Manuel Vázquez Montalbán
Sabotaje Olímpico
Historia es la ciencia que trata de los
hechos que forman parte de la vida de
la humanidad a través de su desarrollo,
explicando también las causas que
los han motivado.
SANTIAGO ANDRÉS ZAPATERO
Dii nos quasi pilas habent,
[Los dioses nos hacen ir como pelotas.]
PLAUTO, Captivi 22
Biscuter tiene una teoría sobre Escofier. No sólo la tiene sino que la exhibe siempre que puede a un Carvalho de vez en cuando arrepentido de haberle financiado un viaje a París y un curso acelerado sobre sopas en la Academia de Alta Cocina de mister Everglace.
– Escofier representa la Suma Teológica de la gran tradición de la cocina burguesa.
Cuantas veces Carvalho ha tratado de descomponerle la oración y preguntarle, por ejemplo, ¿qué quiere decir Suma Teológica?, Biscuter ha tenido respuesta.
– La releche final.
La parte positiva de la expedición parisiense es que Biscuter, tras demostrarle que era capaz de afrontar los consomés difíciles en su sutileza como el consomé á la brunoise o las sopas más y menos características de la cocina francesa -desde la sopa de cebolla a la manera de Les Halles hasta le potage Thurins Roumanille en la más pura línea escoferiana-, ahora se atreve con los potages «extranjeros», «extranjeros» insiste una y otra vez Biscuter como si hablara desde una postiza identidad francesa.
– ¿Sabe usted que Escofier tiene en cuenta la olla podrida española? Aunque el tío no puede disimular lo que le cae mal de la cocina española: los garbanzos y el chorizo. Hoy le voy a hacer una sopa muy extranjera, jefe.
– ¿Para qué irse tan lejos?
– Hay que experimentar.
Y experimenta un potage Ouka: caldo de pescado a base de esturión, espinas y aletas de pescados diversos, agua, vino blanco, perejil, celerio, hinojo, champiñones, sal… A Carvalho se le va la cabeza cuando piensa en todo lo que falta para entender el plato y que esté al servicio de una simple sopa, de una blanda sopa. A la vejez, potajes. La solidez profunda de un plato hondo lleno de tropezones agresivos pero domados por el mucho cocer. ¿Lo crudo? ¿Lo cocido? ¡Lo recocido! Pero Biscuter se le escapa. Como la realidad. O la memoria. Desde su viaje a París ha dejado de ser esencialmente dependiente, como si hubiera descubierto la geografía más allá de su universo de ex joven presidiario y ya no tan joven criado para todo de un detective escaso de fortuna y de optimismo. Acaso no desee ya la compañía de Biscuter, ni la de la realidad, ni la de la memoria, en consonancia con la cultura del olvido establecido. Julio de 1993. Hace un año todo estaba dispuesto para el inicio de los Juegos Olímpicos de Barcelona, el mayor espectáculo del mundo y las vivencias han sido engullidas por el sumidero de la crisis de casi todo y casi todos. Los dioses se han marchado al olimpo verdadero, pero ni siquiera, de creer a las autoridades económicas, han tenido la gentileza de dejarnos el pan y el vino. Y cuando recuerda las ensoñaciones de los días de los Juegos Olímpicos siente la necesidad de reforzar sus vínculos naturalistas con lo concreto. Algo habría que hacer. Algo debería hacer. Desde el epílogo de los juegos ha conservado la costumbre de ir al filósofo en vez de, como hacen otros, ir al psiquiatra. Su filósofo de cabecera sigue siendo Xavier Rupert dos Ventos y ante la pregunta sobre la ausencia de dioses, el filósofo le contesta desde la orilla de su teléfono:
– ¿Qué hacer? ¿Para qué? Si desea hacer algo es que aún le queda sentido… finalidad… tal vez sólo se trate de instinto de finalidad… reflejo condicionado de finalidad. Es cierto, los dioses se han marchado, lo anunció Hölderlin, pero él creía que habían dejado el pan y el vino. Déjeme interpretarlo como metáfora de la satisfacción material. ¿De verdad no nos quedan satisfacciones materiales? ¿Me ha hecho caso? ¿Ha cambiado de olla a presión? ¿Ha probado el queso de cabra de Corçá? ¿Sigue adicto a los vinos de la Ribera del Duero? ¿Por qué no se pasa al agua mineral con gas? O tal vez no se trate de hacer, sino sólo de decir. Y le dice a Biscuter:
– Ponle garbanzos.
