– Señor, han llegado esas personas.
Dorian sintió que tenía que deshacerse de Víctor lo antes posible. No debía saber adónde se llevaba el cuadro. Había algo malicioso en él, y en sus ojos brillaba el cálculo y la traición. Sentándose en el escritorio, redactó velozmente una nota para lord Henry, pidiéndole que le mandara alguna lectura y recordándole que habían quedado en verse a las ocho y cuarto.
– Espere la respuesta -le dijo al ayuda de cámara al tenderle la misiva-, y haga pasar aquí a esos hombres.
Dos o tres minutos después se oyó de nuevo llamar a la puerta, y el señor Hubbard en persona, el famoso marquista de South Audley Street, entró con un joven ayudante de aspecto más bien tosco. El señor Hubbard era un hombrecillo de tez colorada y patillas rojas, cuyo entusiasmo por el arte quedaba atemperado por la persistente falta de recursos de la mayoría de los artistas que con él se relacionaban. En principio nunca abandonaba su tienda. Esperaba a que los clientes fuesen a verlo. Pero siempre hacía una excepción en favor del señor Gray. Había algo en Dorian que seducía a todo el mundo. Verlo ya era un placer.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Gray? -dijo, frotándose las manos, rollizas y pecosas-. He pensado que sería para mí un honor venir en persona. Acabo de adquirir un marco que es una joya. En una subasta. Florentino antiguo. Creo que viene de Fonthill. Maravillosamente adecuado para un tema religioso, señor Gray.
– Siento mucho que se haya tomado tantas molestias, señor Hubbard. Iré desde luego a su establecimiento para ver el marco, aunque últimamente no me interesa demasiado la pintura religiosa, pero en el día de hoy sólo se trata de subir un cuadro a lo más alto de la casa. Pesa bastante, y por eso he pensado en pedirle que me prestara a un par de hombres.
– No es ninguna molestia, señor Gray. Es una alegría para mí serle de utilidad. ¿Cuál es la obra de arte?
– Ésta -replicó Dorian Gray, apartando el biombo-. ¿Podrá usted moverlo, con la tela que lo cubre, tal como está? No quiero que se roce por las escaleras.
– No hay ninguna dificultad -dijo el afable marquista, empezando, con la ayuda de su subordinado, a descolgar el cuadro de las largas cadenas de bronce de las que estaba suspendido-. Y ahora, señor Gray, ¿dónde tenemos que llevarlo?
– Le mostraré el camino, señor Hubbard, si es tan amable de seguirme. O quizá sea mejor que vaya usted delante. Mucho me temo que la habitación está en lo más alto de la casa. Iremos por la escalera principal, que es más ancha.
Mantuvo la puerta abierta para dejarlos pasar, salieron al vestíbulo e iniciaron la ascensión por la escalera. La barroca ornamentación del marco había hecho que el retrato resultase muy voluminoso y, de cuando en cuando, pese a las obsequiosas protestas del señor Hubbard, a quien horrorizaba, como les sucede a todos los verdaderos comerciantes, la idea de que un caballero haga algo útil, Dorian intentaba echarles una mano.
– No se puede decir que sea demasiado ligero -dijo el marquista con voz entrecortada cuando llegaron al último descansillo, procediendo a secarse la frente.
– Me temo que pesa bastante -murmuró Dorian, mientras, con la llave que le había entregado la señora Leaf, abría la puerta de la estancia que iba a guardar el extraño secreto de su vida y a ocultar su alma a los ojos de los hombres.
Hacía más de cuatro años que no entraba allí, aunque en otro tiempo la hubiera utilizado como cuarto de juegos primero y más adelante como sala de estudio. Habitación amplia y bien proporcionada, el difunto lord Kelso la había construido especialmente para el nieto al que siempre había detestado por el notable parecido con su madre -y también por otras razones-, y al que quería mantener lo más lejos posible. A Dorian le pareció que había cambiado muy poco. Allí estaba el enorme cassone italiano, con sus paneles cubiertos de fantásticas pinturas y sus deslustradas molduras doradas, en cuyo interior se había escondido de pequeño con tanta frecuencia. Allí estaba la librería de madera de satín, llena de sus libros escolares, con signos evidentes de haber sido muy usados. De la pared de detrás aún colgaba el mismo tapiz flamenco muy gastado, donde unos descoloridos rey y reina jugaban al ajedrez en un jardín, mientras un grupo de cetreros pasaba a caballo, con aves encapuchadas en las muñecas enguantadas. ¡Qué bien se acordaba de todo! Los recuerdos de su solitaria infancia se le agolparon en la memoria mientras miraba a su alrededor. Recordó la pureza inmaculada de su vida adolescente, y le pareció horrible que fuese allí donde tuviera que esconder el fatídico retrato. ¡Qué poco había imaginado, en aquellos días muertos para siempre, lo que el destino le reservaba!
