– Sería como tirarme un efecto especial de película de Spielberg.
– ¿Y no te apetece pegar un polvo con un efecto especial de Spielberg?
La presión de la mano se hizo más insistente, hasta obligar a Carvalho a dar la vuelta y quedar cara a cara con la mujer. Tan de cerca confirmaba la posibilidad de ser Marlene Dietrich en un período indeterminable de su vida, entre los treinta y los noventa años. Sólo los ojos y los labios parecían haber quedado a salvo de gimnasias agresivas y hacia los labios de ella iban los de Carvalho, cuando se sintió apartado, rechazado por una avergonzada mujer que volvía la cara y musitaba un convencional:
– ¡Qué va a pensar usted de la mujer serbia!
El nacionalismo aflora en los momentos más inoportunos, como cualquier ideología, experiencia que Carvalho había recibido en sus primeros encuentros sexuales con algunas de sus camaradas marxistas, incapaces de dejarse desabrochar el sostén sin haber emitido antes una opinión sobre el sentido de la apología indirecta en la conciencia crítica de Luckács. El cambio de cultura del no placer coincidió con el cambio generacional. Cuando los cuerpos se desnudaban sin la menor referencia al statu quo entre las condiciones objetivas y las subjetivas es que algo muy profundo había cambiado en el alma marxista.
– Yo puedo ayudarle a encontrar a los desaparecidos de entre los portadores de la antorcha olímpica.
Sabía, por su larga experiencia detectivesca, que las revelaciones más interesantes precisan un tratamiento devaluador por parte del receptor, hasta conseguir que el informador se ponga nervioso y dude de la importancia del mensaje que aporta. Al fin y al cabo el asunto de los portadores de la antorcha olímpica seguía abierto, porque dado el éxito de participación, un avispado empresario había conseguido la concesión del itinerario olímpico privado y por toda España seguían corriendo los aspirantes a portadores de antorchas olímpicas a cambio de pagar quince mil pesetas por quinientos metros de orgasmo atlético-olímpico. El COI había autorizado la operación hasta los Juegos de Atlanta, a cambio de un treinta por ciento de los beneficios y de un jamón ibérico de auténtica pata negra, mensual, a cada uno de los miembros del Comité Olímpico Internacional, con la excepción de los judíos e islámicos, que aceptaron la sustitución de los cuarenta y ocho jamones a cambio de tráfico de información privilegiada, la que fuera, siempre y cuando fuera privilegiada. Más de un miembro del COI, cristiano viejo y adicto sin remedio a cuantos placeres puede ofrecer el cerdo, esgrimió desconocidas repugnancias al jamón a cambio de la información sobre recalificaciones de terrenos en Atlanta y en las zonas de Barcelona a remodelar tras el impacto de las construcciones olímpicas. Pero la mujer volvía a su castidad patriótica, cantada por un gran poeta nacional serbio…
La serbia cuando besa
es que besa de verdad
y a ninguna le interesa
besar por frivolidad
… y avanzaba otra vez hacia Carvalho dispuesta a convencerle por las buenas o por las malas.
– ¿Quieres que te diga dónde retenemos secuestrados a los desaparecidos de la antorcha?
– Dilo, si tanto te interesa decirlo.
– ¿Eres un psicólogo? La psicología es una ciencia al servicio de la pequeña burguesía.
– Serás serbia, nena… pero también marxista.
– ¿Se me nota mucho? Yo hago esfuerzos para regenerarme… pero…
– No cambies de religión… Si has conseguido no creer en la verdadera, ¿para qué cambiarla por una falsa?
Las serbias son fáciles de desconcertar, más si se dedican al culturismo, pensó Carvalho al ver cómo la mujer se detenía bruscamente y le miraba asombrada. Una jabalina, arrojada Dios sabe desde qué insólita distancia, había penetrado por el músculo infraespinoso y asomaba su punta sanguinolenta por el pectoral mayor, a manera de, monstruoso, segundo pezón.
