– ¿Te niegas?
– Sí.
– Te lo suplico, Alan.
– Es inútil.
La misma expresión compasiva apareció de nuevo en los ojos de Dorian Gray. Luego extendió el brazo, tomó un trozo de papel y escribió algo en él. Lo releyó dos veces, lo dobló cuidadosamente y lo empujó hasta el otro lado de la mesa. Después se levantó, acercándose a la ventana.
Campbell le miró sorprendido, y luego recogió el papel y lo abrió. Mientras lo leía su rostro adquirió una palidez cenicienta y tuvo que recostarse en el respaldo de la silla. Le invadió una sensación de náusea infinita. Sintió que el corazón le latía en una vacía premonición de muerte.
Al cabo de dos o tres minutos de terrible silencio, Dorian, abandonando la ventana, se situó tras él y le puso una mano en el hombro.
– Lo siento por ti, Alan -murmuró-, pero no me has dado otra opción. La carta está escrita. La tengo aquí. Ya ves a quién va dirigida. Si no me ayudas, la enviaré. Sabes cuáles serán las consecuencias. Pero me vas a ayudar. Es imposible que te niegues. He tratado de evitártelo. Has de reconocerlo. Te has mostrado inflexible, duro, ofensivo. Me has tratado como nadie se ha atrevido a tratarme nunca; nadie que esté vivo, al menos. Lo he soportado todo. Pero ahora soy yo quien impone las condiciones.
Campbell ocultó el rostro entre las manos, recorrido el cuerpo por un estremecimiento.
– Sí; soy yo quien pone las condiciones, Alan. Ya sabes cuáles son. Se trata de hacer algo muy sencillo. Vamos, no te desesperes. Es inevitable. Acéptalo, y haz lo que tienes que hacer.
A Campbell se le escapó un gemido, y empezó a temblar de pies a cabeza. Le pareció que el tictac del reloj situado en la repisa de la chimenea dividía el tiempo en átomos de dolor, cada uno de ellos demasiado terrible para soportarlo. Sentía como si un anillo de hierro, lentamente, se estrechara en torno a su frente, como si el deshonor con que se le amenazaba hubiera descendido ya sobre él. La mano posada sobre su hombro parecía hecha de plomo.
– Vamos, Alan; tienes que decidirte ya.
– No lo puedo hacer -dijo maquinalmente, como si las palabras pudieran alterar la realidad.
– Has de hacerlo. No tienes elección. No te empeñes en retrasarlo.
Campbell vaciló un momento.
– ¿Hay un fuego en la habitación del ático? -Sí; una toma de gas con placas de amianto.
– Tendré que ir a mi casa y recoger algunas cosas del laboratorio.
– No, Alan; no puedes salir de esta casa. Escribe en un papel lo que quieres y mi criado irá en un coche a buscarlo. Campbell garrapateó unas líneas, secó la tinta, y escribió en un sobre el nombre de su ayudante. Dorian tomó la nota y la leyó cuidadosamente. Luego tocó la campanilla y entregó la carta a su ayuda de cámara, ordenándole que volviera cuanto antes con las cosas solicitadas.
Al cerrarse la puerta principal, Campbell tuvo un sobresalto y, levantándose de la silla, se acercó a la chimenea. Temblaba como atacado por la fiebre. Durante cerca de veinte minutos nadie habló. Una mosca zumbó ruidosamente por el cuarto y el tictac del reloj era como el golpear de un martillo.
Cuando el carillón dio la una, Campbell se volvió y, al mirar a Dorian Gray, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Había algo en la pureza y el refinamiento de aquel rostro lleno de tristeza que pareció enfurecerlo.
– ¡Eres un infame! ¡Un ser absolutamente repugnante! -murmuró.
– Calla, Alan: me has salvado la vida -dijo Dorian Gray. -¿La vida? ¡Cielo santo! ¿Qué vida es ésa? Has ido de corrupción en corrupción y ahora has coronado tus hazañas con un asesinato. Al hacer lo que voy a hacer, lo que me obligas a hacer, no es en tu vida en lo que estoy pensando.
– Atan, Alan -murmuró Dorian Gray con un suspiro-, quisiera que sintieras por mí una milésima parte de la compasión que me inspiras -se volvió mientras hablaba y se quedó mirando el jardín.
Campbell no respondió.
