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– No es audacia lo que le falta, querido mío. Y, ¿cómo es Ferroll? No lo conozco.

– Los maridos de mujeres muy hermosas pertenecen a la clase delictiva -dijo lord Henry, saboreando el vino. Lady Narborough le golpeó con su abanico.

– Lord Henry, no me sorprende en absoluto que el mundo diga de usted que es extraordinariamente malvado. -Pero, ¿qué mundo dice eso? -preguntó lord Henry, alzando las cejas-. Sólo puede ser el mundo venidero. Este mundo y yo mantenemos excelentes relaciones.

– Todas las personas que conozco dicen que es usted de lo más perverso -exclamó la anciana señora, moviendo la cabeza.

Lord Henry adoptó por unos instantes un aire serio. -Es perfectamente intolerable -dijo, finalmente- la manera en que la gente va por ahí diciendo, a espaldas de uno, cosas que son absoluta y completamente ciertas. -¿Verdad que es incorregible? -exclamó Dorian, inclinándose hacia adelante en el asiento.

– Eso espero -dijo, riendo, la anfitriona-. Pero si todos ustedes adoran a madame de Ferroll de esa manera tan ridícula, tendré que volver a casarme para estar a la moda.

– Nunca volverá usted a casarse, lady Narborough -intervino lord Henry-. Era usted demasiado feliz. Cuando una mujer vuelve a casarse es porque detestaba a su primer marido. Cuando un hombre vuelve a casarse es porque adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban suerte. Los hombres arriesgan la suya.

– Narborough no era perfecto -exclamó la anciana señora.

– Si lo hubiera sido, no lo hubiera usted amado, mi querida señora -fue la respuesta de lord Henry-. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tenemos los suficientes nos lo perdonan todo, incluida la inteligencia. Mucho me temo que después de esto nunca volverá usted a invitarme a cenar, lady Narborough, pero es completamente cierto.

– Claro que es cierto, lord Henry. Si las mujeres no amaran a los hombres por sus defectos, ¿dónde estarían todos ustedes? Ninguno se habría casado. Serían una colección de solteros infelices. Aunque tampoco eso los habría cambiado mucho. En los días que corren todos los hombres casados viven como solteros, y todos los solteros como casados.

– Fin de siécle -murmuró lord Henry. -Fin de globe -respondió su anfitriona.

– Sí que me gustaría que fuese fin de globe -dijo Dorian con un suspiro-. La vida es una gran desilusión.

– Ah, querido mío -exclamó lady Narborough calzándose los guantes-, no me diga que ya ha agotado la vida. Cuando un hombre dice eso, ya se sabe que es la vida la que lo ha agotado a él. Lord Henry es muy perverso, y a mí a veces me gustaría haberlo sido; pero usted está hecho para ser bueno: parece tan bueno que he de encontrarle una esposa encantadora. ¿No le parece, lord Henry, que el señor Gray debería casarse?

– Es lo que yo le digo siempre, lady Narborough -respondió lord Henry con una inclinación de cabeza.

– De acuerdo; en ese caso debemos buscarle un buen partido. Esta noche examinaré cuidadosamente el Debrett y prepararé una lista con las jóvenes más adecuadas.

– ¿Sin olvidar la edad de las candidatas, lady Narborough? -preguntó Dorian.

– Sin olvidar la edad, por supuesto, aunque ligeramente revisada. Pero no debe hacerse nada con prisas. Quiero que sea lo que The Morning Post llama un enlace conveniente, y que los dos sean felices.

– ¡Qué cosas tan absurdas dice la gente sobre los matrimonios felices! -exclamó lord Henry-. Un hombre puede ser feliz con una mujer siempre que no la quiera.

– ¡Ah! ¡Qué cinismo el suyo! -dijo la anciana señora, empujando la silla hacia atrás y haciendo un gesto con la cabeza a lady Ruxton-. Tiene que volver muy pronto a cenar conmigo. Es usted realmente un tónico admirable, mucho mejor que lo que sir Andrew me receta. Ha de decirme con qué personas le gustaría encontrarse. Deseo que sea una velada absolutamente deliciosa.

– Me gustan los hombres con futuro y las mujeres con pasado -respondió lord Henry-. ¿O cree que sería demasiado grande el desequilibrio?

