir al llano de los Álvarez, una finca de café y caña de gente conocida suya que le proporcionaría las bestias en buenas condiciones y a un precio conveniente. Bastaba con que la mencionara a don Aníbal Álvarez, el propietario de la hacienda. Eran amigos hacía mucho tiempo. Allá, por otra parte, se encontraría con caras conocidas. También en el llano conseguiría el arriero familiarizado con la región, cuya ayuda era absolutamente imprescindible. El páramo no era sitio para internarse así, de pronto, sin experiencia, en sus vastas soledades sembradas de mortales acechanzas.

Con las recomendaciones de doña Empera y su orientación de cómo llegar al llano de los Ávarez, el Gaviero partió al día siguiente, a la madrugada. En una mochila que le prestó la ciega, llevaba lo indispensable por si tenía que pasar allá una noche. El dinero para comprar las mulas lo traía cosido en la valenciana del pantalón. Durante la primera hora caminó por entre sembrados de caña. Al borde del sendero corría una acequia. Sus aguas tranquilas y transparentes dieron al caminante una anticipada noticia del paisaje que le esperaba, que había sido el paisaje de su infancia. Al terminar la planicie, empezó una cuesta pronunciada. Redujo el ritmo de su marcha y varias veces tuvo que sentarse a la vera del camino para descansar. Tantos años de navegaciones y largas escalas en los puertos, lo habían desentrenado para este tipo de esfuerzos. Al terminar la cuesta, el camino penetró de lleno en los cafetales. Al fondo, se alzaba la cordillera, cercana y bañada en un halo azulenco a través del cual se destacaban las manchas de color de los techos y de las huertas florecidas. El recuerdo de sus años mozos volvió, de repente, con un torrente de aromas, imágenes, rostros, ríos y dichas instantáneas. Tomó a vivir entre los olores, los lamentos y cantos que poblaban la espesura, la humedad de los refugios adornados con flores anónimas que daban el único toque alegre en la sombría soledad de las cañadas, al fondo de las cuales corría el agua de ríos y quebradas que venían del páramo. En las orillas de los torrentes, sembradas de juncos, se balanceaba altanero, nervioso, seguro de la belleza de su plumaje gris plata y de su gorguera púrpura, el martín pescador. Ahora, comenzaba a internarse por entre los cafetales, sembrados en las estribaciones de la sierra. El verde dombo de los cafetos estaba protegido por carboneros y cámbulos cuya gran flor, de color naranja intenso, tenía ese prestigio de lo inalcanzable: la altura imponente de esos árboles centenarios las preservaban de la curiosidad de los hombres. Sólo cuando caían al suelo, las muchachas las recogían para adornarse el pelo, así fuera durante las pocas horas que duraban sin marchitarse. Rodeado por todas partes de cafetales dispuestos en un orden casi versallesco, Maqroll sintió la invasión de una felicidad sin sombras y sin límites; la misma que había predominado en su niñez. Iba caminando, lentamente, para disfrutar con mayor plenitud ese regreso, intacto y certero, de lo que había sido su única e irrebatible dicha sobre la tierra. Lo que allí estaba atesorando con su entusiasmo reparador, le serviría dentro de poco para emprender el escarpado ascenso hasta la cuchilla, inhóspita y traicionera. Los cafetales terminaban bruscamente al pie de una pequeña colina en cuya cima había una meseta natural. Allí, en medio de naranjos, limoneros y erguidos mangos de hojas oscuras y recias, se levantaba la casa de la finca. La reducida altiplanicie llevaba el nombre de Llano de los Álvarez. Era de la familia que fundó la hacienda. Por la ciega se había enterado de su historia. Eran tres hermanos que, veinte años atrás, habían llegado allí huyendo de la persecución política desatada en su tierra. Eran gente de la montaña, sembradores de café, cultivadores de caña, ganaderos a veces, cuando el terreno y los pastos lo permitían. Recios, de pocas palabras, hábiles, empeñosos y astutos para defender lo suyo. Llegaron con sus mujeres y sus hijos y algunas familias de arrendatarios vinculados a ellos desde la época de los abuelos. El hermano mayor regresó pocos años después a su tierra. El menor había muerto ahogado en la cañada de la Osa, tratando de salvar un ternero desbarrancado. Quedaba, solamente, don Aníbal, con su mujer y sus tres hijos. Todos habían trabajado con empeño febril, tratando de ganarle al monte, pulgada por pulgada, la tierra para sembrar.

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