Литмир - Электронная Библиотека

– Pero ¿por qué vendría a verme a mí?

– Tú vives en una isla. Al otro lado del mar está Rusia.

– Ya, aunque luego, una vez en mi isla, intenta quitarse la vida. No lo comprendo.

– Sima ha vivido en su vida experiencias que no podemos ni imaginar. No podemos distinguir la gravedad de las heridas que una persona puede tener en su interior, sólo observando su superficie.

– A mí me contó una parte.

– En ese caso, puedes figurarte algo.

Hacia las tres llegó una enfermera que nos comunicó que seguía estable. Que podíamos irnos a casa si queríamos, pues ella nos llamaría si había alguna novedad. Pero no teníamos adónde ir, de modo que nos quedamos todo el día y toda la noche. Agnes se acurrucó en un sofá bastante estrecho, y se quedó dormida. Yo, en cambio, estuve casi todo el tiempo sentado en una silla, hojeando manoseadas revistas en las que personas para mí desconocidas y ataviadas con ropas de alegres colores le contaban al mundo lo importantes que eran. De vez en cuando íbamos a comer, pero no nos quedábamos mucho tiempo fuera.

Justo después de las cinco de la mañana vino una enfermera a comunicarnos que el estado de Sima había cambiado de forma repentina. Que se habían producido graves hemorragias internas y que los médicos iban a intervenir inmediatamente para detenerlas en la medida de lo posible y volver a estabilizarla.

Nos habíamos relajado demasiado. De pronto, Sima se nos iba de nuevo.

El médico entró en la sala a las seis y veinte. Parecía muy cansado, se sentó en una silla, mirándose las manos. No habían logrado detener las hemorragias. Sima había fallecido. Nunca despertó. Si queríamos hablar con alguien, podía solicitar los servicios del psicólogo del hospital.

Entramos juntos para verla. Ya le habían quitado los tubos y el zumbido de las máquinas había cesado. Ya empezaba a apreciarse en su rostro ese color amarillento que otorga a los recién fallecidos el aspecto de una figura de cera. No recordaba a cuántas personas muertas había visto en mi vida. He visto morir a gente, he participado en reconocimientos forenses, he sostenido en mis manos los cerebros de los muertos. Pese a todo, fui yo quien rompió a llorar, en tanto que Agnes enmudecía de dolor. Me agarró el brazo con la mano, noté lo fuerte que era y deseé que nunca me soltase.

Yo quería quedarme, pero Agnes me pidió que volviese a casa. Ella se encargaría de Sima, yo ya había hecho cuanto había podido y me lo agradecía, pero quería estar sola. Me acompañó hasta el taxi que aguardaba a la salida. Hacía una hermosa mañana, aún algo fresca. En un seto que había junto a la rampa de acceso a urgencias crecían los tusilagos.

«El momento del tusilago», me dije. Aquél era ese momento, aquella mañana en la que Sima yacía muerta allí dentro. Por un instante, relució como un rubí. Y ahora era como si nunca hubiera existido.

Lo único que me asusta de la muerte es su gran indiferencia.

– La espada -recordé de pronto-. Y también tenía una maleta. ¿Qué hago con ellas?

– Ya te llamaré -respondió Agnes-. No puedo precisar cuándo, pero ya sé dónde estás.

La vi entrar al hospital. Un triste ángel de un solo brazo que había perdido uno de sus malogrados y extraordinarios hijos.

Entré en el taxi y le di la dirección al taxista. El hombre me miraba con suspicacia. Comprendí que mi aspecto era, cuando menos, sospechoso. La ropa arrugada, las botas recortadas con unas tijeras, ojeroso y sin afeitar.

– Solemos cobrar un anticipo cuando se trata de carreras de muchos kilómetros -aseguró el taxista-. Hemos tenido malas experiencias.

Me tanteé la chaqueta y me di cuenta de que ni siquiera llevaba la cartera. Así que me incliné hacia el taxista y le dije:

– Mi hija acaba de morir. Quiero irme a casa. Te pagaré, puedes estar seguro. Quiero que conduzcas despacio y con precaución.

Rompí a llorar. El hombre no dijo nada más y se mantuvo en silencio hasta que llegamos al puerto. Eran las diez y soplaba una leve brisa que apenas si rizaba el agua en la dársena. Le pedí al taxista que se detuviese ante la caseta roja de la guardia costera. Hans Lundman había visto llegar el taxi y apareció por la puerta. Por la expresión de mi rostro, supo que había terminado mal.

– Ha muerto -le dije-. Hemorragias internas. Inesperadamente. Creíamos que iba a salvarse… Necesito que me prestes mil coronas para pagar el taxi.

– Lo pagaré con mi tarjeta -dijo Hans antes de encaminarse al taxi.

Había terminado su turno hacía varias horas y comprendí que se había quedado para verme cuando yo volviera. Hans Lundman vivía en una de las islas del sur del archipiélago.

– Te llevo -me dijo.

– No tengo dinero en casa -le confesé-. Pido los reintegros a través de Jansson.

– ¿Y a quién le importa ahora el dinero? -me respondió.

Estar en alta mar me infunde siempre un gran sosiego. La embarcación de Hans Lundman era un viejo pesquero reconstruido que hendía las olas despacio. Hans podía tener prisa en el trabajo, de vez en cuando; pero nunca fuera del trabajo.

Atracamos en el embarcadero. El sol apretaba y hacía calor. Había llegado la primavera. Pero era como si eso no fuese cosa mía. Yo me encontraba al otro lado de la valla invisible de creciente verdor.

