Me levanté del banco y lancé un grito al aire brumoso. El retumbar del eco fue atenuándose hasta morir del todo en la luz grisácea. El orden se había alterado. Harriet había llegado a poner mi vida patas arriba. Louise me había gritado al oído una verdad de la que no pude defenderme. Tal vez incluso Agnes desatase contra mí su ira inesperada.
Volví a desplomarme sobre el banco. Las palabras de mi abuela, su miedo, me invadieron. Si uno se adentraba a pie o a remo en la niebla, podía desaparecer para siempre jamás.
Llevaba doce años viviendo solo en la isla. Ahora me sentía como si la hubiesen invadido tres mujeres.
En realidad, debería invitarlas para el verano. Así podrían atacarme por turno en una hermosa noche estival. Finalmente, cuando apenas quedase algo de mí, Louise podría ponerse los guantes de boxeo y darme el golpe de gracia antes de la cuenta atrás.
Podrían contar hasta mil. Y yo no volvería a levantarme nunca más.
Pocas horas después cavé mi agujero y me hundí en las frías aguas. Noté que, en esa ocasión, me obligaba a mí mismo a permanecer allí más tiempo del habitual.
Jansson apareció con su hidrocóptero, puntual como de costumbre. Aquel día no traía ninguna carta para mí y yo tampoco tenía ninguna que entregarle. Justo cuando estaba a punto de marcharse, recordé que hacía ya tiempo que no se quejaba de dolor de muelas.
– ¿Qué tal van las muelas?
Jansson me miró inquisitivo.
– ¿Qué muelas?
No insistí. El hidrocóptero se esfumó en la niebla.
De camino a casa, desde el embarcadero, me detuve una vez más ante mi barco y, una vez más, alcé la lona. La mal cuidada superficie del casco lanzó un destello. Si lo dejaba apuntalado un año más, lo perdería para siempre.
Aquel día le escribí otra carta a Louise. Le pedía disculpas por todo lo imaginable y también por lo que tal vez se me escapase y por las molestias que pudiera causarle en el futuro. Y terminé la carta hablándole del barco:
«Tengo un viejo barco de madera que heredé de mi abuelo y que tengo estribado sobre unos tocones y cubierto por una lona. Es una vergüenza que lo haya descuidado tanto. Simplemente, no me he puesto a repararlo y aparejarlo. Como el barco, yo mismo he estado apuntalado sobre unos maderos, bajo una lona desde que vine para instalarme a vivir en esta isla. Jamás lograré aparejar el barco antes de haberme aparejado a mí mismo».
Pocos días después le di la carta a Jansson y, la semana siguiente, me trajo la respuesta de Louise. Tras varios días de deshielo había vuelto el frío. El invierno rehusaba ceder. Me senté a leer la carta en la cocina. El gato y el perro tuvieron que quedarse fuera. A veces, no los soportaba.
Louise me decía en su carta:
«En ocasiones me siento como si hubiese vivido una vida de labios secos y resquebrajados. Es algo que se me ocurrió una mañana en que la vida me parecía peor que de costumbre. No es preciso que te cuente qué tipo de vida he llevado, pues ya te lo dejé entrever suficientemente. Rellenar los huecos con detalles no cambia nada. Ahora estoy intentando encontrar el modo de vivir contigo, el troll que salió del bosque y resultó ser mi padre. Aunque sé que era responsabilidad de Harriet contármelo, no puedo dejar de sentir furia contra ti también. El portazo que diste al marcharte lo sentí yo como un golpe en la mandíbula. En un primer momento pensé que era mejor así. Pero la sensación de vacío resultó demasiado desbordante. Por eso espero que encontremos un camino que nos lleve a ser un día amigos, por lo menos».
Firmaba con una hermosa y elaborada ele mayúscula.
«Vaya, no es una historia bonita que digamos», pensé. «Harriet, Louise y yo. Louise tiene, en verdad, toda la razón de este mundo para dirigir su cólera contra nosotros.»
Pasó el invierno, salpicado de cartas que iban y venían entre la isla y la caravana. De vez en cuando también recibía una carta de Harriet, que ya estaba de vuelta en Estocolmo. Ni ella ni Louise me explicaron quién la llevó allí. Me escribió que se sentía muy cansada, pero que el recuerdo de la laguna y la idea de que Louise y yo nos hubiésemos conocido por fin le mantenían el ánimo. Yo le preguntaba por su estado físico, pero ella nunca me respondía.
Sus cartas emanaban una suerte de resignación sosegada, casi respetuosa. Lo contrario de lo que sucedía con las de Louise, que siempre ocultaban entre líneas la amenaza de un acceso de cólera.
Cada mañana, al despertar, me proponía en serio ponerme a ordenar mi vida. Ya no podía seguir permitiendo que los días se esfumasen inútilmente.
Pero no conseguía llegar a nada. No tomaba ninguna decisión. De vez en cuando levantaba la lona que protegía el barco y pensaba que, en realidad, la levantaba para observarme a mí mismo. Mío era el color desvaído, las grietas y la humedad. Tal vez también el olor a madera en estado de putrefacción.
Los días eran cada vez más largos. Las aves migratorias empezaban a volver en bandadas por lo general nocturnas. Con los prismáticos podía ver las aves marinas acercándose a los más remotos islotes helados del archipiélago.
