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– No hables así de alguien a quien amas, Dorian. El amor es más maravilloso que el arte.

– Los dos son formas de imitación -señaló lord Henry-. Pero será mejor que nos vayamos. No debes seguir aquí por más tiempo, Dorian. No es bueno para la moral ver una mala interpretación. Además, supongo que no querrás que tu esposa actúe en el teatro. En ese caso, ¿qué importa si interpreta Julieta como una muñeca de madera? Es encantadora, y si sabe tan poco de la vida como de actuar en el teatro, será una experiencia deliciosa. Sólo hay dos clases de personas realmente fascinantes: las que lo saben absolutamente todo y las que no saben absolutamente nada. Santo cielo, muchacho, ¡no pongas esa expresión tan trágica! El secreto para conservar la juventud es no permitirse ninguna emoción impropia. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos cigarrillos y beberemos para celebrar la belleza de Sibyl Vane, que es muy hermosa. ¿Qué más puedes querer?

– Vete, Harry -exclamó el joven-. Quiero estar solo. Y tú también, Basil. ¿Es que no veis que se me está rompiendo el corazón?

Lágrimas ardientes le asomaron a los ojos. Le temblaban los labios y, dirigiéndose al fondo del palco, se apoyó contra la pared, escondiendo la cara entre las manos.

– Vámonos, Basil -dijo lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Un instante después habían desaparecido.

Casi enseguida se encendieron las candilejas y se alzó el telón para el tercer acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Estaba pálido, pero orgulloso e indiferente. La obra se fue arrastrando, interminable. La mitad del público abandonó la sala, haciendo ruido con sus pesadas botas y riéndose. La representación había sido un fiasco total. El último acto se interpretó ante una sala casi vacía. Una risa contenida y algunas protestas saludaron la caída del último telón.

Nada más terminar la obra, Dorian pasó entre bastidores, para dirigirse al camerino de la actriz. Encontró allí a Sibyl, con una expresión triunfal en el rostro y los ojos llenos de fuego. Estaba radiante. Sonreía, los labios ligeramente abiertos, a causa de un secreto muy personal.

Al entrar Dorian, la muchacha lo miró y apareció en su rostro una expresión de infinita alegría.

– ¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! -exclamó. -¡Horriblemente mal! -respondió él, contemplándola asombrado-. ¡Espantoso! Ha sido terrible. ¿Estás enferma? No puedes hacerte idea de lo que ha sido. No te imaginas cómo he sufrido.

La muchacha sonrió.

– Dorian -respondió, acariciando el nombre del amado con la prolongada música de su voz, como si fuera más dulce que miel para los rojos pétalos de su boca-. Dorian, deberías haberlo entendido. Pero ahora lo entiendes ya, ¿no es cierto?

– ¿Entender qué? -preguntó él, colérico.

– El porqué de que lo haya hecho tan mal esta noche. El porqué de que de ahora en adelante lo haga siempre mal. El porqué de que no vuelva nunca a actuar bien.

Dorian se encogió de hombros.

– Supongo que estás enferma. Cuando estés enferma no deberías actuar. Te pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido.

Sibyl parecía no escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Dominada por un éxtasis de felicidad. -Dorian, Dorian -exclamó-, antes de conocerte, actuar era la única realidad de mi vida. Sólo vivía para el teatro. Creía que todo lo que pasaba en el teatro era verdad. Era Rosalinda una noche y Porcia otra. La alegría de Beatriz era mi alegría, e igualmente mías las penas de Cordelia. Lo creía todo. La gente vulgar que trabajaba conmigo me parecía tocada de divinidad. Los decorados eran mi mundo. Sólo sabía de sombras, pero me parecían reales. Luego llegaste tú, ¡mi maravilloso amor!, y sacaste a mi alma de su prisión. Me enseñaste qué es la realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he visto el vacío, la impostura, la estupidez del espectáculo sin sentido en el que participaba. Hoy, por vez primera, me he dado cuenta de que Romeo era horroroso, viejo, y de que iba maquillado; que la luna sobre el huerto era mentira, que los decorados eran vulgares y que las palabras que decía eran irreales, que no eran mías, no eran lo que yo quería decir. Tú me has traído algo más elevado, algo de lo que todo el arte no es más que un reflejo. Me has hecho entender lo que es de verdad el amor. ¡Amor mío! ¡Mi príncipe azul! ¡Príncipe de mi vida! Me he cansado de las sombras. Eres para mí más de lo que pueda ser nunca el arte. ¿Qué tengo yo que ver con las marionetas de una obra? Cuando he salido a escena esta noche, no entendía cómo era posible que me hubiera quedado sin nada. Pensaba hacer una interpretación maravillosa y de pronto he descubierto que era incapaz de actuar. De repente he comprendido lo que significa amarte. Saberlo me ha hecho feliz. He sonreído al oír protestar a los espectadores. ¿Qué saben ellos de un amor como el nuestro? Llévame lejos, Dorian; llévame contigo a donde podamos estar completamente solos. Aborrezco el teatro. Sé imitar una pasión que no siento, pero no la que arde dentro de mí como un fuego. Dorian, Dorian, ¿no entiendes lo que significa? Incluso aunque pudiera hacerlo, sería para mí una profanación representar que estoy enamorada. Tú me has hecho verlo.