– Mucho me temo -dijo ella riendo, mientras se ponía en pie-. Mil perdones, mi querida lady Ruxton -añadió al instante-. Veo que no ha terminado usted su cigarrillo.

– No se preocupe, lady Narborough. Fumo demasiado. Tengo intención de hacerlo menos en el futuro.

– No lo haga, se lo ruego, lady Ruxton -intervino lord Henry-. La moderación es una virtud muy perniciosa. Bastante es tan malo como una comida. Demasiado, tan bueno como un festín.

Lady Ruxton lo miró con curiosidad.

– Tendrá usted que venir y explicármelo alguna tarde, lord Henry. Parece una teoría fascinante -murmuró mientras abandonaba la habitación.

– Por favor, caballeros, no se queden ustedes demasiado tiempo hablando de política y de escándalos -exclamó lady Narborough desde la puerta-. Si lo hacen, acabaremos peleándonos en el piso de arriba.

Los varones rieron, y el señor Chapman se levantó solemnemente del fondo de la mesa y pasó a ocupar la cabecera. Dorian Gray también cambió de sitio y fue a colocarse junto a lord Henry. El señor Chapman empezó a hablar, alzando mucho la voz, sobre la situación en la Cámara de los Comunes, riéndose de sus adversarios. La palabra doctrinaire (un vocablo que inspira terror a las mentes británicas) reaparecía de cuando en cuando entre sus explosiones de carcajadas. Un prefijo aliterativo servía como ornamento a su elocuencia, mientras alzaba la bandera del Imperio sobre los pináculos del Pensamiento. La estupidez innata de la raza (él lo llamaba jovialmente el buen sentido común inglés) se ofreció a los presentes como el baluarte que la Sociedad necesitaba.

Una sonrisa curvó los labios de lord Henry, quien, volviéndose, miró a Dorian.

– ¿Te encuentras mejor? -preguntó-. Parecías un poco perdido durante la cena.

– Estoy perfectamente, Harry. Un poco cansado. Eso es todo.

– Anoche te superaste a ti mismo. La duquesita sólo ve por tus ojos. Me ha dicho que irá a Selby.

– Ha prometido estar allí para el día veinte. -¿También irá Monmouth?

– Sí, Harry.

– Me aburre terriblemente, casi tanto como la aburre a ella. Mi prima es muy inteligente, demasiado inteligente para una mujer. Le falta el encanto indefinible de la debilidad. Los pies de barro dan todo su valor a la imagen de oro. Tiene unos pies preciosos, pero no son de barro. Blancos pies de porcelana, si quieres. Han pasado por el fuego, y lo que el fuego no destruye, lo endurece. Ha tenido experiencias.

– ¿Cuánto tiempo lleva casada? -preguntó Dorian. -Una eternidad, me dice. Según el libro nobiliario, creo que diez años, pero diez años con Monmouth pueden ser una eternidad e incluso un poco más. ¿Quiénes son los otros invitados?

– Los Willoughby, lord Rugby y su esposa, nuestra anfitriona, Geoffrey Clouston, los habituales. Le he pedido a lord Grotrian que vaya.

– Me gusta -dijo lord Henry-. Hay mucha gente que no está de acuerdo, pero yo lo encuentro encantador. Compensa sus ocasionales excesos en el vestir con una educación siempre ultrarrefinada. Es una persona muy moderna.

– No sé si podrá formar parte del grupo, Harry. Quizá tenga que ir a Montecarlo con su padre.

– ¡Ah! ¡Qué molestas son las familias! Procura que vaya. Por cierto, Dorian, anoche desapareciste muy pronto. ¿Qué hiciste después? ¿Volver directamente a casa?

Dorian lo miró un momento y frunció el entrecejo. -No, Harry -dijo finalmente-. No volví a casa hasta cerca de las tres.

– ¿Fuiste al club?

– Sí -respondió. Luego se mordió los labios-. No; no era eso lo que quería decir. No fui al club. Estuve paseando. No recuerdo lo que hice… ¡Qué inquisitivo eres, Harry! Siempre quieres saber lo que uno hace. Yo siempre quiero olvidarlo. Regresé a casa a las dos y media, si quieres saber la hora exacta. Me había dejado la llave, y Francis tuvo que abrirme la puerta. Si necesitas confirmación sobre ese punto, puedes preguntárselo.

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