– Nada -repuso al fin en voz baja-. Como si se lo hubiera tragado la tierra.
Alatriste permaneció un momento sin decir palabra. Luego miró la tablazón del suelo entre sus botas y se puso en pie.
– ¿Has hablado con el Dómine Pérez?
– Hace lo que puede, pero es difícil -Vicuña observó que el capitán se enfundaba el recio coleto de piel de búfalo-. Ya sabes que los jesuitas y el Santo Oficio no suelen hacerse confidencias, y si el mozo anda de por medio puede tardar en saberse. En cuanto sepa algo te avisará. También te ofrece la iglesia de la Compañía, por si quieres llamarte a sagrado… Dice que de allí no te sacan los dominicos ni aunque juren que has matado al nuncio -miró a través de la celosía, hacia la sala de juego, y luego volvió la vista al capitán-… Y por cierto, Diego, andes en lo que andes, espero que no hayas matado de verdad al nuncio.
Alatriste requirió la espada, introduciéndola en la vaina. Ciñósela, y luego se puso en el cinto la pistola de chispa, tras levantar el perrillo para comprobar que seguía bien cebada.
– Ya te lo contaré otro día -dijo.
Se disponía a irse como había llegado, sin explicaciones y sin dar las gracias; en el mundo que él y el veterano sargento de caballos compartían, aquellos pormenores iban de oficio. Vicuña soltó una risa ruda, de soldado:
– Voto a Dios, Diego. Soy tu amigo, pero nada curioso. Además, detestaría morir por enfermedad de soga… Así que mejor no me lo cuentes nunca.
Era avanzada la noche cuando salió embozado con capa y sombrero bajo los soportales oscuros de la plaza Mayor, andando un trecho hasta la calle Nueva. Nadie entre los escasos transeúntes se fijó en él, salvo una daifa de medio manto que, al cruzárselo entre dos arcos, propuso sin mucho entusiasmo aliviarlo de peso por doce cuartos. Cruzó la puerta de Guadalajara, donde un par de vigilantes dormitaban ante los postigos cerrados de las tiendas de los plateros, y luego, para eludir a los corchetes que solían apostarse en las cercanías, bajó por la calle de las Hileras hasta el Arenal y volvió a subir de nuevo hacia el pasadizo de San Ginés, donde a aquellas horas los retraídos se asomaban a tomar el fresco.
Como saben vuestras mercedes, las iglesias de la época eran lugares de asilo, donde no alcanzaba la justicia ordinaria. Por eso, quien robaba, hería o mataba -a eso llamaban andar en trabajos- podía acogerse a sagrado refugiándose en una iglesia o convento, donde los clérigos, celosísimos de sus privilegios, lo defendían frente a la autoridad real con uñas y dientes. Tan solicitado era el llamarse a antana, o a sagrado, que algunas iglesias famosas estaban hasta arriba de clientes que gozaban lo impune de su refugio. En tan apretada comunidad solía encontrarse lo mejor de cada casa, y faltarían sogas para honrar tanto gentil gaznate. Por razones de su profesión, el mismo Diego Alatriste había tenido alguna vez que acogerse a iglesia; y el propio Don Francisco de Quevedo, en su juventud, contaban habíase visto también en tales trances, si no en otros peores, como cuando el golpe de mano del duque de Osuna en Venecia, de donde hubo de dárselas disfrazado de mendigo. El caso es que lugares como el patio de los Naranjos de la catedral de Sevilla, por ejemplo, o buena docena de sitios en Madrid, y entre ellos San Ginés, contaban con el dudoso privilegio de acoger a la flor de la valentía, el sacabuche, el afanar y la jacaranda. Y toda esta ilustre cofradía, que al fin tenía que comer, beber, satisfacer necesidades y solventar negocios particulares, aprovechaba la noche para salir a dar una vuelta, realizar nuevas fechorías, ajustar cuentas o lo que se terciara. También recibían allí a sus amistades, e incluso a sus coimas y cómplices, con lo que los alrededores de las iglesias citadas, e incluso dependencias de las iglesias mismas, tornábanse por las noches taberna de malhechores e incluso burdel, donde se contaban hazañas reales o fingidas, se concertaban sentencias de muerte tarifando cuchilladas, y donde, en suma, latía, pintoresco y feroz, el pulso de aquella España bajuna, peligrosa y atrevida; la de los pícaros, buscones y otros caballeros del milagro, que nunca colgó en lienzos en las paredes de los palacios, pero quedó registrada en páginas inmortales. Algunas de las cuales -y no las peores, por cierto- escribiólas el propio Don Francisco:
A Grullo dieron tormento
y en el de verdad de soga
dijo nones, que es defensa
en los potros y en las bodas.
