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Un día después del sábado

La inquietud empezó en julio, cuando la señora Rebeca, una viuda amargada que vivía en una inmensa casa de dos corredores y nueve alcobas, descubrió que sus alambre-ras estaban rotas como si hubieran sido apedreadas desde la calle. El primer descubrimiento lo hizo en su dormitorio y pensó que debía hablar de eso con Argénida, su sirviente y confidente desde que murió su esposo. Después, removiendo cachivaches (pues desde hacía tiempo la señora Rebeca no hacía nada distinto que remover cachivaches) advirtió que no sólo las alambreras de su dormitorio, sino todas las de la casa estaban deterioradas. La viuda tenía un sentido académico de la autoridad, heredado tal vez de su bisabuelo paterno, un criollo que en la guerra de Independencia peleó al lado de los realistas e hizo después un penoso viaje a España con el propósito exclusivo de visitar el palacio que construyó Carlos III en San Ildefonso. De manera que cuando descubrió el estado de las otras alambreras, no pensó ya en hablar con Argénida sino que se puso el sombrero de paja con minúsculas flores de terciopelo y se dirigió a la alcaldía a dar cuenta del atentado. Pero al llegar allí, vio que el mismo alcalde, sin camisa, peludo y con una solidez que a ella le pareció bestial, se ocupaba de reparar las alambradas municipales, deterioradas como las suyas.

La señora Rebeca irrumpió en la sórdida y revuelta oficina y lo primero que vio fue un montón de pájaros muertos sobre el escritorio. Pero estaba ofuscada, en parte por el calor y en parte por la indignación que le produjo la ruina de sus alambreras. De manera que no tuvo tiempo de estremecerse ante el inusitado espectáculo de los pájaros muertos sobre el escritorio. Ni siquiera le escandalizó la evidencia de la autoridad degradada a lo alto de una escalera, reparando las redes metálicas de la ventana con un rollo de alambre y un destornillador. Ella no pensaba ahora en otra dignidad que en la suya propia, escarnecida en sus alambreras, y su ofuscación le impidió incluso relacionar las ventanas de su casa con las de la alcaldía. Se plantó con discreta solemnidad a dos pasos de la puerta, en el interior de la oficina, y apoyada en el largo y guarnecido mango de su sombrilla, dijo:

– Necesito poner una queja.

Desde el tope de la escalera, el alcalde volvió el rostro congestionado por el calor. No manifestó emoción alguna ante la presencia insólita de la viuda en su despacho. Con sombría negligencia siguió desprendiendo la red estropeada y preguntó desde arriba:

– ¿Qué es la cosa?

– Que los muchachos del vecindario rompieron las alambreras.

Entonces el alcalde volvió a mirarla. La examinó laboriosamente desde las primorosas florecillas de terciopelo hasta los zapatos color de plata antigua, y fue como si la hubiera visto por primera vez en su vida. Descendió parsimoniosamente, sin dejar de mirarla, y cuando pisó tierra firme apoyó una mano en la cintura y movió el destornillador hasta el escritorio. Dijo:

– No son los muchachos, señora. Son los pájaros.

Y entonces fue cuando ella relacionó los pájaros muertos sobre el escritorio con el hombre subido a la escalera y con las estropeadas redes de sus alcobas. Se estremeció, al imaginar que todos los dormitorios de su casa estaban llenos de pájaros muertos.

– Los pájaros -exclamó.

– Los pájaros -confirmó el alcalde-. Es extraño que no se haya dado cuenta si hace tres días que estamos con este problema de los pájaros rompiendo ventanas para morirse dentro de las casas.

Cuando abandonó la alcaldía, la señora Rebeca se sentía avergonzada. Y un poco resentida con Argénida que arrastraba hasta su casa todos los rumores del pueblo y que sin embargo no le había hablado de los pájaros. Desplegó la sombrilla, deslumbrada por el brillo de un agosto inminente, y mientras caminaba por la calle abrasante y desierta tuvo la impresión de que las alcobas de todas las casas exhalaban un fuerte y penetrante tufo de pájaros muertos.

