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– Yo estaba en París y me sentía un patriota. Ni siquiera sentí tanto patriotismo cuando España ganó la copa de Europa de fútbol de 1964.

– ¿Tú también, Biscuter?

– Aquí o todos o ninguno, pero si en Europa se ponen patriotas de lo suyo, yo a lo mío, que a mí a serbio no me gana nadie. ¿Fueron bonitos los Juegos, verdad, jefe?

– Nunca existieron. Igual que la guerra del Golfo. Son como paisajes y textos que se han perdido en la computadora. Se manipula con ellos el tiempo necesario. Luego se van a lo más hondo, lo más remoto de la memoria, un lugar del que ya sólo saldrán para meterse un poquito en los diccionarios enciclopédicos.

– Pero quedan huellas. Por ejemplo, la ciudad ha cambiado. A mí me sacan de mis calles y me hago con la picha un lío. Demasiadas oficinas y pocos negocios. Esta ciudad sólo se salva si la nombran capital de algo importante, por ejemplo, de Alemania. Una ruina, jefe. Deberíamos dar la vuelta al mundo en ochenta días.

– En ochenta horas… Te lo tengo dicho. En ochenta días ya no te dejan.

Biscuter miraba de reojo el transistor sobre la mesa de despacho de Carvalho. Quería decir algo y finalmente lo dijo. Señaló el transistor y se le estranguló la voz.

– Es un detalle.

– ¿Qué?

Biscuter dirigió un dedito al transistor aunque apartó de él los ojos llorosos.

– Digo que es un detalle.

– Sí. Es un detalle.

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