Puse el coche en marcha. Los faros rasgaron la oscuridad.
– Quería que lo supieras -dijo-. Poco a poco.
– Tardaremos lo que tengamos que tardar -respondí-. Uno se acerca mejor a los demás si avanza despacio. Tanto en tu caso como en el mío. Si vamos demasiado deprisa, podemos colisionar o encallar.
– ¿Como en el mar?
– Aquello que no vemos solemos descubrirlo demasiado tarde. No sólo cuando se trata de las vías marítimas no marcadas, también cuando se trata de las personas.
Giré para salir a la carretera comarcal. ¿Por qué no le hablé de la catástrofe que me sobrevino a mí? Tal vez sólo por el cansancio y el desconcierto que los sucesos del último día habían provocado en mí. Se lo contaría, pero no en ese momento. Era como si aún estuviese viviendo el instante en que salía de mi agujero en el hielo, cuando intuí que había algo a mi espalda y descubrí a Harriet en la banquisa, apoyada en su andador.
Me encontraba en el corazón de los melancólicos bosques de Norrland. Pese a todo, la mayor parte de mí seguía en el agujero.
Cuando regresara, si todo seguía helado, me llevaría mucho tiempo volver a cavarlo.
Los faros del coche y las sombras bailaban una danza sobre la nieve.
Salimos del coche en silencio. El cielo estaba despejado y plagado de estrellas, hacía más frío: la temperatura empezaba a descender. Una luz tenue se filtraba por una de las ventanas de la caravana.
Cuando entramos, oímos enseguida que la respiración de Harriet no era normal. No conseguí despertarla. Le tomé el pulso, acelerado e irregular. Tenía el tensiómetro en el coche y le pedí a Louise que fuese a buscarlo. Tanto la tensión sistólica como la diastólica eran demasiado altas.
La llevamos a mi coche. Louise me preguntó qué le pasaba. Le respondí que debíamos acudir con ella a un servicio de urgencias donde pudieran examinarla. Tal vez le hubiese dado un ataque de apoplejía, o quizás el fallo tuviese que ver con su estado. No lo sabía.
Atravesamos la noche en dirección a Hudiksvall. El hospital nos aguardaba como un buque iluminado. Dos enfermeras muy amables nos recibieron en la ventanilla de admisión de urgencias. Harriet había recuperado la conciencia y el médico no tardó en empezar a examinarla. Aunque Louise me miraba inquisitiva, yo no revelé que también era médico o que por lo menos lo había sido. Sólo dije que Harriet tenía cáncer y que tenía los meses contados. Que tomaba analgésicos para el dolor y eso era todo. Anoté en un papel el nombre de los medicamentos y se lo di al doctor.
Esperamos mientras el médico, que tenía mi edad, terminaba su examen. Después dijo que pensaba retenerla allí en observación durante la noche. Nada de lo que había podido comprobar hasta el momento indicaba una crisis. Lo más probable es que fuese una recaída debida a su estado general.
Harriet había vuelto a dormirse cuando la dejamos para salir otra vez a la oscuridad de la noche. Eran más de las dos y el cielo seguía despejado. Louise se paró en seco.
– ¿Crees que va a morir? -preguntó.
– No creo que muera esta noche. Ella es de los que se hacen de rogar. Si ha sido capaz de atravesar la banquisa con un andador, es que aún le quedan muchas fuerzas. Creo que, cuando llegue el momento, nos avisará.
– Cuando tengo miedo, siempre me da hambre -dijo-. Otros se marean. Pero yo tengo que comer cuando estoy asustada.
Nos sentamos en el coche, ya frío.
Yo había visto una hamburguesería abierta a la entrada de la ciudad, y allí nos dirigimos. Había allí unos roqueros obesos y calvos que aún parecían anclados en los remotos años cincuenta. Estaban ebrios, todos menos uno que, según lo habitual, era el que conducía. Ante la puerta del establecimiento había un enorme Chevrolet reluciente. Al pasar ante ellos percibí el olor a gomina.
Oí con asombro que hablaban de Jussi Björling. Louise también se percató de que estaban borrachos al oír su estridente charla. Señaló discretamente a uno de los cuatro hombres, que llevaba aros de oro en las orejas, tenía un prominente estómago que le colgaba por encima de los vaqueros y restos de salsa de la ensalada en la comisura de los labios.
– Bror Olofsson -dijo en un susurro-. Esa banda se llama Bröderna Brothers. [4] Bror tiene una hermosa y melódica voz. Cuando era joven, solía cantar de solista en la iglesia. Pero cuando de adolescente se convirtió en roquero, dejó de cantar. Hay quien opina que podría haber llegado muy lejos, incluso a cantante de ópera.
– ¿Por qué no hay por aquí gente normal? -pregunté mientras elegía el menú-. ¿Por qué toda la gente a la que conozco aquí es rara? Italianos que fabrican zapatos o viejos roqueros que hablan de Jussi Björling…
– No hay gente normal -respondió Louise-. Ésa es una imagen distorsionada del mundo, en la que nos quieren hacer creer los políticos. Que nos hallamos inmersos en una masa infinita de normalidad, sin posibilidad ni voluntad para afirmarnos como diferentes. Se habla tan condenadamente de una normalidad que no existe. O tal vez sólo sea una excusa para que ciertos políticos puedan tratarnos de forma despectiva. He pensado a menudo que debería empezar a escribir cartas también a políticos suecos. A la tripulación secreta.
– ¿Qué tripulación?