– ¿A la sopa Ouka, jefe?
– A todo… Ponle garbanzos y chorizo a todo…
– Eso es nacionalismo, jefe. La ola de nacionalismo que nos invade.
¿Qué tenía en común con aquellas gentes que se encaramaban a un podium colectivo para que les pusieran las medallas del olimpismo? Contempló por televisión la llegada de la antorcha olímpica, la fiesta greco-catalana de recepción y lo mejor fue la espléndida muchacha que llevó la antorcha a tierra firme para que iniciara un paseo por toda España, en manos de políticos, deportistas y cualquier otra gloria local, en pos de marcar un territorio épico a la vez que zoológico. Si lo hubieran presentado como una fiesta recaudatoria de fondos para mejorar la ciudad o la especie residual celtibérica o le hubieran preguntado, al menos, si valía la pena mejorarla, Carvalho se hubiera abstenido igual, pero al menos habría aceptado el pringue de las personas, las cosas y los días, dejándose llevar por un verano más verano que los otros:
Siempre se espera un verano
mejor
y propicio para hacer
lo que nunca se hizo.
Había cantado un poeta de adolescencia contemporánea a la de Carvalho, de la que le llegaban poemas rotos que alguna vez había leído o incluso le habían leído:
No hubo fornicación
y la muchacha vive todavía.
¿De quién era? Qué más daba. La sensación de extranjería la llevaba en los huesos, como un frío intransferible, parecida a la que había sentido en los Getsemanís del franquismo, desde un exilio interior al que entonces le empujaba la obscenidad de la dictadura y ahora la inmensa, implícita presión de las multitudes olímpicas le empujaba al arcén de los coches deprimidos que no quieren correr porque han dejado de creer en la carrera. Durante diecisiete días la ciudad estaría ocupada por una amplia minoría de deportistas practicantes y por una inmensa mayoría de deportistas de palabra, pensamiento y omisión. Una ciudad ocupada por gente disfrazada de saludable puede llegar a ser insoportable y más insoportable todavía si, a causa de los Juegos Olímpicos, la ciudad se ha hecho la cirugía estética y de su rostro han desaparecido importantes arrugas de su pasado. Reyes, presidentes de repúblicas probables, la insoportable levedad del ser de todos los miembros del COI, gordos y gordas con las mochilas llenas de filosofía olímpica negados para siempre a distinguir entre los caníbales y sus víctimas y a las puertas de la ciudad acampados, en espera de su oportunidad neologizada, los paralímpicos, eufemismo de otro eufemismo, los disminuidos, para protagonizar a continuación la olimpiada de la piedad peligrosa en el marco de una sociedad que sólo se preocupa de sus disminuidos cuando consiguen meter goles con la nariz. Carvalho decidió recurrir a un sucedáneo de suicidio metafísico que había ensayado en sus tiempos de deprimido histórico, cuando debía convivir con la excelente salud del cadáver del franquismo y el general permanecía como un muñeco embalsamado en vida, sólo capaz de mover el brazo y la pistola, obstinado en permanecer en el escenario del crimen, como convidado de piedra en los escenarios de su propia obsolescencia de bárbaro primum inter pares. Vaciar una habitación, cerrarla a cal y canto, con Carvalho dentro, desnudo, sin otro nexo con el pasado y el futuro que un frigorífico lleno de alimentos populares y fantasiosos perecederos y un jamón, como recurso alimentario vinculable con la eternidad. La cultura metafísica y gastronómica de Carvalho había mejorado mucho desde sus crisis de finales de los sesenta y esta vez decidió encerrarse en su casa de Vallvidrera, puertas y ventanas selladas, incluso ranuras y rendijas, con cinta aislante. El cuerpo todo lo desnudo que exigía el verano y la angustia, pero con el breve slip que reclama el sentido del ridículo a partir de los cincuenta años y tanto en el frigorífico como en la despensa, de Chez Fauchon para arriba, sin descuidar productos gastronómicos españoles que hubieran conseguido superar con dignidad las asechanzas de la posmodernidad, que tantos estragos ha causado en la cultura del mercado del paladar.