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– ¿Corcuera? ¿La princesa Ana?

– Actores secundarios.

Y en una pantalla aparecieron el ministro de la Gobernación y la princesa Ana discutiendo a voz en grito.

– Mi madre era una humilde mujer del pueblo y en cambio la tuya…

– ¿Qué tienes que decir tú de mi madre?

– ¡Que se le cuelan demasiados espontáneos en el dormitorio!

– Porque la nuestra es una sociedad abierta. Lee a mister Popper… asno… lee a mister Popper.

– Ya te daré a ti sociedad abierta…

Volaron platos en una y otra dirección, hasta que Samaranch cortó la imagen con un mohín de disgusto en sus labios, diríase que más gruesos como exigencia de la negritud. A no excesiva distancia de Samaranch siempre permanecía Mandela, amistad recién adquirida con el propósito de que le suministrase asesoramiento sobre la realidad negra, aunque Nelson estaba un poco harto porque Samaranch era de los que hacían preguntas como… ¿El negro nace o se hace?

– Vaya escena. Los ministros dedicados a orden público suelen ser vulgares. Al menos en España. Una vez nombraron subsecretario de este ministerio al heredero de un ilustre linaje catalán, el señor Cruilles de Peratallada, yerno de un gran patricio barcelonés, Ventosa. Una dama amiga mía supo definir la situación a las mil maravillas: «¡Qué horror! Un yerno de Ventosa, jefe de los guardias.» No es que la señora tuviera nada en contra de los guardias. Al contrario. Pero nuestra burguesía siempre ha preferido que los guardias fueran de otra parte. Egoísmo de estatus, es posible, pero reflejo de un estado de ánimo. El olimpismo es una sutileza, señor Carvalho, y a pesar de su aparente fuerza es muy frágil, por eso le servimos mejor que nadie, gentes tan leves como él mismo.

– ¿Y el efecto Quayle? ¿Y la amenaza norteamericana?

Samaranch sonrió condescendiente. Reclamó la presencia del más poderoso fabricante mundial de material deportivo y bisbiseó algo junto a su oreja. La consigna provocó que el aludido utilizara un teléfono portátil para llamar a la Casa Blanca.

– Mira lo que te digo, George, y transmíteselo al talento del vicepresidente que te has buscado. Tú me bombardeas Barcelona y tú no recibes unas zapatillas de deporte de mi marca en tu vida. Ni para la mortaja. ¡Barcelona! ¡Barcelona! No Bagdad. ¡Mira el mapa!

Cortó la comunicación y guiñó un ojo a Samaranch. Devuelto el guiño y alejado el magnate, Carvalho creyó prudente sorprenderse admirativamente por la soltura e incluso el descaro con que el personaje se había dirigido al presidente de los Estados Unidos.

– Es que dirige el lobby que controla al presidente. Y yo aun le he escuchado tonos más enérgicos. Cuando está verdaderamente enfadado me lo pone de gilipollas para arriba.

Horas de relativa tensión en el bunker olímpico a la espera de que se disolviera la amenaza norteamericana. Samaranch dedicó una parte de este tiempo a cantar espirituales negros porque quería producir la mejor impresión en los actos inaugurales de los Juegos de Atlanta. Don Carlos Ferrer Salat, presidente del COI español, tenía más inclinación por el free jazz y era acusado de blanquismo. El príncipe heredero de Mónaco aprendía a golpear bidones de lata vacíos y a decir con acento negroide de doblaje convencional de película racista:

– Oiga. Negrito quiere saber ¿a qué hora dan café?