– Yo los llamo así. Los que tienen el poder. Los que reciben mis cartas y no contestan nunca, salvo con fotografías de sí mismos como ídolos. La tripulación secreta del poder.
Pidió un plato llamado Kungsmål, mientras que yo me contentaba con una taza de café, una bolsa de patatas fritas y una hamburguesa. Louise estaba muy hambrienta. Parecía que quería comerse de golpe todo lo que tenía en la bandeja.
No era un espectáculo agradable de ver. Sus modales a la mesa me avergonzaban.
«Como una niña pobre», me dije. Recordé un viaje que hice a Sudán con un grupo de traumatólogos que debían estudiar el mejor modo de construir clínicas para aquellos que necesitaban prótesis tras haber resultado heridos por las minas antipersonas. Entonces vi cómo los niños pobres se lanzaban con violenta desesperación sobre la comida, unos granos de arroz, una pieza de verdura, tal vez una galleta procedente de algún país cooperante.
Aparte de los cuatro roqueros que, como hombres de las cavernas, habían surgido del pasado, también se encontraban en el local varios camioneros. Cabeceaban sobre las bandejas vacías como si estuviesen durmiendo o como si estuviesen considerando su propia condición mortal. Había además unas cuantas chicas, muy jóvenes, apenas mayores de catorce o quince años. Hablaban entre susurros, hipando a veces de risa para luego seguir con sus cuchicheos. Yo recordaba aquello, aquellas confesiones imperturbables que, en la adolescencia, uno era capaz de hacer y escuchar. Prometíamos un silencio que no tardábamos en quebrantar, jurábamos mantener unos secretos que difundíamos tan pronto como se nos presentaba la ocasión. En cualquier caso, aquellas chicas eran demasiado jóvenes para estar en aquel local a medianoche. Me irrité. ¿No deberían estar durmiendo? Louise siguió mi mirada. Ya había devorado su bandeja, antes de que yo le hubiese quitado la tapa al vaso de plástico de mi café.
– No las había visto antes -aseguró-. No son de por aquí.
– ¿Acaso conoces a todos los habitantes de la ciudad?
– No, pero lo sé.
Intenté tomarme el café, pero sabía demasiado amargo. Pensé que deberíamos volver a la caravana y dormir unas horas, antes de que llegase el momento de regresar al hospital. Pero nos quedamos allí sentados hasta el amanecer. Para entonces, los roqueros se habían marchado. Y también las dos chicas. No me di cuenta de cuándo desaparecieron los camioneros. De repente, ya no estaban allí. Tampoco Louise advirtió su partida.
– Hay personas que se comportan como aves migratorias -afirmó-. Las grandes bandadas que vuelan hacia el sur o hacia el norte siempre lo hacen de noche. Y éstos volaron de aquí sin que nos diésemos cuenta.
Louise tomaba té. Los dos hombres de color que había detrás de la barra hablaban un sueco impenetrable que, poco a poco, se transformó en una lengua muy melódica, pero que a mí me sonó a melancolía. De vez en cuando, Louise me preguntaba si no deberíamos volver al hospital.
– Tienen tu número de teléfono por si ocurriese algo -la tranquilicé-. Así que podemos quedarnos aquí.
En realidad, teníamos pendiente una conversación interminable, una crónica que abarcaba casi cuarenta años. ¿Y si aquel restaurante, con sus luces de neón y su olor a fritura era el marco que necesitábamos?
Louise continuó hablando de su vida. Hubo un tiempo en que soñó con ser escaladora. Cuando le pregunté por qué, me respondió que porque tenía miedo a las alturas.
– ¿Tiene eso algún sentido? ¿Colgarse para trepar por escarpadas laderas cuando, en realidad, te asusta subirte a una escalera?
– Pensé que le sacaría más partido que quienes no sufren vértigo. Lo intenté en una ocasión, en Laponia. No era una montaña muy escarpada. Pero mis brazos no eran lo bastante fuertes. Así que abandoné mi sueño de escaladora entre el brezo de aquellas rocas. Aproximadamente a la altura de Sundsvall, dejé de llorar la pérdida de mi sueño y decidí sustituirlo por el de aprender a hacer juegos malabares.
– ¿Y qué tal te fue?
– Aún soy capaz de mantener en el aire tres bolas a la vez durante bastante tiempo. O tres botellas. Pero nunca llegué a ser tan buena como pretendía.
Esperé a que continuase. Alguien abrió la chirriante puerta del restaurante y una corriente de aire frío se coló antes de cerrarla de nuevo.
– Creí que jamás encontraría lo que buscaba -confesó-. Entre otras razones, porque jamás supe exactamente qué quería. O tal vez sea más apropiado decir que sabía lo que quería pero, también, que no lo encontraría jamás.
– ¿Un padre?
Louise asintió.
– Intentaba encontrarte en mis juegos. Cada undécimo hombre con el que me cruzaba por la calle, era mi padre. Al trenzar una corona de flores en la noche de San Juan, no soñaba con quién sería el hombre de mi vida. En cambio, me dediqué a trenzar una cantidad infinita de coronas de flores con el deseo de verte. Pero tú no aparecías nunca. Recuerdo una ocasión en que me encontraba en una iglesia en cuyo altar había un cuadro que representaba a Cristo flotando en el aire y rodeado de un resplandor que surgía desde sus pies. Dos soldados romanos se arrodillaban atemorizados por haberlo clavado en la cruz. De repente tuve la certeza de que tú eras uno de esos soldados. Tu rostro sería como el suyo. De modo que la primera vez que te vi llevabas la cabeza cubierta por un yelmo.