Al cabo de unos diez minutos se oyó llamar a la puerta, y entró el criado con una gran caja de caoba llena de productos químicos, junto con un rollo de hilo de acero y platino, así como dos pinzas de hierro de forma bastante extraña.
– ¿He de dejar aquí estas cosas? -le preguntó a Campbell.
– Sí -respondió Dorian-. Y mucho me temo, Francis, que aún tengo otro encargo para usted. ¿Cómo se llama esa persona de Richmond que lleva orquídeas a Selby? -Harden, señor.
– Eso es, Harden. Tiene usted que ir a Richmond de inmediato, ver a Harden en persona y decirle que mande el doble de orquídeas de las que había encargado, y que de las blancas ponga el menor número posible. De hecho, dígale que no quiero ninguna blanca. Hace muy buen día, Francis, y Richmond es un sitio muy bonito, de lo contrario no le diría que fuese.
– No es ninguna molestia, señor. ¿A qué hora debo estar de vuelta?
Dorian miró a Campbell.
– ¿Cuánto durará tu experimento, Alan? -preguntó con voz tranquila, indiferente. La presencia de una tercera persona en la habitación parecía darle un valor extraordinario.
Campbell frunció el entrecejo y se mordió los labios. -Unas cinco horas -respondió.
– Bastará, entonces, con que esté de vuelta para las siete y media. Mejor, quédese allí: deje las cosas preparadas para que pueda vestirme. Tómese la tarde libre. No cenaré en casa, de manera que no voy a necesitarlo.
– Muchas gracias, señor -dijo el ayuda de cámara, abandonando la habitación.
– Bien, Alan, no hay un momento que perder. ¡Cuánto pesa esta caja! Yo te la llevaré. Encárgate tú de lo demás -hablaba rápidamente y con acento autoritario. Campbell se sintió dominado por él. Juntos salieron de la habitación.
Cuando llegaron al descansillo del ático, Dorian sacó la llave y la hizo girar en la cerradura. Luego se detuvo, una mirada de incertidumbre en los ojos. Se estremeció.
– Me parece que no soy capaz de entrar -murmuró.
– No importa. No te necesito para nada -respondió Campbell con frialdad.
Dorian Gray abrió a medias la puerta. Al hacerlo, vio el rostro del retrato, mirándolo, socarrón, iluminado por la luz del sol. En el suelo, delante, se hallaba la cortina rasgada. Recordó que la noche anterior había olvidado, por primera vez en su vida, esconder el lienzo maldito, y se disponía a abalanzarse, cuando retrocedió, estremecido.
¿Qué era aquel repugnante rocío rojo que brillaba, reluciente y húmedo, sobre una de sus manos, como si el lienzo hubiera sudado sangre? ¡Qué cosa tan espantosa! Por un momento le pareció más espantosa aún que la presencia silenciosa derrumbada sobre la mesa, la presencia cuya grotesca sombra en la alfombra manchada de sangre le indicaba que seguía sin moverse, que seguía allí, en el mismo sitio donde él la había dejado.
Respiró hondo, abrió un poco más la puerta y, con los ojos medio cerrados y la cabeza vuelta, entró rápidamente, decidido a no mirar ni siquiera una vez al muerto. Luego, agachándose, recogió la tela morada y oro y la arrojó directamente sobre el cuadro.
A continuación se inmovilizó, temiendo volverse, y sus ojos se concentraron en las complejidades del motivo decorativo que tenía delante. Oyó cómo Campbell entraba en el cuarto con la pesada caja de caoba, así como con los hierros y las otras cosas que había pedido para su espantoso trabajo. Empezó a preguntarse si Basil Hallward y Alan se habrían visto alguna vez y, en ese caso, qué habrían pensado el uno del otro.
– Ahora déjame -dijo tras él una voz severa.
Dorian Gray dio media vuelta y salió precipitadamente, no sin advertir que el muerto había vuelto a apoyar la espalda contra la silla y que Campbell contemplaba un rostro amarillento que brillaba. Mientras descendía las escaleras oyó cómo la llave giraba por dentro en la cerradura.
Hacía tiempo que habían dado las siete cuando Campbell se presentó de nuevo en la biblioteca. Estaba pálido, pero muy tranquilo.
– He hecho lo que me habías pedido que hiciera -murmuró-. Y ahora, adiós. Espero que no volvamos a vernos nunca.