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– Y qué esperabas, ¿que estuviese muerta?

– Hubo un tiempo en que sí. Pero ya no.

Sonó el teléfono. Ella contestó, escuchó, respondió parcamente y sin vacilación. No quedaban plazas en su hogar para niñas abandonadas. Ya tenía tres adolescentes de las que ocuparse.

Accedí a un mundo del que nada sabía. Agnes Klarström vivía en aquella casa enorme junto con tres jóvenes adolescentes que, en mi juventud, se habrían considerado como bastante mal educadas. La niña llamada Sima procedía de alguno de los peores suburbios de Gotemburgo. Resultaba imposible precisar su edad. Llegó a Suecia sola, como refugiada, acurrucada en un camión que alcanzó tierra sueca en Trelleborg. Durante su larga huida desde Irán le habían aconsejado que se deshiciese de sus documentos tan pronto como pusiese el pie en suelo sueco, que se cambiase el nombre y que borrase toda huella de su identidad. De ese modo nadie podría repatriarla, aunque todos quisieran hacerlo. Lo único que traía era un trozo de papel en el que habían anotado las tres palabras que se suponía que podría necesitar.

«Refugiada», «perseguida», «sola».

Cuando el camión se detuvo ante el aeropuerto de Sturup, el conductor le señaló el edificio de la terminal y le explicó que debía buscar la comisaría de policía. Cuando llegó tendría once o doce años, ahora contaría unos diecisiete y la vida que había llevado en Suecia la había obligado a no sentirse segura más que cuando empuñaba en su mano la espada de samurái

En la casa de Agnes Klarström vivían otras dos muchachas, aunque una de las dos se había fugado y estaba huida en aquellos momentos. La casa no estaba cercada por ninguna valla, no era una casa de puertas cerradas con llave. Aun así, a quien se marchaba sin permiso se le consideraba un fugitivo. Si el suceso se repetía demasiadas veces, Agnes perdía la paciencia y llegaba la hora de la institución para menores, donde las puertas eran pesadas y los manojos de llaves, abundantes.

La chica que había huido hacía dos días se llamaba Miranda, era africana, de Chad, y seguramente, se habría marchado a casa de una de sus amigas que, sin que nadie supiese la razón, se hacía llamar Tea-Bag. Miranda tenía dieciséis años y había llegado con su familia como integrante de alguna cuota de las Naciones Unidas, procedente de un campo de refugiados.

Su padre, un hombre sencillo, que sabía trabajar la madera y era profundamente religioso, no tardó en perder el temple ante el frío permanente y la sensación de que nada resultaba como él había imaginado. Se encerró en la habitación más pequeña de las tres que había en la casa donde vivía la gran familia, la única habitación donde no había ningún mueble, tan sólo un pequeño montón de tierra africana que habían recogido de sus viejas maletas cuando llegaron al país de acogida. Su esposa colocaba una bandeja de comida ante la puerta, tres veces al día. Por las noches, cuando todos dormían, iba al baño y tal vez también se diese algún paseo nocturno. Al menos eso creían ellos, pues a veces, cuando despertaban por la mañana, encontraban huellas de pisadas mojadas en el suelo.

Llegó un día en que Miranda no lo soportó más y una noche se marchó, tal vez para recorrer el mismo camino que los había llevado hasta su actual hogar. El nuevo país había resultado ser un callejón sin salida. Poco tiempo después, la policía la había detenido tantas veces por hurtos y pequeños robos que empezó a transitar regularmente por distintas instituciones.

Y ahora había huido otra vez. Agnes Klarström estaba fuera de sí y no pensaba rendirse hasta que la policía hiciese todo lo posible para encontrarla y llevarla de vuelta a su casa.

En la pared, fijada con alfileres, había una fotografía de Miranda. Llevaba el cabello trenzado en artística composición muy pegada al cuero cabelludo.

– Si te fijas bien verás que, a la altura de la sien izquierda, ha trenzado la palabra «mierda» -me advirtió Agnes Klarström.

Y comprobé que tenía razón.

En aquella especie de centro de acogida que era la misión y el sustento de Agnes Klarström vivía una tercera muchacha. Era la más joven, tan sólo catorce años, un ser escuálido que más parecía un animal enjaulado. Agnes lo ignoraba casi todo de ella. Parecía surgida del viejo cuento sobre la niña que, un día, apareció en una plaza sin saber cómo se llamaba ni de dónde venía.

Una noche de hacía ya dos años, uno de los empleados de la estación de ferrocarril de Skövde que estaba a punto de cerrar, la encontró sentada en un banco. El hombre le dijo que tenía que marcharse, pero ella no pareció comprender y le mostró un papel en el que se leía «tren a Karlsborg», así que el hombre empezó a preguntarse quién de los dos estaría loco, pues hacía más de quince años que no había tráfico ferroviario entre Skövde y Karlsborg.

Pocos días después empezó a aparecer en los diarios como «la niña de la estación de Skövde». Nadie parecía reconocerla, pese a que su fotografía no tardó en verse por todas partes. No tenía nombre, los psicólogos que la examinaron, y los intérpretes, expertos en los más curiosos campos del lenguaje, intentaron hacerla hablar, pero no pudieron indicar una procedencia verosímil. El único eslabón con su pasado era el enigmático letrero con la leyenda «tren a Karlsborg». Recorrieron entonces al milímetro el pequeño municipio a orillas del lago Vättern. Pero nadie la conocía ni comprendía por qué esperaba un tren cuya línea había desaparecido hacía ya quince años. Finalmente, un diario vespertino le asignó, mediante una votación entre sus lectores, el nombre de Aida. Le concedieron la ciudadanía sueca y un número de identidad, una vez que los médicos acordaron que tenía doce años, como máximo trece. Por su negro y espeso cabello y sus ojos color aceituna, supusieron que procedía de algún lugar de Oriente Medio.