Pero no había en toda la casa un lugar donde fuese a estar mejor protegido contra miradas inquisitivas. Con la llave en su poder, nadie más podría entrar allí. Bajo su mortaja morada, el rostro pintado en el lienzo podía hacerse bestial, deforme, inmundo. ¿Qué más daba? Nadie lo vería. Ni siquiera él. ¿Por qué tendría que contemplar la odiosa corrupción de su alma? Conservaría la juventud: eso bastaba. Y, además, ¿no cabía la posibilidad de que algún día nacieran en él sentimientos más nobles? No había razón para pensar en un futuro vergonzoso. Quizá el amor pudiera cruzarse en su vida, purificándolo y protegiéndolo de aquellos pecados que ya parecían agitársele en la carne y el espíritu: aquellos curiosos pecados todavía informes cuya indeterminación misma les prestaba sutileza y atractivo. Tal vez, algún día, el rictus de crueldad habría desaparecido de la delicada boca y él estaría en condiciones de mostrar al mundo la obra maestra de Basil Hallward.
No; eso era imposible. Hora a hora, semana a semana, la criatura del lienzo envejecería. Quizá evitara la fealdad del pecado, pero no la de la edad. Las mejillas se descarnarían y se harían fláccidas. Amarillas patas de gallo aparecerían en torno a ojos apagados. El cabello perdería su brillo, la boca se abriría o se le caerían las comisuras, dando al rostro una expresión estúpida o grosera, como sucede con las bocas de los ancianos. Y la garganta se le llenaría de arrugas, las manos de venas azuladas, el cuerpo se le torcería, como sucediera con el de su abuelo, tan severo con él en su adolescencia. Había que esconder el cuadro. No cabía otra solución.
– Haga el favor de traerlo aquí, señor Hubbard -dijo con voz cansada, volviéndose-. Siento haberle hecho esperar tanto. Estaba pensando en otra cosa.
– Siempre es bueno descansar un poco, señor Gray -respondió el marquista, que aún respiraba con cierta agitación-. ¿Dónde tenemos que ponerlo?
– Oh, en cualquier sitio. Aquí mismo; aquí estará bien. No lo quiero colgar. Apóyelo contra la pared. Gracias.
– ¿Se puede contemplar la obra de arte, señor Gray?
Dorian se sobresaltó.
– No le interesaría, señor Hubbard -dijo, mirándolo fijamente. Se sentía dispuesto a abalanzarse sobre él y arrojarlo al suelo si se atrevía a alzar la lujosa tela que ocultaba el secreto de su vida-. No deseo molestarle más. Le estoy muy agradecido por su amabilidad al venir en persona.
– Nada de eso, en absoluto, señor Gray. Siempre estaré encantado de hacer cualquier cosa por usted -y el señor Hubbard bajó ruidosamente las escaleras seguido por su ayudante, que se volvió a mirar a Dorian con una expresión de tímido asombro en sus toscas facciones. Nunca había visto a nadie tan maravilloso.
Cuando se perdió el ruido de sus pisadas, Dorian cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo. Ahora se sentía seguro. Nadie volvería a contemplar a aquella horrible criatura. Ninguna mirada que no fuera la suya vería su vergüenza.
Al entrar en la biblioteca se dio cuenta de que acababan de dar las cinco y de que ya le habían traído el té. Sobre una mesita de oscura madera fragante con abundantes incrustaciones de nácar, regalo de lady Radley, la esposa de su tutor, una enferma profesional de gustos delicados, que había pasado en El Cairo el invierno anterior, se hallaba una nota de lord Henry y, a su lado, un libro de cubierta amarilla, ligeramente rasgada y con los bordes estropeados. En la bandeja del té descansaba también un ejemplar de la tercera edición de The St James's Gazette. Era evidente que Víctor había regresado. Se preguntó si se habría cruzado en el vestíbulo con el señor Hubbard cuando se marchaba, interrogándolo discretamente para saber qué habían hecho él y su ayudante. Sin duda echaría de menos el cuadro; lo habría echado ya de menos mientras colocaba el servicio del té. El biombo no había vuelto a ocupar su sitio y el hueco en la pared resultaba perfectamente visible. Quizás alguna noche encontrara a su criado subiendo sigilosamente las escaleras e intentando forzar la puerta de la antigua sala de estudio. Era horrible tener a un espía en la propia casa. Había oído historias sobre personas con mucho dinero, chantajeadas toda su vida por un criado que había leído una carta, u oído casualmente una conversación, o que se había guardado una tarjeta con una dirección, o que había encontrado bajo una almohada una flor marchita o un arrugado jirón de encaje.