Mi perro murió el 19 de marzo. Lo solté como de costumbre cuando bajé a la cocina por la mañana temprano. Era evidente que le dolían las patas, pues se levantó de la cesta con gran dificultad. Pero creí que viviría todo el verano. Tras darme un baño en el agujero y una vez que me hube secado en la cocina, bajé al cobertizo a buscar las herramientas que necesitaba para arreglar una fuga en una tubería del baño. Me extrañó que el perro no apareciese, pero no me molesté en ir a buscarlo. Fue aproximadamente a la hora de la cena cuando caí en la cuenta de que llevaba todo el día desaparecido. Hasta el gato parecía intrigado. Estaba sentado fuera oteando el entorno desde la escalera. Salí y llamé al perro, pero el animal no acudió. Entonces empecé a sospechar que había ocurrido algo. Me puse el chaquetón y salí a buscarlo. Cerca de una hora más tarde lo encontré al otro lado de la isla, junto a extrañas formaciones rocosas que parecían elevarse del hielo como columnas gigantes. Estaba tendido en una pequeña hondonada resguardada del viento. No sé cuánto tiempo me quedé allí contemplándolo. Tenía los ojos abiertos y relucientes como cristales, exactamente igual que la gaviota que había encontrado congelada a principios del invierno.
La muerte era un calvero y no quedaba en ella ninguno de los escondites propios de la vida.
Llevé el cuerpo del perro a la casa. Era más pesado de lo que me figuraba. Los muertos siempre pesan mucho.
Después, tomé un pico y logré cavar un hoyo lo suficientemente grande debajo del manzano. El gato seguía en la escalera observando el espectáculo. Cuando fui a poner el cuerpo del perro en el hoyo para cubrirlo de tierra, ya estaba rígido.
Dejé el pico y la pala junto a la fachada de la casa. Parecía que había vuelto la niebla matutina. Pero ahora eran mis ojos los que se nublaban. Lloraba la muerte de mi perro.
Anoté el fallecimiento en el diario y calculé que había vivido nueve años y tres meses. Se lo compré de cachorro a uno de los viejos pescadores de arrastre que, al final de sus días, decidió dedicarse a criar perros de dudoso pedigrí.
Durante varios días estuve acariciando la idea de hacerme con otro perro. Pero el futuro era incierto y el gato tampoco tardaría en dejarme. Entonces nada me ligaría a aquella isla, salvo yo mismo.
Les conté la noticia de la muerte del perro tanto a Harriet como a Louise. Y en las dos ocasiones me eché a llorar mientras escribía.
Sus respuestas fueron muy diferentes. Louise comprendió mi añoranza, en tanto que Harriet se preguntaba cómo podía lamentar la muerte de un viejo perro artrítico que por fin había encontrado la paz.
Pasaban las semanas y yo no hacía nada por mi barco. Era como si anduviese esperando algo. Tal vez debería escribirme una carta a mí mismo para exponerme cuáles eran mis planes de futuro.
Los días, cada vez más largos. La nieve se derretía ya en las grietas de las rocas. Pero el mar seguía cubierto de hielo.
Finalmente, también el hielo empezó a ceder. Una mañana apareció resquebrajado en grandes grietas hasta alta mar. Jansson se presentó en su motora, pues ya había guardado el hidrocóptero. Para el próximo invierno tenía pensado comprarse un aerodeslizador. No estoy seguro de haber comprendido lo que era exactamente, pese a que me ofreció una descripción detallada que yo no había solicitado. Me pidió que le examinara el omoplato izquierdo. ¿No notaba que tenía un bulto? ¿Un tumor, quizá?
Pero no había nada. Jansson seguía tan sano como de costumbre.
El mismo día, retiré totalmente la lona que cubría el barco y empecé a lijar la cubierta. Logré limpiar de pintura vieja todo el espejo de popa.
Mi intención era continuar al día siguiente. Pero algo me lo impidió.
Cuando iba camino del embarcadero para darme el habitual baño matutino, descubrí que un pequeño barco de motor había arribado a tierra.
Me quedé inmóvil y contuve la respiración.
La puerta del cobertizo estaba abierta.
Había recibido visita.
En el interior del cobertizo brilló un destello. No cabía en mi imaginación que pudiera ser la luz del sol sobre la hoja de una afilada espada. Pero era Sima quien estaba en el cobertizo; y salió de la oscuridad espada en mano.
– Creí que no ibas a despertarte nunca.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué barco es ese que has arrastrado a tierra?
– Lo cogí.
– ¿Lo cogiste?
– En el puerto. Estaba encadenado, pero a mí no hay cadenas que me aten.
– O sea, que lo has robado, ¿no?
Entre tanto, el gato había bajado hasta el embarcadero y ahora observaba a Sima a cierta distancia.
– ¿Dónde está el perro?
– Está muerto.
– ¿Cómo que está muerto?
– Pues muerto. Sólo hay una forma de estar muerto. Se está muerto. No vivo. Exánime. Muerto. Y mi perro está muerto.
– Yo tuve un perro una vez. Y también está muerto.
– Los perros se mueren. El gato tampoco vivirá mucho más. Él también es viejo.
– ¿Piensas pegarle un tiro? ¿Tienes escopeta?
– No pienso contestarte a esa pregunta. Quiero saber qué haces aquí y por qué has robado el barco.
– Quería verte.
– ¿Y eso por qué?