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– Jamás habría podido imaginarme que te convertirías en alguien capaz de vivir con un perro, un gato y un hormiguero.

– La vida rara vez resulta como uno se la figura.

– No he venido para que me cuentes cómo te ha ido en la vida. Lo que sí quiero es que cumplas tu promesa.

– Ni siquiera creo que pueda encontrar el camino hasta la laguna.

– Estoy segura de que sí. Nadie tenía tu sentido de la orientación.

No pude contradecirla, tenía razón. Siempre encuentro el camino en los más caóticos entramados urbanos. Y tampoco me pierdo en el bosque o en el campo.

– Bueno, quizá lo encuentre, si me esfuerzo un poco por recordar. Es sólo que no comprendo por qué.

– ¿Quieres saber por qué deseo ver esa laguna?

De repente, su voz adoptó otro timbre.

– Sí -confesé-. Quisiera saberlo.

– Porque es la promesa más hermosa que me han hecho en la vida.

– ¿La más hermosa?

– La única verdaderamente hermosa.

Ésas fueron sus palabras textuales. La única promesa verdaderamente hermosa. Fueron palabras importantes. Y yo sentí como si, con ellas, una gran orquesta hubiese empezado a tocar en mi cabeza. Allí estaba yo, en medio de todos los instrumentos, los arcos a mi lado y los de viento detrás de mí.

– A uno le hacen promesas sin cesar -prosiguió ella-. Nos hacemos promesas a nosotros mismos. Escuchamos las promesas de los demás. Los políticos nos hablan de una vida mejor para los que envejecen, de una sanidad donde nadie sufra en la espera. Los bancos nos prometen mejores intereses, los alimentos nos prometen mejor línea y las cremas nos garantizan una vejez con menos arrugas. La vida no consiste más que en navegar en nuestra pequeña embarcación cruzando un mar de promesas siempre cambiantes pero inagotables. ¿Cuántas de esas promesas recordamos? Olvidamos lo que queremos recordar y solemos recordar aquello de lo que más deseamos librarnos. Las promesas no cumplidas son como sombras que danzan a nuestro alrededor en el ocaso. Cuanto más me acerco a la vejez, más claras las veo. La promesa más hermosa de toda mi vida fue la que me hiciste al prometerme esa laguna. Quiero verla y soñar que nado en sus aguas antes de que sea demasiado tarde.

Comprendí que no me quedaría más remedio que llevarla a la laguna. Lo único que podría evitar, quizás, era que partiésemos en medio del invierno. Pero tal vez ella no se atreviese a esperar hasta la primavera, por su enfermedad.

Pensé que debía decirle la verdad, que sabía que estaba enferma. Pero no lo hice.

– ¿Comprendes lo que quiero decir, lo de todas esas promesas que nos rodean a lo largo de nuestra vida?

– He intentado evitar dejarme engatusar por las promesas. Si lo haces, es fácil que te engañen.

Harriet puso su mano sobre la mía.

– Hubo un tiempo en que sabía quién eras. Paseábamos por las calles de Estocolmo. Cuando, en mis recuerdos, caminamos por allí, siempre es primavera. Apenas si puedo evocar un día de oscuridad o de lluvia. El hombre que iba entonces a mi lado no es la misma persona que ahora tengo ante mí. Aquel hombre podía convertirse en cualquier cosa, salvo en un viejo solitario que vive en una isla remota.

Su mano seguía posada sobre la mía. Yo intenté no tocarla.

– Y tú, ¿recuerdas algún tipo de oscuridad? -quiso saber Harriet.

– No. Siempre había claridad.

– No sé lo que pasó.

– Yo tampoco.

Harriet me apretó la mano.

– No tienes por qué mentirme. Por supuesto que lo sabes. Me causaste una pena infinita. Creo que aún no lo he superado. ¿Quieres saber cómo me sentí?

No le contesté. Ella retiró la mano y echó la cabeza hacia atrás en el sofá.

– Lo único que quiero es que cumplas tu promesa. Tendrás que dejar la isla por unos días. Después, podrás volver y no te molestaré más.

– No puede ser -me opuse yo-. Es un viaje demasiado largo. Y mi coche, demasiado viejo.

– Entonces, sólo te pido que me indiques el camino.

Comprendí que no pensaba rendirse. La promesa de la laguna me había dado alcance después de tantos años.

Al otro lado de la ventana había empezado a clarear. Terminaba la noche.

– Me casé, ¿sabes? -reveló Harriet de improviso-. Y tú, ¿qué hiciste?

– Yo estoy separado.

– Así que también te casaste. ¿Con quién?

– No conoces a ninguna.

– ¿A ninguna?

– Me casé dos veces. La primera se llamaba Birgit y era enfermera. Dos años después de casarnos no teníamos nada más que decirnos. Además, quería estudiar para ingeniero de montes. ¿Qué sabía yo de rocas, grava y minas? La segunda se llamaba Rose-Marie y era tratante de antigüedades. No te imaginas cuántas veces salí del hospital, tras una larga operación, para acompañarla a alguna subasta y luego arrastrar a casa un armario de segunda mano. Ni sé cuántas sillas y mesas decapé en bañeras desechadas. Después de cuatro años se acabó.

– ¿Tienes hijos?

Negué con un gesto. Hubo un tiempo, ya muy lejano, en que me veía a mí mismo rodeado de niños que me alegrasen la vejez. Ahora ya era demasiado tarde.

Soy como mi barco, el que está en tierra, boca abajo, protegido por una lona.

