– ¿También es un diseño?
– Ella es una mala imitación serbia de un efecto especial de Spielberg y él es un misterio. Hay quien dice que está hecho por el pintor Francis Bacon en un momento de delirio sexual constructivista.
El submarino volaba y de todas partes le llegaban los torpedos que le lanzaba la flota soviética en el exilio.
– No nos acertarán, si lo sabré yo.
Comentaba Mariscal. Por fin, a punto de dar la vuelta a la punta de la bota de la península italiana, distinguieron al coronel Parra nadando obstinadamente. Mariscal maniobró para que el submarino se colocara a una distancia suficiente para el diálogo y una vez abierta la escotilla asomaron las cabezas de Rupert Dos Ventos, Carvalho y el propio diseñador.
– ¡No sigas, Parra! Todo ha sido una farsa.
El coronel ni siquiera tenía la respiración entrecortada y respondió bravamente.
– ¡Daré mi vida si es necesario para la caída del capitalismo! ¡El olimpiónico muere pero no se rinde!
– ¡La revolución se ha quedado sin sedes… No tiene locales, ni fax, ni teléfonos siquiera…!
– ¡Pero si acabo de hablar con un almirante soviético y me ha dado ánimos para llegar hasta el Bósforo!
– Es Cobi -informó Mariscal- que últimamente me está saliendo un gamberro, con tanto mimo…
Aún hubo que forcejear, prometer, reconvenir, evidenciar la desproporción entre el esfuerzo y el resultado. El coronel Parra ocupó el poco espacio que quedaba libre en el submarino y aún opuso cierta resistencia dialéctica.
– En cualquier caso, en la medida en que el sistema capitalista se universaliza, sus contradicciones también. El olimpismo es un supermercado de la ritualización del gesto enmascarador del sistema. En el mismo momento en que dos niños huérfanos yugoslavos eran asesinados por francotiradores, una madre española le ha pegado un guantazo al seleccionador del equipo de su hija, porque no había contado con ella, y un trío de arqueros españoles ha provocado el éxtasis ganando la medalla de oro. Los únicos africanos bien alimentados son los caciques y los atletas. Es la lucha final, Carvalho.
Rupert Dos Ventos asentía complaciente y a la vez constructivo.
– Para Atlanta hay un hermoso proyecto, muy consolador. La Walt Disney Corporation creará una exhibición de éxtasis utópicos de la Historia Contemporánea, con la ayuda de los pintores históricos del clasicismo épico. Me han dicho que por veinte dólares podremos asaltar cada hora el Palacio de Invierno y por la misma cantidad podremos recorrer un falansterio donde no existirá la propiedad privada y a cada cual se le dará coca-cola, hamburguesas y catsup según sus necesidades. Por dos dólares un Lenin que parece de carne y hueso te redacta las llamadas Tesis de Abril y te las puedes llevar a casa y ponerlas en un marco. España participará con una escenificación de Transición en versión Pedro Almodóvar. Si usted es comunista o ex comunista español, en ese espacio mágico de la Walt Disney podrá ver al secretario general de los comunistas españoles recibiendo del rey Juan Carlos el encargo de formar gobierno. Tú, Mariscal, en cambio, creo que en Atlanta lo tienes muy mal.
Mariscal se encogió de hombros.
– El Vaticano me ha encargado el diseño de un nuevo papa, por si falla éste. Sigue malito. Quería venir a los Juegos para convencer a Samaranch de que se aceptase su deporte personal, el besaaeropuertos a la media plancha con patada a la luna. El Opus Dei, en plan pelota del Vaticano, se ha ofrecido como sponsor.
Mariscal les enseñó varios dibujos mariscalianos del papa polaco besando aeropuertos, con el cuerpo sostenido por la potente musculatura de sus bíceps y sus tríceps. Luego les enseñó apuntes del que podría ser futuro papa.