Esto era en los últimos días de julio, y nunca en la vida del pueblo había hecho tanto calor. Pero sus habitantes no se dieron cuenta de eso, impresionados por la mortandad de los pájaros. Aunque el extraño fenómeno no había influido seriamente en las actividades del pueblo, la mayoría estaba pendiente de él a principios de agosto. Una mayoría en la que no se contaba su reverencia, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro años de edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones, y que sin embargo sólo había visto dos pájaros muertos sin atribuirles la menor importancia. El primero lo encontró un martes en la sacristía, después de la misa, y pensó que había llegado hasta ese lugar arrastrado por algún gato del vecindario. El otro lo encontró el miércoles en el corredor de la casa cural y lo empujó con la punta de la bota hasta la calle, pensando: No debían existir los gatos.

Pero el viernes, al llegar a la estación del ferrocarril, encontró un tercer pájaro muerto en el escaño que eligió para sentarse. Fue como un relámpago en su interior, cuando agarró el cadáver por las patitas, lo alzó hasta el nivel de sus ojos, lo volteó, lo examinó, y pensó sobresaltado: Caramba, es el tercero que encuentro en esta semana. Desde ese instante empezó a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en el pueblo, pero de una manera muy imprecisa, pues el padre Antonio Isabel, en parte por la edad y en parte también porque aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones (cosa que al pueblo le parecía un tanto dislocada), era considerado por sus feligreses como un buen hombre, pacífico y servicial, pero que andaba habitualmente por las nebulosas. Pues se dio cuenta de que algo ocurría a los pájaros, pero incluso entonces no creyó que aquello fuera tan importante como para que mereciera un sermón. Él fue el primero que sintió el olor. Lo sintió en la noche del viernes, cuando despertó alarmado, interrumpido su liviano sueño por una tufarada nauseabunda, pero no supo si atribuirlo a una pesadilla o a un nuevo y original recurso satánico para perturbar su sueño. Olfateó a su alrededor y se dio vuelta en la cama, pensando que aquella experiencia podría servirle para un sermón. Podría ser, pensó, un dramático sermón sobre la habilidad de Satán para filtrarse en el corazón humano por cualquiera de los cinco sentidos.

Cuando se paseaba por el atrio al día siguiente antes de la misa, oyó hablar por primera vez de los pájaros muertos. Estaba pensando en el sermón, en Satanás y en los pecados que pueden cometerse por el sentido del olfato, cuando oyó decir que el mal olor nocturno era de los pájaros recolectados durante la semana; y se le formó en la cabeza un confuso revoltijo de prevenciones evangélicas, de malos olores y de pájaros muertos. De manera que el domingo tuvo que improvisar sobre la caridad una parrafada que él mismo no entendió muy a las claras, y se olvidó para siempre de las relaciones entre el diablo y los cinco sentidos.

Sin embargo, en algún sitio muy remoto de su pensamiento debieron de quedar agazapadas aquellas experiencias. Eso le ocurría siempre, no sólo en el seminario hacía ya más de 70 años, sino de manera muy particular después de que cumplió los 90. En el seminario, una tarde muy clara en que caía un fuerte aguacero sin tormenta, él leía un trozo de Sófocles en su idioma original. Cuando acabó de llover miró a través de la ventana el campo fatigado, la tarde lavada y nueva, y se olvidó enteramente del teatro griego y de los clásicos que él no diferenciaba sino que llamaba, de manera general, “los ancianitos de antes”. Una tarde sin lluvia, acaso treinta, cuarenta años después, atravesaba la plaza empedrada de un pueblo, al que había ido de visita, y sin proponérselo recitó la estrofa de Sófocles que leía en el seminario. Esa misma semana, conversó largamente sobre “los ancianitos de antes” con el vicario apostólico, un anciano locuaz e impresionable, aficionado a unos complejos acertijos para eruditos que él decía haber inventado y que se popularizaron años después con el nombre de crucigramas.

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