Miré a Harriet.

– Y tú, ¿tienes hijos?

Ella me miró largo rato, antes de contestar.

– Tengo una hija.

Pensé que podía haber sido mía. Si no hubiese huido de Harriet para no volver a llamarla nunca más.

– Se llama Louise -explicó.

– Un nombre muy bonito -contesté.

Me levanté y comencé a preparar café. Ya había amanecido por completo. Esperé a que hirviese el café y lo dejé reposar. Saqué las tazas y corté unos trozos del bizcocho, que ya se había descongelado. Éramos dos ancianos que, en una mañana de enero, se disponían a compartir un café con dulces. Entre los miles de cafés que se toman al día en este país, uno era el nuestro. Me preguntaba si las circunstancias de los demás eran tan extrañas como las que concurrían en mi cocina.

Después del café, Harriet se encerró en la habitación del hormiguero.

Por primera vez en muchos años suspendí mi baño invernal. Estuve dudando un buen rato cuando, ya a punto de quitarme la ropa e ir a buscar el hacha, cambié de idea. No volvería a darme ningún baño en las heladas aguas hasta que hubiese llevado a Harriet a la laguna.

En lugar del albornoz me puse el chaquetón y bajé al muelle. Inesperadamente, el tiempo había cambiado y parecía época de deshielo. La nieve se quedaba adherida a la suela de las botas.

En el muelle disfruté de unas horas de soledad. El sol se abrió paso por entre las nubes y la nieve del techo del cobertizo empezó a derretirse y a gotear. Entré, tomé uno de los tarros de brea y lo abrí. El olor me infundió un gran sosiego y estuve a punto de dejarme vencer por el sueño a la pálida luz del sol.

Evoqué el tiempo en que Harriet y yo estábamos juntos. Me sentí como si ahora yo, en realidad, perteneciese a una época pretérita. Vivía en un espacio extrañamente desierto destinado a los que sobraban, a los que habían perdido pie en su propia época y no eran capaces de incorporarse a la vida de los nuevos tiempos. Cuando Harriet y yo estábamos enamorados, todo el mundo fumaba. A todas horas y en todas partes. Mi juventud entera transcurrió entre montones de ceniceros. Aún recuerdo a los muchos médicos y profesores fumadores que me educaron para convertirme en alguien con derecho a llevar una bata blanca. Entonces el cartero de las islas se llamaba Hjalmar Hedelius. En invierno se colocaba un par de esquís para llevar el correo de isla en isla. La saca debía de pesar muchísimo, pese a que el despropósito de la avalancha de publicidad de los últimos tiempos no existía aún.

El ruido del hidrocóptero al acercarse interrumpió el hilo de mis pensamientos.

Jansson había ido a casa de la viuda Åkerblom y se apresuraba ahora a visitarme a mí para hablar de sus achaques. Ya se le había pasado el dolor de muelas que venía sufriendo desde Navidad. La última vez que se detuvo junto a mi muelle fue para que examinase unas manchas de color marrón que le habían aparecido en el dorso de la mano izquierda. Lo tranquilicé diciéndole que se debían a las modificaciones propias del envejecimiento. Que él nos sobreviviría a todos los habitantes del archipiélago. Cuando todos los viejos hayamos desaparecido, Jansson seguirá navegando en su viejo barco de pesca y surcando los aires con el hidrocóptero. Si no lo han despedido antes, lo cual es más que probable.

Jansson giró y se detuvo junto al muelle, paró el motor y empezó a deshacerse de todas las prendas de abrigo y los gorros que llevaba. Tenía el rostro encendido y el cabello alborotado.

– He venido para desearte feliz año -dijo una vez en el muelle.

– Gracias.

– El invierno se mantiene.

– Sí, así es.

– He tenido molestias de estómago desde Año Nuevo. Me cuesta hacer de vientre. Estreñimiento, en otras palabras.

– Come ciruelas.

– ¿Puede ser síntoma de algo?

– No.

A Jansson le costaba ocultar la curiosidad. De vez en cuando miraba hacia mi casa.

– ¿Cómo celebraste el Año Nuevo? -me preguntó.

– Yo no celebro el Año Nuevo.

– Pues yo, este año, hasta compré unos cohetes. Hacía ya mucho tiempo desde la última vez. Por desgracia, uno fue a dar directamente en la leñera.

– Para la medianoche, yo ya estoy dormido. No veo razón para cambiar esa costumbre sólo porque es el último día del año.

Sabía que Jansson tenía unas ganas irrefrenables de hablar de la presencia de Harriet. Seguro que ella no le había contado quién era, tan sólo que venía a visitarme a mí.

– ¿Tengo algo de correo?

Jansson me observó perplejo. Era la primera vez que le hacía tal pregunta.

– Nada -respondió-. Así suele ser siempre a principios de año.

Tanto la conversación como la visita médica se habían acabado. Jansson lanzó una última ojeada a mi casa y volvió a su nave. Me di la vuelta y me marché de allí. Cuando puso en marcha el motor del hidrocóptero, me tapé los oídos. Me volví para verlo desaparecer en una nube de polvo de nieve al bordear el cabo que la gente llama cabo de Antonsson, en recuerdo de un marinero que, en un día de borrachera, se perdió por el monte cuando iba a dejar en tierra su embarcación para el invierno.

Harriet estaba sentada en la cocina cuando entré.

Vi que se había maquillado un poco. Al menos, no estaba tan pálida. Pensé una vez más que aún conservaba su hermosura y también que fui un imbécil al dejarla.

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