– Me hizo el encargo un alto cargo del Opus Dei y me dio total libertad de creatividad: «Hágalo menos polaco pero igual de casto.» Me encareció.
El filósofo catalano-brasileño parecía meditar, con los ojos entornados.
– El próximo papa, forzosamente, no será un diseñador, sino un diseño. Éste ya ha sido un precursor.
La ceremonia de clausura olímpica empezó con retraso porque el alcalde de Barcelona se subió al pebetero donde ardía la llama olímpica y se negó a que fuera apagada, desde una quimérica voluntad de que los Juegos no se terminaran nunca. El señor alcalde recuperó sus mejores instintos y recordó a contradictorios ciudadanos fallecidos en el transcurso de los Juegos: el refundador del marxismo catalán, señor Octavio Pellisa, y un bombero muerto en acto de servicio. Samaranch en cambio se presentó en el estadio ya con las maletas y los baúles Vutron indispensables, sin hacer demasiado caso a las quejas de su esposa, Bibis.
– Juan Antonio, te pongas como te pongas, me niego a parecer mulata. Con lo blanquita que soy me sienta fatal esa morenez cruda que, con todos los respetos, tienen los negros. Además… y hablando en plata… ¡A mí en Atlanta no se me ha perdido nada!
Samaranch demostró haber adquirido el mejor estilo de la vieja y fiel criada negra de Lo que el viento se llevó.
– ¡Señorita Escarlata! No hable usted así que el Señor la castigará… Una señorita no habla así… señorita Escarlata.
Los reyes de España, las autoridades autonómicas y estatales, todos, absolutamente todos pugnaron con el alcalde dispuesto a que no le quitaran los Juegos Olímpicos.
– ¡Si está todo ya hecho. Dentro de cuatro años podríamos repetirlos!
Gritaba el alcalde encaramado en lo más alto de la torre de Foster.
– ¡Baja, Pascual, por tu bien! ¡No me obligues a desalojarte!
Le instaba Corcuera desde la base de la torre.
– ¡Nadie me sacará de mi torre! Es más alta que la de Madrid.
– ¿También tú me vas a salir catalanista, Pascual? ¡Los socialistas hemos de ser internacionalistas!
– ¡Tampoco tú puedes soportar que la tengamos más larga que los de Madrid! ¡Jodido madrileño!
– Sin faltar… Yo soy casi vasco…
– ¡Tú eres un jodido madrileño!
No hubo más remedio que detener al alcalde y conducirlo a un frenopático donde se pasó los días y las noches poniendo medallas olímpicas y cantando romanzas de soprano con una sorprendente voz a lo Montserrat Caballé. La detención del alcalde Maragall fue el último acto de servicio de Corcuera. Una disposición del jefe del Gobierno admitía la dimisión del ministro del Interior, contratado por la reina de Inglaterra para reforzar la seguridad de las residencias reales. Pero aún tuvo Corcuera el acto reflejo de acercar su cara a la de Carvalho para masticar más que hablar…
– Volveremos a encontrarnos, huelebraguetas…
De pronto cambió de actitud, se le humedecieron los ojos con media lágrima porque los tenía tan pequeños que no daban para lágrima completa y se abrazó a Carvalho.
– En mí siempre tendrás un amigo… huelebraguetas… Si vienes a Londres toma… toma mi tarjeta… Ven a verme… Nos tomaremos unas pintas de cerveza y cantaremos La tiraron al barranco.
Y se puso a cantar la canción con la voz estrangulada por la emoción:
La tiraron al barranco
La tiraron al barranco
La tiraron al barranco
La tiraron al barranco
Fin de la primera parte
fin de la primera parte
y ahora viene la segunda
que es la más interesante
La sacaron del barranco
La sacaron del barranco
La sacaron del barranco
La sacaron del barranco
Fin de la segunda parte fin
de la segunda parte
y ahora viene la tercera
que es la más interesante
La tiraron al barranco…