– No vienen. A mi tío no le gustan las prostitutas. No quiere que entren en su tienda.
Mentía. El ambiente era bastante fresco dentro de la tienda, pero John estaba sudando.
– En realidad estoy buscando a una prostituta llamada Tina. ¿La conoces?
– No, ya le he dicho que las prostitutas no vienen aquí.
– Pero es posible que hayas visto a la mujer que busco. Estaba llamando por teléfono en esa cabina -la señaló-, hace un rato.
El joven volvió a encogerse de hombros.
– Mucha gente usa esa cabina. ¿Cómo es?
Santos describió a Tina, observando detenidamente a John, que lo miraba impasible.
– Ahora que lo pienso -dijo al fin-, he visto a una mujer que encaja con la descripción. Terminó de llamar por teléfono y se marchó.
– ¿Sí?
– Sí. Iba de camino a Saint Peter.
Había algo raro en su voz, entre atemorizado y ligeramente divertido. Santos señaló una puerta que había en la parte trasera de la tienda.
– ¿Qué es eso?
– El almacén.
– ¿Te importa que eche un vistazo?
John dudó y se encogió de hombros.
– Claro que no. Adelante.
– Tú primero.
Santos lo siguió, con una extraña sensación. Se dijo que podía no significar nada, pero se resistía a creer que su instinto estuviera fallando.
Aquello lo devolvía a Tina. No sabía dónde podía estar.
El chico abrió la puerta de la trastienda. Estaba vacía, con excepción de las cajas que había en los estantes y en el suelo. Santos echó un vistazo, apartando las cajas en busca de puertas.
Encontró una. El cartel de salida que había encima de la puerta estaba quemado, y había varias cajas delante.
– Adónde conduce esta puerta?
– Al callejón. No la usamos nunca -le señaló unas teclas que había en la pared-. Tiene apertura electrónica, sólo desde el interior. Los ladrones entraron varias veces por ahí para robar. Ya es suficiente que entren por la puerta principal. Pero a eso ha venido, ¿no, detective Santos? -se cruzó de brazos-. Porque ha habido robos en la zona.
– Exactamente -se volvió hacia él y sonrió-. Creo que eso es todo. Me has ayudado mucho. Muchas gracias.
John lo acompañó a la puerta y abrió.
– ¿Sabes? -le dijo Santos-. Es peligroso bloquear la salida de emergencia. Si viniera una inspección podríais tener problemas.
– Hablaré con mi tío.
– De acuerdo, John.
– Espero que capturen a los ladrones.
– Los capturaremos -le dijo mirándolo a los ojos-. Siempre lo conseguimos.
Salió a la calle, y John cerró la puerta tras él. Santos se volvió y miró al joven, que seguía contando el dinero.
Entrecerró los ojos. Había algo muy raro en todo aquello. Pero era muy posible que lo que se trajera el dependiente entre manos no tuviera nada que ver con Tina, y ella era la prioridad en aquel momento.
Aunque también era posible que sus mentiras estuvieran relacionadas con Tina. No había dicho la verdad sobre las prostitutas y la tienda. Estaba seguro. Aquello lo incomodaba enormemente.
Maldijo, consciente de que los segundos iban pasando. Tina podría haberse marchado. No le sorprendería que lo hubiera hecho; no era la persona más estable del mundo. Pero estaba asustada, muy asustada. Y sabía que él corría a su encuentro, así que no tenía motivos para marcharse.
Caminó hasta la esquina y miró la calle Saint Peter. El dependiente le había dicho que se había marchado por allí. Empezó a caminar en aquella dirección, pero se detuvo en seco al recordar las palabras textuales del joven: «Iba de camino a Saint Peter».
San Pedro. El santo que custodiaba las puertas del cielo. El santo que consultaba el historial y decidía si el alma era suficientemente pura para atravesar las puertas.
Aquel muchacho enviaba a Tina a ver a San Pedro.
Santos giró y corrió hacia la tienda. Se agachó al llegar; no quería que John lo viera. Deseaba poder llamar para pedir refuerzos, pero no se atrevía a alejarse. Cada segundo era crucial, si no era ya demasiado tarde.
Cuando llegó a la esquina, un Buick de último modelo salía por el callejón. Sus ojos se encontraron con los del conductor. Era el chico de la droguería.
Santos sacó la pistola, se puso en mitad de la calle y gritó:
– ¡A1to!
En aquel momento, John pisó a fondo el acelerador, hacia él.
Santos se apartó del camino y disparó. Una vez, y después otra. El coche perdió el control, atravesó las puertas del convento y fue a chocar contra una estatua, que cayó contra el parabrisas, destrozándolo.
Alguien gritó. La gente salió de todas partes, ávida por ver lo que ocurría.
Santos corrió hacia el vehículo.
– Policía -gritó, mostrando su placa-. Llamen a la policía. Que alguien traiga una ambulancia.
Llegó al coche. El maletero se había abierto por el impacto. Dentro, atada como un cordero dispuesto para el sacrificio, estaba Tina.
Santos sintió que se le doblaban las rodillas de alivio. Estaba viva.
La popularidad del «Jardín de las delicias terrenales» aumentaba todas las noches. A Liz no le había molestado la crítica negativa del Times Picayune, ni el escándalo de Santos y Hope, que salpicaba los medios de comunicación. Tanto Liz como su establecimiento salían una y otra vez en televisión y en prensa.
El restaurante tenía tanto éxito que apenas podía respirar. Por suerte, en aquel instante se encontraba en una de las horas más tranquilas, entre la comida y la cena, y disfrutó de ello. Se sentó en uno de los taburetes de la barra del bar y suspiró.