Dorian se dejó caer en el sofá y evitó mirarla.

– Has matado mi amor -murmuró.

Sibyl lo miró asombrada y se echó a reír. El muchacho no respondió. Ella se acercó, y con una mano le acarició el pelo. A continuación se arrodilló y se apoderó de sus manos, besándoselas. Dorian las retiró, estremecido por un escalofrío.

Luego se puso en pie de un salto, dirigiéndose hacia la puerta.

– Sí -exclamó-; has matado mi amor. Eras un estímulo para mi imaginación. Ahora ni siquiera despiertas mi curiosidad. No tienes ningún efecto sobre mí. Te amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e inteligencia, porque hacías reales los sueños de los grandes poetas y dabas forma y contenido a las sombras del arte. Has tirado todo eso por la ventana. Eres superficial y estúpida. ¡Cielo santo! ¡Qué loco estaba al quererte! ¡Qué imbécil he sido! Ya no significas nada para mí. Nunca volveré a verte. Nunca pensaré en ti. Nunca mencionaré tu nombre. No te das cuenta de lo que representabas para mí. Pensarlo me resulta intolerable. ¡Quisiera no haberte visto nunca! Has destruido la poesía de mi vida. ¡Qué poco sabes del amor si dices que ahoga el arte! Sin el arte no eres nada. Yo te hubiera hecho famosa, espléndida, deslumbrante. El mundo te hubiera adorado, y habrías llevado mi nombre. Pero, ahora, ¿qué eres? Una actriz de tercera categoría con una cara bonita.

Sibyl palideció y empezó a temblar. Juntó las manos, apretándolas mucho, y dijo, con una voz que se le perdía en la garganta:

– No hablas en serio, ¿verdad, Dorian? -murmuró-. Estás actuando.

– ¿Actuando? Eso lo dejo para ti, que lo haces tan bien -respondió él con amargura.

Alzándose de donde se había arrodillado y, con una penosa expresión de dolor en el rostro, la muchacha cruzó la habitación para acercarse a él. Le puso la mano en el brazo, mirándole a los ojos. Dorian la apartó con violencia.

– ¡No me toques! -gritó.

A Sibyl se le escapó un gemido apenas audible mientras se arrojaba a sus pies, quedándose allí como una flor pisoteada.

– ¡No me dejes, Dorian! -susurró-. Siento no haber interpretado bien mi papel. Pensaba en ti todo el tiempo. Pero lo intentaré, claro que lo intentaré. Se me presentó tan de repente…, mi amor por ti. Creo que nunca lo habría sabido si no me hubieras besado, si no nos hubiéramos besado. Bésame otra vez, amor mío. No te alejes de mí. No lo soportaría. No me dejes. Mi hermano… No; es igual. No sabía lo que decía. Era una broma… Pero tú, ¿no me puedes perdonar lo que ha pasado esta noche? Trabajaré muchísimo y me esforzaré por mejorar. No seas cruel conmigo, porque te amo más que a nada en el mundo. Después de todo, sólo he dejado de complacerte en una ocasión. Pero tienes toda la razón, Dorian, tendría que haber demostrado que soy una artista. Qué cosa tan absurda; aunque, en realidad, no he podido evitarlo. No me dejes, por favor -un ataque de apasionados sollozos la atenazó. Se encogió en el suelo como una criatura herida, y los labios bellamente dibujados de Dorian Gray, mirándola desde lo alto, se curvaron en un gesto de consumado desdén. Las emociones de las personas que se ha dejado de amar siempre tienen algo de ridículo. Sibyl Vane le resultaba absurdamente melodramática. Sus lágrimas y sus sollozos le importunaban.

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