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Después de la cena, Aida y Mats Karlsson quitaron la mesa y se encargaron de fregar los platos. Agnes y yo fuimos al cobertizo.

Le pedí disculpas y le expliqué, tan detalladamente como pude, qué había ido mal aquel funesto día. Hablaba despacio y de forma prolija, para no pasar por alto ningún detalle. Pero en realidad podría haberlo explicado en muy pocas palabras. Había ocurrido algo que no debía haber sucedido. Al igual que el comandante de un avión es el responsable último de la revisión externa de su aparato antes del despegue…; pero eludí mi responsabilidad y no comprobé que el brazo expuesto era el correcto.

Estábamos sentados cada uno en una bala de paja. Agnes me miraba sin apartar la vista de mí mientras yo hablaba. Cuando terminé, se levantó y les dio a los caballos unas zanahorias que fue sacando de un saco. Después volvió a sentarse a mi lado en la bala de paja.

– Te he maldecido constantemente -confesó-. Nunca comprenderás lo que, para una persona que ama la natación, supone tener que dejarla. Soñaba con ir a buscarte un día y cortarte el brazo con un cuchillo romo. Con enrollarte un ovillo de alambre de púas alrededor del cuerpo y arrojarte al mar. Pero ahora que te veo y te he escuchado, toda mi amargura se ha esfumado. El odio puede ser fuente de energía sólo por un tiempo limitado. Nos infunde la ilusión de ser fuertes pero, ante todo, es un parásito que nos devora. Ahora las chicas son lo más importante.

Agnes me estrechó la mano.

– Vamos a dejarlo -dijo-. Terminaremos poniéndonos sentimentales. Y no me gustaría. Los mancos somos proclives a la sensiblería.

Volvimos a entrar. Desde la habitación de Aida se oía la música, de nuevo a todo volumen. El chirriar de guitarras, el retumbar de los bajos, las paredes vibraban. Entonces sonó el teléfono que Agnes llevaba en el bolsillo. Respondió, escuchó y no contestó más que unos monosílabos.

– Era Sima. Te manda saludos.

– ¿Que me manda saludos? ¿Dónde está?

– Eso no me lo ha dicho. Sólo quería que Aida la llamase.

– No te he oído decirle que vuelva con mi coche.

– Porque me limité a escuchar. Era ella quien hablaba.

Agnes se levantó, subió la escalera y empezó a gritar para hacerse oír con la música tan alta. Pensé que había encontrado a Agnes Klarström, pero que no se había enfurecido conmigo. No me había abrumado con acusaciones. Ni siquiera había levantado la voz cuando me explicó que, en sus sueños, deseaba matarme.

Tenía mucho sobre lo que reflexionar. En pocas semanas, tres mujeres habían aparecido en mi vida súbitamente. Harriet, Louise y ahora Agnes. Y quizá debería añadir a Sima, Miranda y Aida.

Agnes volvió abajo y nos tomamos un café. No se veía a Mats Karlsson por ninguna parte. La música rock seguía retumbando.

Llamaron a la puerta y, cuando Agnes abrió, se encontró con tres policías que llevaban a una muchacha. Comprendí que se trataba de Miranda. Los oficiales la sujetaban por los brazos, como si fuese peligrosa.

Tenía uno de los rostros más hermosos que había visto en mi vida. Una María Magdalena rodeada de soldados romanos.

Miranda no dijo nada, pero por lo que pude colegir de la conversación entre Agnes y los policías, la había atrapado un granjero cuando estaba a punto de robarle una ternera. Agnes protestó enérgicamente, no entendía para qué querría Miranda robar un animal. La conversación iba subiendo de tono, los policías parecían hastiados, nadie escuchaba y Miranda ni se movía.

Los oficiales se marcharon sin haber logrado aclarar la supuesta tentativa de robo de la ternera. Agnes le hizo a Miranda algunas preguntas en tono severo. La muchacha del bello rostro respondió tan bajo que no conseguí entender lo que decía.

Desapareció escaleras arriba y la música cesó. Agnes se sentó en el sofá observándose las uñas.

– Miranda es una chica que yo habría querido como hija. De todas las muchachas que han pasado por aquí, que han llegado y se han ido, es la que se las arreglará mejor, creo yo. Siempre y cuando encuentre el horizonte que lleva dentro.

Agnes me condujo a una habitación que había detrás de la cocina, y en la que yo podría dormir. Me dejó, pues tenía mucho trabajo que hacer en su despacho. Me tumbé en la cama recreando la imagen de mi coche. El motor echaba humo. Junto a Sima, en el asiento del acompañante, relucía la punzante espada. ¿Qué habría pasado si mis abuelos hubiesen estado vivos y yo hubiera intentado contárselo? No me habrían creído, o no lo habrían comprendido. ¿Y qué habría dicho el modoso camarero que tuve por padre? ¿Mi llorona madre? Apagué la luz y me quedé tumbado en la oscuridad, rodeado de voces susurrantes que me decían que los doce años que había pasado en la isla me habían hecho perder el contacto con el mundo en que, de hecho, vivía.

Debí de dormirme. Sentí un objeto frío en la garganta que me arrancó del sueño. Se encendió la lámpara que había junto a la cama. Abrí los ojos y allí estaba Sima, con la espada contra mi garganta. Ni sé cuánto tiempo me mantuve sin respirar, hasta que ella retiró el arma.

– Me ha gustado tu coche -explicó la joven-. Es viejo y no corre mucho. Pero me ha gustado.

Me senté en la cama y ella dejó la espada en el alféizar de la ventana.

– Ahí lo tienes -prosiguió-. No le ha pasado nada.

– De todos modos, no me gusta que nadie se lleve mi coche sin pedírmelo.

Sima se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en el radiador.

– Háblame de tu isla -rogó.

– ¿Y por qué iba a hacer tal cosa? Además, ¿cómo sabes que vivo en una isla?

– Yo sé lo que tengo que saber.

– Está muy lejos, en medio del mar y, en estos momentos, se encuentra rodeada de hielo. En otoño suelen soplar fuertes vendavales que arrastran a tierra los barcos que no están bien amarrados.

– ¿Y de verdad vives solo allí?

– Bueno, tengo un gato y un perro.

– ¿No te da miedo que esté tan vacía?

– Las rocas y los helechos no suelen amenazar con espadas. Son las personas las que hacen cosas así.

Sima guardó silencio un instante, antes de levantarse y tomar su espada.

– En fin, puede que vaya a hacerte una visita algún día -prometió.

– No lo creo.

La chica sonrió.

– Yo tampoco. Pero suelo equivocarme.

Intenté volver a conciliar el sueño. Hacia las cinco, me di por vencido. Me vestí, le escribí una nota a Agnes para avisarle de que no me había fugado y se la pasé por debajo de la puerta del despacho.

Cuando partí, toda la casa dormía.

El motor olía a quemado, le puse aceite cuando reposté en una estación de servicio abierta las veinticuatro horas. Poco antes del amanecer llegué al puerto.

Fui paseando hasta el embarcadero. Soplaba un viento fresco. Pese a que el mar estaba helado, el olor a sal llegaba a tierra desde alta mar. Varías luces aquí y allá iluminaban el puerto, donde algunos pesqueros abandonados rozaban los neumáticos que protegían las paredes.

Aguardé hasta el alba para que la luz me ayudase a llegar a casa cruzando el hielo. No tenía la menor idea de cómo iba a administrar mi vida después de todo lo ocurrido.

Allá en el embarcadero, con el viento azotándome la cara, empecé a llorar. Todas las puertas de mi fuero interno golpeteaban al viento, cuya intensidad parecía aumentar a cada minuto.

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