– En la bahía de Suckarna hay un bote amarrado -le dije-. Es robado.

Hans comprendió.

– Mañana iremos a buscarlo -respondió-. Patrullaré por allí casualmente. No sabemos quién es el ladrón.

Nos estrechamos la mano.

– No debería haber muerto -declaré de pronto.

– No -convino Hans Lundman-. No debería.

Me quedé en el embarcadero viendo cómo viraba para salir de la bahía. Alzó la mano para despedirse antes de desaparecer de mi vista.

Me senté en el banco. Y tardé bastante en subir la pendiente hacia mi casa, cuya puerta estaba abierta de par en par.

3

Los robles florecían tardíos este año.

Anoté en el diario que el gran roble que se erguía entre el cobertizo y lo que fue en su día el gallinero de mis abuelos no empezó a verdear hasta el 25 de mayo. El inmenso robledal que se extendía al norte de la isla junto al golfo incomprensiblemente llamado Tratan, [8] había empezado a echar hojas varios días antes.

Se dice que fue la Corona quien, a principios del siglo XIX, plantó los robles en las islas para obtener madera con la que construir los buques de guerra que se fabricaban en Karlskrona. En una ocasión, cuando yo era niño, cayó un rayo en el robledal. Recuerdo que mi abuelo segó los restos del tronco. Aquel árbol había echado raíces y había empezado a crecer ya en 1802. En tiempos de Napoleón, me contó mi abuelo. Yo entonces no sabía quién era Napoleón, pero comprendí que hacía mucho, mucho tiempo. Los anillos leñosos de aquel árbol me han acompañado desde entonces, durante toda mi vida. Beethoven vivió cuando el roble aún era un plantón. Cuando mi padre nació, se había convertido en un gran árbol.

El verano llegó, como suele suceder en las islas, en varias oleadas. Y nunca podía uno estar seguro de cuándo había venido para quedarse. Pero yo no lo noté mucho, salvo por las breves anotaciones que me obligaba a escribir a diario. La sensación de soledad disminuía por lo general cuando hacía más calor. Pero aquel año no fue así. Pasaba los días sentado junto a mi hormiguero, la acerada espada de Sima y su maleta medio vacía.

Por aquella época, hablaba con Agnes por teléfono bastante a menudo. Me contó que el funeral se había celebrado en la iglesia de Mogata. A excepción de Agnes y las dos muchachas que vivían con ella y a las que yo había conocido, Miranda y Aida, tan sólo asistió un hombre muy anciano que aseguraba ser pariente lejano de Sima. El hombre había llegado en taxi, Agnes temió que muriese allí mismo, tan frágil parecía. Nunca consiguió aclarar qué tipo de parentesco tenía con la muchacha. Tal vez el hombre la confundiese con otra persona. Cuando le mostró la fotografía de Sima, no la reconoció del todo.

Pero ¿qué importaba?, decía Agnes. La iglesia debería haber estado llena de gente para despedir a aquel joven ser humano que jamás tuvo la oportunidad de descubrir sus talentos ni de recorrer y aprender de un mundo que debería haberla estado esperando con los brazos abiertos.

El ataúd llevaba sobre la tapa un manojo de rosas rojas. Una mujer de la parroquia que llevaba consigo a un niño bastante inquieto y que se había colocado en la galería del coro entonó unos salmos, Agnes pronunció unas palabras, no sin antes haberle pedido al sacerdote que evitase hablar de un Dios omnisciente y misericordioso. Cuando supe que la tumba llevaría un número por toda leyenda, me ofrecí a pagar una lápida. Un día, Jansson me trajo una carta de Agnes con la fotografía de la lápida que habían encargado. Figuraría el nombre de Sima y la fecha. En la parte superior, Agnes proponía tallar una rosa.

Esa misma noche la llamé y le pregunté si no podrían tallar una espada de samurái en lugar de la rosa. Me comprendió y me dijo que ella también lo había pensado.

– Pero creará polémica -vaticinó-. Y no me veo con fuerzas para luchar por el derecho a tallar una espada en la lápida de Sima.

– ¿Qué quieres que haga con sus cosas? ¿Con la espada y la maleta?

– ¿Qué llevaba en la maleta?

– Ropa interior. Unos pantalones, un jersey. Un desgastado mapa del Báltico y del golfo de Finlandia.

– Iré a buscarlo todo. Quiero ver tu casa. Y, ante todo, quiero ver la habitación en la que Sima lloró la noche que se hizo los cortes.

– Ya te lo dije, sé que debería haber bajado a verla cuando la oí. Siempre lamentaré no haberlo hecho.

– No te culpo de nada. Sólo quiero ver el lugar donde empezó a morir. El lugar en el que culminó su muerte ya lo he visto contigo.

Agnes iba a venir a visitarme la última semana de mayo, pero algo se lo impidió. Llegó a cambiar la fecha dos veces. La primera, porque Miranda se había escapado; la segunda, porque se puso enferma. Cuando florecieron los robles, aún no había venido. La espada y la maleta con la ropa de Sima estaban en la habitación del hormiguero. Una noche me desperté de un sueño en el que las hormigas habían empezado a extender su hormiguero por la maleta y la espada. Eché a correr escaleras abajo y abrí la puerta de un tirón. Pero las hormigas seguían conquistando la mesa y el blanco tapete.

En cualquier caso, trasladé las cosas de Sima al cobertizo.

[8] La disputa. (N. de la T.)


37
{"b":"97425","o":1}