Aida siguió guardando silencio. Durante dos años no pronunció una sola palabra. Probaron todas las posibilidades, sin resultado, y hasta que Agnes Klarström apareció en escena no se produjo ningún cambio. Una mañana bajó y se sentó a desayunar. Agnes Klarström no había dejado de hablar con ella en todo momento, como parte de su programa para eliminar las barreras que rodeaban el interior de Aida. Y, como de costumbre, le preguntó qué quería desayunar.

– Leche fermentada -respondió Aida en un sueco casi perfecto.

A partir de ahí empezó a hablar. Los psicólogos que acudían a ella como las moscas a la miel supusieron que había aprendido el idioma escuchando a cuantos habían estado esforzándose por hacerla hablar. Sobre todo, porque resultó que la muchacha dominaba y comprendía una gran cantidad de términos de psicología y medicina que de ningún modo se incluían en el vocabulario de la gente de su edad.

La muchacha hablaba, pero no tenía nada que decir sobre su identidad ni tampoco sobre lo que pretendía hacer en Karlsborg. Cuando le preguntaban por su verdadero nombre, decía lo único que cabía esperar:

– Me llamo Aida.

De nuevo apareció en los periódicos. Se alzaron voces oscuras que murmuraban que los había engañado a todos, que todo había sido mero teatro para despistar y anular toda resistencia y para que se le concediese la entrada al país como un miembro digno de la comunidad sueca. Pero Agnes Klarström estaba convencida de que la explicación era muy distinta. Ya la primera vez que se vieron, Aida se quedó mirando su brazo amputado. Fue como si encontrase allí un punto de apoyo, como si hubiese estado nadando en las profundidades durante años y, por fin, hubiese alcanzado el fondo sobre el que afianzar el pie. Tal vez el brazo amputado de Agnes infundiese en Aida una sensación de seguridad. Tal vez hubiese visto cómo les amputaban los miembros del cuerpo a otras personas. Los que amputaban eran sus enemigos, los mutilados, los únicos en quienes podía confiar.

La mudez de Aida se debía a que había presenciado lo que nadie, y menos aún un niño, debería verse forzado a presenciar.

Ni siquiera cuando empezó a hablar contó nada sobre su vida. Era como si, poco a poco, estuviese liberándose de los últimos vestigios de vivencias horrendas y ahora, día a día, estuviese consiguiendo comenzar una vida digna de ser vivida.

En compañía de aquellas tres muchachas dirigía Agnes Klarström esa especie de pequeña institución, que recibía la ayuda de distintas instancias provinciales. Muchos pedían que les abriese las puertas a otras niñas que deambulaban por ahí al margen de la sociedad. Pero ella se negaba, no tendría las mismas posibilidades de ayudar ni de brindar seguridad si permitía que aquello creciera. Las muchachas que vivían con ella solían huir de vez en cuando, pero casi siempre regresaban. Se quedaban con ella mucho tiempo y, cuando por fin la dejaban para siempre, tenían otra vida a la que dedicarse. Pero nunca eran más de tres.

– Aquí podría tener mil niñas -aseguró-. Mil muchachas iracundas, abandonadas, de las que odian su soledad y su sensación de no ser bienvenidas en el lugar donde han de vivir. Mis niñas han aprendido que quien no tiene dinero, sólo merece desprecio. Mis niñas se cortan, clavan cuchillos en la carne de gente extraña pero, en el fondo, gritan de un dolor que no comprenden.

– ¿Cómo empezaste con esto?

Agnes Klarström señaló el brazo que yo le había amputado.

– Yo me dedicaba a la natación, como recordarás. Esa información debía de figurar en mi documentación. No sólo prometía, sino que podría haber llegado muy lejos. Haber ganado medallas. Te diré, sin acritud, que mi baza no eran las piernas, sino la fuerza de mis brazos.

Un joven con el pelo largo recogido en una cola de caballo entró en la habitación.

– ¡Ya te he dicho que llames antes de entrar! -le gritó-. Vuelve a salir y hazlo bien.

El joven retrocedió, se marchó, llamó a la puerta y volvió a entrar.

– Medio bien. Tienes que esperar hasta que te haya dicho que puedes entrar. Bueno, ¿qué quieres?

– Aida está enfadada. Anda amenazando a todo el mundo. Sobre todo a mí. A Sima dice que la va a ahogar.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. Me pregunto si no será que se aburre, simplemente.

– Pues eso es algo que tiene que aprender. Déjala.

– Quiere hablar contigo.

– Dile que ya voy.

– Es que quiere que vayas ahora mismo.

– Ya voy.

El joven se marchó.

– Un inútil -dijo con una sonrisa-. Creo que necesita a alguien detrás todo el tiempo. Pero no se toma a mal que lo reprenda. Siempre puedo achacar mi humor a lo del brazo. Lo conseguí a través de algún tipo de apoyo a la contratación. Sueña con participar en alguno de esos programas de televisión en los que se acuestan unos con otros ante las cámaras. Si no lo consigue, le gustaría ser, por lo menos, presentador de un programa. Pero eso de ayudarme en la sencilla tarea de ser el único hombre entre mis chicas es algo que lo supera. Así que no creo que Mats Karlsson haga ninguna carrera digna de mención en el mundo mediático.

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