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De regreso a La Plata, se enteró de que Van Branden no había llegado aún. Lo esperaban en el próximo barco. Al menos eso era lo que le habían escuchado decir cuando partió, lo cual no indicaba nada cierto. Esos anuncios suyos, para tranquilizar acreedores y personas vinculadas a sus planes, nadie los tomaba ya en serio. Maqroll se dispuso a esperar. Tampoco había llegado cargamento alguno para subir al Tambo. Reanudó sus sesiones de charla y de lectura con la ciega. Le traducía con placer muchas de las páginas de los dos libros que había traído consigo y que estaban escritos en francés. Ella, por su parte, le proporcionaba información sobre la zona y los sucesos ocurridos allí en los últimos veinte años. A medida que la iba conociendo mejor, aumentaba su admiración por doña Empera, cuya inteligencia y buen sentido le parecía que hubieran merecido mejor suerte que la de hundirse en ese caserío manteniendo una casa de huéspedes, en medio del caos y la violencia intermitentes que asolaban la región. Era muy de escuchar, por ejemplo, la forma como juzgaba ciertos actos del Príncipe de Ligne, cuyos verdaderos motivos yacían, cuidadosamente disimulados en la transparente y sápida prosa de sus cartas. La ciega solía desentrañar la verdad, oculta por el gran señor belga, y la ponía en evidencia con palabras de todos los días. Casi siempre, doña Empera daba en el blanco y las cosas sucedían como ella las había previsto. En estas largas veladas, Maqroll olvidaba sus lacerías y los achaques físicos que, con inopinada insistencia, empezaban a recordarle el paso de los años.

Por aquellos días llegó Amparo María para visitar a su amigo. Cuando la muchacha entró en su cuarto, él salió un momento para hablar con la dueña de la pensión. Le indicó que no quería prolongar esos amores dada la relación, amistosa y de confianza, que tenía ya con don Aníbal. Temía que el asunto diera pábulo a un chisme desagradable, que lo pondría en una situación embarazosa con el hacendado, por el que sentía un cordial respeto. La ciega lo tranquilizó, explicándole que el hacendado solía hacerse de la vista gorda en estos asuntos. La muchacha ya había venido en ocasiones anteriores a la pensión, en compañía de amigos de los Álvarez que pasaban por allí, antes de subir al llano, o de regreso de éste. Además, prosiguió, era en extremo discreta y reservada. Le convenía serlo porque, de tener que volver a su tierra, le esperaba allí un problema delicado: se trataba de un teniente de infantería de marina que había intentado violarla y amaneció con dos puñaladas en el pecho al fondo de una cañada. Nunca se aclaró el asunto, pero los marinos no suelen olvidar esas cosas. Maqroll regresó a su habitación, no del todo tranquilo. El deseo que le despertaba la joven podía más que toda prudencia y temor.

Hicieron el amor con una nueva intensidad, nacida, tal vez, de las sombras que empezaban a acumularse alrededor de ellos. Acostados en el precario lecho de guadua, mirando hacia el río que descendía frente a la ventana, apenas protegida por una débil tela que no dejaba entrar los mosquitos, conversaron durante el resto de la noche. Amparo María, la morena con cintura de gitana y palabras escasas, se mostró, detrás de su aire arisco y fiero, como una criatura maltratada por la vida, con una sed de cariño oculta por la desconfianza y el temor de ser lastimada. De allí sus frecuentes reacciones, de una súbita brusquedad. Por igual motivo, en el acto del amor acababa reservándose siempre el último momento y el poseerla se convertía para Maqroll en una laboriosa brega donde la cautela lo obligaba a dosificar el disfrute de ese cuerpo, cuya inquietante e intensa belleza, abría vastas posibilidades que era necesario negociar cada vez con mayor astucia. Pero, por otra parte, Amparo María se mostraba tierna y cálida, con la espontaneidad de todos los que viven en espera de una caricia o de una palabra amable que los rescatase de la jaula que ellos mismos se construyen. La adversidad le impedía expresar tales sentimientos con la generosa y secreta vocación que constituía el auténtico núcleo de su carácter. Su conversación iba desenvolviéndose en una suerte de espiral, partiendo siempre de largos silencios, al parecer huraños, hasta llegar a una juguetona alegría llena de humor infantil y de candor jamás ensayado. Habían hecho los dos una buena amistad, a fuerza de construir un clima de confianza y entrega sin reservas. Esto había sido obra del Gaviero quien adivinó la auténtica personalidad de su amiga. A sus años, solía pensar, no estaba nada mal el tener en sus brazos una mujer joven cuyos rasgos y proporciones le recordaban antiguas amistades femeninas en los pequeños puertos del Mediterráneo, en donde una mujer de tales prendas solía conquistarse, si bien con riesgo de la vida, en los oscuros serrallos de Orán o de Susa. En el umbral de su vejez, el Gaviero estaba aprendiendo a conformarse, sin remedio pero con creces, con lo que nos es dado fatalmente a cambio de lo que hubiera podido ser y ya no fue. El azar le entregaba a Amparo María, él la hubiera querido unos veinte años antes para guardarla en una escondida quinta de Catania. La tenía aquí, cansado y en medio de una tierra de horror y desamparo. Seguía siendo un regalo de los dioses.