Afortunadamente aquella prodigiosa trabazón de músculos permitió que Carvalho tirara de la jabalina desde atrás y la extrajera. Aunque Vera se desplomó momentáneamente, pronto se recuperó y trató de fingir una normalidad total. Carvalho depositó la jabalina ensangrentada en el jardín. Sin duda la habían arrojado desde el bosque, con una implacable precisión, mas no era momento de correr tras el agresor sino de detener la sangre que salía, más sólida que otras sangres, por los orificios de la herida de entrada y salida. Las taponaron como pudieron y subieron al coche en busca del primer hospital, pero al tomar la carretera de descenso hacia Barcelona, sobre el skay line de la ciudad vieron emerger extraños objetos, como si toda la Barcelona olímpica estuviera tirando la casa por la ventana. Por el camino fue recogiendo Carvalho muestras de los objetos voladores: martillos de competición, discos, jabalinas, pértigas, pelotas de fútbol, de tenis, de baloncesto, de ping pong… ¿Qué estaba pasando? Todo lo que en Carvalho era sorpresa, se trocaba en muda reserva en la culturista serbia. Ni siquiera apostillaba los comentarios de Carvalho.
– Sin objetos voladores, el skay line de las ciudades no tendría sentido. Todo eso que vuela debe formar parte de la fiesta.
Los hospitales tenían los servicios de urgencias llenos a causa de los contusionados por la lluvia de objetos fugitivos de los estadios olímpicos, fueran de entrenamiento o de competición. El gobernador civil dudaba entre declarar la ley de emergencia, la de arrendamientos urbanos o la ley seca y todas las policías de la ciudad habían recibido la orden de recoger los objetos a medida que iban cayendo, restando importancia a lo que ocurría para que no cundiera el pánico entre la ciudadanía autóctona y la de paso. Policías colorados, verdes, fucsias, ametralladores, ametrallados, calzados, descalzos, amables, poliglotas, truculentos, paralelos, convergentes, oblicuos fueron deteniendo sucesivamente el coche de Carvalho y dudando de la veracidad de sus explicaciones sobre la herida de la culturista serbia. Finalmente fue un policía aficionado, que había aprendido el oficio por correspondencia en los Cursos Clint Eastwood de la Carmel University, quien se atrevió a detenerlos y llevarlos como trofeos de caza en presencia del comité de seguridad que presidía, a título excepcional, el ministro de la Violencia Estructural, también llamado del Interior, Corcuera. El individuo era de difícil descripción, sobre todo para los ajenos a la cultura taurina incapaces de llegar a una conclusión descriptiva si alguien les dijera que Corcuera tenía aspecto de picador de toros de mala leche porque el público le tiene muy abucheado con sus excesos con la pica. De ceño terco, cara de piedra amontonada y ojillos detectores de los otros como presuntos culpables, tampoco el tono de voz era tranquilizador, al contrario, la voz humana adquiría en sus labios la condición de orden de detención, cuando no de rendición. Y fue esa voz la que ordenó lo más liviano que le inspiraba la presencia de Carvalho.
– ¡Que le registren!
Registrado Carvalho, estaba dotado de suficientes documentos como para salir respetado de la prueba, pero la serbia debajo de la gabardina sólo llevaba músculos y la herida de jabalina.
– ¡Qué tía tan rara!
Comentó Corcuera, que como había sido electricista, le gustaba exagerar el número de primitivo.
– Le advierto que esta mujer ha perdido mucha sangre y necesita cuanto antes una transfusión.
El ministro miró asesinadoramente a Carvalho.
– Aquí el mando lo tengo yo… ¿Acaso usted piensa que por ser socialista soy tonto o un revolucionario sin escrúpulos que detesta el orden público y ama las invasiones de los bárbaros? Aquí donde me ve, yo hubiera sido incapaz de ordenar que le cortaran la cabeza a María Antonieta, y con respecto a la de Luis XVI depende del momento.