Ni uno solo de los miembros del COI permanecía ajeno a esta preparación de fondo para 1996 y sólo la princesa Ana se negaba a hacer concesiones demagógicas, por lo que Samaranch consideró que debía presentarse en Atlanta vestida de Ku Klux Klan, no en balde una parte importante de la población del sur de los Estados Unidos seguía siendo racista. Prácticamente, los del COI sólo salían del bunker y de los cursillos acelerados de negritud subvencionados por MacDonalds, para imponer las medallas a los ganadores y siempre de no muy buena gana… Las únicas medallas rentables, políticamente hablando, eran las que ganaban los españoles, a todas luces excesivas para sus méritos atléticos históricos. Todas las demás o confirmaban la emancipación atlética de pueblos que luego no tenían ni agua para ducharse o iban a parar a un país tan indemostrable como la CEI. ¿Quién puede tomarse en serio a un país que se llama CEI después de haberse llamado URSS? De vez en cuando llegaban noticias que confirmaban la definitiva instalación en la posmodernidad. El descubrimiento de campos de concentración y exterminio étnico en la antigua Yugoslavia, no sólo reforzaba el ideal olímpico, por cuanto, en cambio, bosnios, croatas, serbios, montenegrinos competían deportivamente en Barcelona, sino la impresión de que la modernidad daba vueltas en torno de sí misma y las experiencias de los campos nazis o del gulag estalinista no habían sido superadas, ni valía la pena superarlas. ¿Para qué experimentos de vanguardia si las cámaras de gas habían demostrado su eficacia? ¿Ametrallar bebés en fuga era un ejercicio de crueldad histórica superable? ¿Acaso no reproducía prácticas de exterminio étnico bíblico? Nada que enseñarle al homínido asesino, como no fuera a disimular sus danzas de la muerte a través del deporte y ponerle medallas olímpicas cuando eran inútiles las de guerra. El presidente del Gobierno español había puesto a disposición de la ONU la reserva de reyes en el exilio que España conserva como un tesoro y con un cierto prurito de coleccionista, hasta el punto de que en su momento tuvo incluso cuatro presuntos reyes españoles en el exilio interior: don Juan de Borbón, su hijo don Juan Carlos, Carlos Hugo de Borbón y Parma y Alfonso Borbón Dampierre.

– Si hacen falta los reyes en el exilio para regenerar el estado posmoderno y conseguir un nuevo orden internacional, aquí los tienen. España sabrá estar a la altura de sus compromisos internacionales. A veces los tenemos repetidos. De Georgia tenemos dos, el príncipe de Bragation y su hermana.

Juan Carlos I de España había asumido la oferta del jefe del Gobierno sin pronunciarse públicamente, pero en privado había comentado a sus íntimos que los reyes no sólo han de nacer, sino también hacerse y daba golpecitos al Manual de Formación Profesional Permanente de Reyes y Príncipes.

– Codos. Hay que gastar muchos codos para conocer el oficio.

Pero en el seno de la gran familia olímpica, el rey se limitaba a compartir las alegrías, las tristezas e incluso la tendencia a la obviedad de Samaranch.

– Esas noticias de Yugoslavia me amargan el olimpismo, Carvalho.

Confesó Samaranch.

– Podían haber esperado al acto de clausura.

Opinaba uno de los príncipes olímpicos más desocupados. En estas llegó la noticia de que el vicepresidente Quayle era irreductible. Por más informes de profesores de geografía que le presentaran, aunque fueran norteamericanos y caucasianos, a él nadie le engañaba: Barcelona estaba junto a Bagdad, llena de parientes de Yasser Arafat y era un objetivo bélico de primera necesidad para la seguridad de Estados Unidos.

– Alaska incluida.

Remachó generosamente Quayle. El presidente Bush, en muy mal estado de salud porque al extender con demasiada energía la melaza sobre las tostadas se le había dislocado un hombro, decidió enviar como representante personal en la clausura de los Juegos al conocido actor culturista emparentado con una Kennedy, Arnold Schwarzenegger, más efecto especial que ser humano y experto en hacer papeles de robot con contradicciones éticas. Tan alienada estaba toda España, y muy especialmente Cataluña con la golosina de los Juegos, que nadie protestó aquella decisión políticamente absurda, deportivamente grotesca y simbólicamente majadera, o tal vez porque desde la más absoluta sabiduría imaginaria, no hay mejor desenmascaramiento que la elección de la máscara más obvia. Arnold fue implacable con Quayle. Cual Terminator irreductible, se lanzó sobre el vicepresidente, en el trance de ordenar el bombardeo de Barcelona desde el puente de mando de un portaviones nuclear y lo convirtió en un efecto especial de Spielberg y no de los más afortunados: un bebé de trucha homínida que fue arrojado al río más contaminado de España, tan contaminado que nada más entrar Quayle en contacto con las aguas se quedó en la pura espina. Desde los muelles de los puertos nuevos, la ciudadanía contempló el espectáculo de la transubstanciación del vicepresidente Quayle y aplaudió a rabiar, en la creencia de que Arnold Schwarzenegger estuviera ofreciéndoles un deporte de exhibición. Carvalho observó de reojo cómo Vera se acercaba fascinada al culturista yanqui, como una mariposa de noche se siente atraída por la luz, y al llegar ante el muro infranqueable de su musculatura, la serbia empezó a pasar la yema de sus dedos por la orografía del cuerpo del atleta.

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