Algo de esto comentó luego con la dueña y ésta le explicó, con un cierto dejo de irónica resignación:

– Sí, Gaviero. Esos tráficos a los que nos empujan los años, todos los tenemos que hacer. Lo malo es que nos toman de sorpresa. Siempre comienzan mucho antes de que nos demos cuenta de que estamos haciéndolos. Los ciegos, ya se lo podrá imaginar, tenemos que aprender a arreglárnoslas desde el momento en que ya no podemos ver más. Es más duro. ¿No lo cree así?

Maqroll asintió sin captar por completo lo que doña Empera quería decirle. Esto lo tranquilizó:

– No, no es verdad. Es igual, Gaviero, todo es igual. La vida es como estas aguas del río que todo lo acaban nivelando, lo que traen y lo que dejan, hasta llegar al mar. La corriente es siempre la misma. Todo es lo mismo.

Nada pudo o quiso agregar a las palabras de la ciega. Se parecían demasiado a las que repetía para sí desde hacía años. El viaje hasta el páramo había servido, además, para confirmarlo en sus certezas y devolverle la indiferencia, vieja conocida que solía salvarlo de padecer descalabros mayores y soldaba, con infalible eficacia, las grietas por donde, en ocasiones, sentía que se le pudiera escapar el alma. Era una indiferencia muy peculiar, gemela a la que le predicaba la casera: al tiempo que no lo dejaba derrumbarse, seguía brindándole ciertos dones del mundo que le proporcionaban la única razón cierta para continuar viviendo.

Van Branden llegó, en efecto, en el próximo barco. Cuando el Gaviero supo de su arribo, el hombre estaba ya en la cantina, en la mesa del fondo, apurando, uno tras otro, grandes vasos de ginebra con agua. Tenía los ojos inyectados y el amargo descontento le marcaba, debajo de los ojos, unas bolsas grises que se perdían en las ojeras nacidas del insomnio implacable. El diálogo no iba a ser fácil. Maqroll le informó sobre los resultados del primer viaje. El hombre masculló algún comentario anodino y luego le increpó por haber llevado hasta la cuchilla al joven arriero: -Si va a usar a uno de estos mierdas, déjelo en la cabaña de los mineros. No me meta esa gente allá arriba. -El Gaviero prefirió no discutir el asunto y pasó a lo que le interesaba: el pago de su trabajo. Lo único que pudo sacar en claro de la descabalada charla del flamenco, que, a veces, se antojaba algo fingida, fue que el barco siguiente traía nuevas cajas para subir. Esta vez serían más grandes y delicadas. La suma que le había dado alcanzaba para pagar, por lo menos, dos viajes más. ¿De qué diablos se quejaba entonces? No consiguió Maqroll sacar más en limpio. Van Branden no salía de su rezongante terquedad de borracho, dejándolo todo en la misma vaguedad de antes. Pero un nuevo elemento vino a surgir en este encuentro, que dejó en el Gaviero una imprecisa señal de alarma. Imprecisa pero suficientemente clara como para despertar en él las viejas defensas del que ha sido zarandeado por la suerte en tantos rincones de la tierra. Fue como una sombra de miedo, de contenido pánico, que se asomaba por entre las entrecortadas frases de Van Branden. La altanera impunidad que éste había usado hasta ahora, daba paso a un pusilánime farfulleo, a una frágil madeja de obviedades repetidas en circular insistencia de beodo ladino pero inerme.

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