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Aquella entrevista le permitió recoger de un golpe todo su viejo y entrañable amor por los clásicos griegos. En la Navidad de ese año recibió una carta. Y de no haber sido porque ya para esa época había adquirido el sólido prestigio de ser exageradamente imaginativo, intrépido para la interpretación y un poco disparatado en sus sermones, en esa ocasión lo habrían hecho obispo.

Pero se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del 85, y en la época en que los pájaros venían a morir en los dormitorios, hacía años que habían pedido su reemplazo por un sacerdote más joven, especialmente cuando dijo haber visto al diablo. Desde entonces comenzaron a no tenerlo en cuenta, cosa que él no advirtió de una manera muy clara a pesar de que todavía podía descifrar los menudos caracteres de su breviario sin necesidad de anteojos.

Siempre había sido un hombre de costumbres regulares. Pequeño, insignificante, de huesos pronunciados y sólidos y ademanes reposados y una voz sedante para la conversación pero demasiado sedante para el púlpito. Permanecía hasta la hora del almuerzo echando globos en su alcoba, tirado a la bartola en una silla de lona y sin otras prendas de vestir que unos largos pantaloncillos de sarga con las bocapiernas amarradas a los tobillos.

No hacía nada, salvo decir la misa. Dos veces a la semana se sentaba en el confesionario, pero hacía años que no se confesaba nadie. Él creía sencillamente que sus feligreses estaban perdiendo la fe a causa de las costumbres modernas, de ahí que hubiera considerado como un acontecimiento muy oportuno haber visto al diablo en tres ocasiones, aunque sabía que la gente daba muy poco crédito a sus palabras a pesar de que tenía conciencia de no ser muy convincente cuando hablaba de esas experiencias. Para él mismo no habría sido una sorpresa descubrir que estaba muerto, no sólo a lo largo de los últimos cinco años, sino también en esos momentos extraordinarios en que encontró los dos primeros pájaros. Cuando encontró el tercero, sin embargo, se asomó un poco a la vida, de manera que en los últimos días estuvo pensando con apreciable frecuencia en el pájaro muerto sobre el escaño de la estación.

Vivía a diez pasos del templo, en una casa pequeña, sin alambreras, con un corredor hacia la calle y dos cuartos que le servían de despacho y dormitorio. Consideraba, tal vez en sus momentos de menor lucidez, que es posible lograr la felicidad en la tierra cuando no hace mucho calor, y esa idea le producía un poco de desconcierto. Le gustaba extraviarse por vericuetos metafísicos. Era eso lo que hacía cuando se sentaba en el corredor todas las mañanas, con la puerta entreabierta, cerrados los ojos y los músculos distendidos. Sin embargo, él mismo no cayó en la cuenta de que se había vuelto tan sutil en sus pensamientos, que hacía por lo menos tres años que en sus momentos de meditación ya no pensaba en nada.

A las doce en punto, un muchacho atravesaba el corredor con un portacomidas de cuatro secciones que contenía lo mismo todos los días: sopa de hueso con un pedazo de yuca, arroz blanco, carne guisada sin cebolla, plátano frito o bollo de maíz y un poco de lentejas que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no había probado jamás.

El muchacho ponía el portacomidas junto a la silla donde yacía el sacerdote, pero éste no abría los ojos mientras no escuchaba otra vez las pisadas en el corredor. Por eso en el pueblo creían que el padre dormía la siesta antes del almuerzo (cosa que parecía igualmente dislocada) cuando la verdad era que ni siquiera de noche dormía normalmente. Para esa época sus hábitos se habían descomplicado hasta el primitivismo. Almorzaba sin moverse de su silla de lona, sin sacar los alimentos del portacomidas, sin usar los platos ni el tenedor ni el cuchillo, sino apenas la misma cuchara con que tomaba la sopa. Después se levantaba, se echaba un poco de agua en la cabeza, se ponía la sotana blanca y averaguada con grandes remiendos cuadrados, y se dirigía a la estación del ferrocarril, precisamente a la hora en que el resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta. Desde hacía varios meses recorría ese trayecto murmurando la oración que él mismo inventó la última vez que se le apareció el diablo.

Un sábado -nueve días después de que empezaron a caer pájaros muertos- el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se dirigía a la estación cuando cayó un pájaro agonizante a sus pies, precisamente frente a la casa de la señora Rebeca. Un resplandor de lucidez estalló en su cabeza y se dio cuenta de que aquel pájaro, a diferencia de los otros, podía ser salvado. Lo tomó en sus manos y llamó a la puerta de la señora Rebeca, en el instante en que ella se desabrochaba el corpiño para dormir la siesta.

En su alcoba, la viuda oyó los golpes e instintivamente desvió la vista hacia las alambreras. No había penetrado ningún pájaro a esa alcoba desde hacía dos días. Pero la red continuaba desflecada. Había considerado un gasto inútil hacerla reparar mientras no cesara aquella invasión de pájaros que la mantenía con los nervios irritados. Por encima del zumbido del ventilador eléctrico, oyó los golpes a la puerta y recordó con impaciencia que Argénida hacía la siesta en la última al-coba del corredor. Ni siquiera se le ocurrió preguntarse quién podía importunarla a esas horas. Volvió a abotonarse el corpiño, traspuso la puerta alambrada, caminó derecho y afectada a lo largo del corredor, atravesó la sala recargada de muebles y objetos decorativos, y antes de abrir la puerta vio a través de la red metálica que allí estaba el padre Antonio Isabel, taciturno, con los ojos apagados y un pájaro en las manos (antes de que ella abriera la puerta) diciendo: “Si le echamos un poco de agua y después lo metemos debajo de una totuma, estoy seguro de que se pondrá bien”. Y al abrir la puerta, la señora Rebeca sintió que desfallecía de terror.

No permaneció allí más de cinco minutos. La señora Rebeca creía que era ella quien había abreviado el incidente. Pero en realidad había sido el padre. Si la viuda hubiera reflexionado en ese instante, se habría dado cuenta de que el sacerdote, en los treinta años que llevaba de vivir en el pueblo, no había permanecido nunca más de cinco minutos en su casa. Le parecía que en la profusa utilería de la sala se manifestaba claramente el espíritu concupiscente de la dueña, a pesar de su parentesco con el Obispo, muy remoto, pero reconocido. Además, había una leyenda (o una historia) sobre la familia de la señora Rebeca, que seguramente, pensaba el padre, no había llegado hasta el palacio episcopal, con todo y que el coronel Aureliano Buendía, primo hermano de la viuda a quien ella consideraba un descastado, aseguró alguna vez que el Obispo no había visitado el pueblo en el nuevo siglo por eludir la visita a su parienta. De cualquier modo, fuera aquello historia o leyenda, la verdad era que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no se sentía bien en esa casa, cuyo único habitante no había dado nunca muestras de piedad y sólo se confesaba una vez al año, pero respondiendo con evasivas cuando él trataba de concretarla acerca de la oscura muerte de su esposo. Si ahora había estado allí, aguardando a que ella trajera un vaso de agua para bañar un pájaro agonizante, era por determinación de una circunstancia que él no hubiera provocado jamás.

Mientras regresaba la viuda, el sacerdote, sentado en un suntuoso mecedor de madera labrada, sentía la extraña humedad de esa casa que no había vuelto a sosegarse desde cuando sonó un pistoletazo, hacía más de cuarenta años, y José Arcadio Buen-día, hermano del coronel, cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar.

Cuando la señora Rebeca irrumpió de nuevo en la sala, vio al padre Antonio Isabel sentado en el mecedor y con ese aire de nebulosidad que a ella le producía terror.

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