O aquella otra, tan celebrada, de:
En casa de los bellacos,
en el bolsón de la horca,
por sangrador de la daga
me metieron a la sombra.
El pasadizo de San Ginés era uno de los sitios favoritos de los retraídos, pues por la noche salían allí a que les diese el aire, convirtiendo el lugar en concurrido ir y venir donde no faltaban improvisados figones de puntapié para tomar un bocado; dignísima concurrencia que se disolvía como por ensalmo en cuanto asomaban los corchetes. Cuando llegó Diego Alatriste, en la estrecha calleja había una treintena de almas: jaques, capeadores, algunas cantoneras ajustando cuentas con sus rufianes, y grupos de matasietes y chusma que charlaba en corrillos, o despachaba pellejos y damajuanas de vino peleón. Había poca luz -sólo un minúsculo farolillo colgado en la esquina del pasadizo, bajo el arco-, casi todo el lugar estaba en sombra, y la mitad larga de la gente iba embozada; de modo que el ambiente, aunque animado de conversaciones, resultaba tenebroso en extremo, y harto apropiado para el tipo de cita a la que acudía el capitán. Allí, a un curioso, un mirón o un corchete, si no venía en cuadrilla y bien herrado, podían desjarretarle el tragar en un Jesús.
Reconoció a Don Francisco de Quevedo pese al embozo, junto al farolillo, y llegóse hasta él con disimulo, apartándose ambos a un lado, la capa subida sobre la cara y el fieltro hasta las cejas; aspecto que, por otra parte, mostraba con naturalidad la mitad de los presentes en el pasadizo.
– Mis amigos han hecho pesquisas -contó el poeta tras el primer cambio de impresiones-. Parece cierto que Don Vicente y sus hijos estaban vigilados por la Inquisición. Y mucho me huelo que alguien aprovechó el lance para matar varios pájaros de un tiro; incluido vos, capitán.
Y a media voz, hurtándose a los que iban y venían, Don Francisco puso en antecedentes a Alatriste de cuanto había podido averiguar. El Santo Oficio, taimado y paciente, muy al tanto por sus espías del intento de la familia de la Cruz, había dejado hacer, a la espera de cazarlos in fraganti. El motivo no era defender al padre Coroado, sino todo lo contrario; ya que éste contaba con la protección del conde de Olivares, con quien la Inquisición mantenía sorda pugna, esperaban que el escándalo desacreditase tanto el convento como a su protector. De paso echarían mano a una familia de conversos a los que acusar de judaizantes; y una hoguera nunca iba mal para el prestigio de la Suprema. El problema era que no pudieron coger a casi nadie vivo: Don Vicente de la Cruz y su hijo menor, Don Luis, habían vendido cara su piel, muriendo en la emboscada. Mientras que el hijo mayor, Don Jerónimo, aunque malherido, logró escapar y estaba oculto en alguna parte.
– ¿Y nosotros? -preguntó Alatriste.
Relucieron los lentes del poeta cuando negó con la cabeza.
– No circulan nombres. Estaba tan oscuro que nadie nos conoció. Y quienes se acercaron no están para contarlo.
– Sin embargo, saben que andamos en esto.
– Puede -Don Francisco hizo un gesto vago-. Pero no tienen pruebas legales. Por mi parte, ahora empiezo a gozar otra vez del favor del valido y del Rey, y si no es con las manos en la masa será difícil achacarme nada -hizo una pausa, preocupado-…En cuanto a vuestra merced, no sé a qué atenerme. Igual esperan conseguir algo que os inculpe. o quizás os buscan discretamente.