El encargado le llevó un té de hierbas.
– El éxito resulta muy cansado.
– Pero no está mal, Darryl. Nada mal.
– No me quejo. Las propinas han sido maravillosas, y lo creas o no hemos vuelto a salir en los periódicos -sonrió.
– ¿Otra vez? -preguntó, mientras se quitaba los zapatos.
Darryl le dio el ejemplar de la prensa.
– Esta vez te llaman «la propietaria del elegante y popular restaurante Jardín de las delicias terrenales».
Darryl sonrió de nuevo y volvió a la barra para atender una de las peticiones de las camareras.
Liz tomó un poco de té, leyó el artículo y sonrió. Resultaba increíble que un acto de conciencia hubiera tenido tal repercusión. No esperaba nada a cambio de su sinceridad, excepto dormir por las noches, pero no le importaba el éxito derivado.
Estaba tan encantada que a veces quería dar palmas y reír. Había levantado aquel lugar por sus propios medios. Tal y como había dicho Santos, había logrado hacer algo importante, algo que ayudaba a la gente en cierto sentido.
Su vida había dado un cambio positivo. Y habría sido perfecta de haber conseguido el amor de Santos.
– Hola, Liz.
Liz se sorprendió. Era la voz de Glory. Parecía incómoda, pero decidida a hablar con ella. Las últimas semanas no debían haber resultado fáciles para su antigua amiga. Sus ojos denotaban tanto cansancio como tristeza.
No resultaba precisamente agradable descubrir que Hope había sido una especie de monstruo.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Podemos hablar? Por favor.
– No sé qué diablos tenemos que hablar tú y yo.
– Tenemos que hablar sobre el pasado, sobre nosotras.
De forma repentina, los ojos de Liz se llenaron de lágrimas. Pero hizo un esfuerzo por controlarse.
– Ya no somos amigas.
– Pero lo fuimos, hace mucho tiempo. Por favor.
– Muy bien, como quieras.
Liz se levantó del taburete y le indicó a Darryl que estaría en el despacho si la necesitaba.
– Tu restaurante es maravilloso, Liz, y he oído que la comida también lo es. Felicidades.
– Gracias.
Una vez dentro del despacho se cruzó de brazos y miró a Glory. Pero no le ofreció que se sentara.
– Hay tantas cosas que quiero decirte que no sé por dónde empezar. Supongo que lo primero debería ser pedirte disculpas. Nunca pensé que mi madre pudiera hacerte daño. Debí haberlo sospechado, pero obviamente no la conocía tan bien como pensaba. En el fondo, nadie la conocía. En fin, imagino que habrás leído las noticias.
– Sí.
– Siento mucho no haberme quedado a tu lado. No supe demostrarte lo mucho que te quería. No supe demostrarte que eras mi mejor amiga. Tenía tanto miedo de Hope que olvidé todo lo demás, Aquel día se me rompió el corazón.
Liz lo comprendía muy bien, aunque habría preferido no hacerlo. Aquel día también se le había roto el corazón a ella.
Caminó hacia su escritorio y cerró los ojos un instante. Tal vez fuera una idiota, pero después de lo que había leído sobre Hope Saint Germaine no podía evitar sentir lástima por Glory.
Comprendía que tuviera miedo de aquella mujer.
– También he venido para darte las gracias por lo que hiciste por Santos.
La simple mención de aquel nombre bastó para poner tensa a Liz.
– No lo hice por él -espetó, irritada-. Ni lo hice para que pudierais vivir felices el resto de vuestras vidas.
– No dejé nunca de amarlo, Liz. Nunca.
La vehemencia de Glory la sorprendió. Había una emoción verdaderamente profunda en sus palabras. Una emoción que no podía pertenecer a una niña rica, mimada y egoísta. Entonces recordó el pasado y pensó en dos jovencitas que reían y jugaban juntas en el colegio. Recordó que una de ellas había conocido a un chico y que decía que estaba destinada a él.
Tal vez tuviera razón.
Liz apartó la mirada y miró el reloj para disimular su tristeza.
– Si eso es todo, tengo que volver al trabajo.
– Gracias por haberme escuchado, Liz. Gracias. Sé que estás muy ocupada. Yo misma encontraré la salida.
Liz la observó mientras se marchaba. Esta vez desaparecería de su vida para siempre.
Pero no podía permitir que se marchara sin decir toda la verdad.
– ¡Glory!
Glory se detuvo y la miró.
– Aquel día en el colegio yo también cometí un tremendo error. Tu madre me dijo que intercedería ante la hermana Marguerite si le contaba todo sobre vosotros -declaró-. Intenté justificarme pensando que ya sabía que erais amantes, pero en el fondo sabía que no era así. Tenía miedo, Glory. Yo también tenía miedo de tu madre, miedo de perder mi beca, de enfrentarme a mi padre.
– Entonces sólo tenías dieciséis años. Las jovencitas se asustan con facilidad.
– Y las que no somos tan jovencitas -sonrió Liz, mirándola-. Pero eso es agua pasada, Glory. Y creo que debemos olvidarlo.
John Francis Bourgeois, el chico de la droguería, fue arrestado y acusado por los asesinatos de las ocho jóvenes. Las pruebas contra él eran contundentes. Tanto las marcas de las manzanas como la prueba del ADN lo demostraban. Y por si fuera poco los análisis de sangre, las huellas dactilares y las diversas fibras y pelos encontrados hablaban en su contra.