Había sido su hogar.
Santos miró al albacea sin poder creer lo que había oído.
La casa de River Road se había convertido en la mansión de Glory, y ya no podría volver nunca a su hogar.
Hasta entonces no se había dado cuenta de lo importante que era aquella casa en su vida.
Miró a Glory. Al parecer ella también estaba sorprendida. Al sentir su mirada lo observó como disculpándose.
Lo último que necesitaba Santos era la simpatía o la lástima de aquella mujer. Ya se sentía suficientemente mal después de haberle demostrado que la deseaba, después de haber hecho el amor con ella.
Por desgracia, desde el día en que se acostaron juntos la deseaba aún más. El simple hecho de verla se había convertido en una verdadera tortura. Y no podía hacer nada. Glory Saint Germaine era territorio prohibido.
Veinte minutos más tarde salieron del pomposo despacho del albacea y se dirigieron a los ascensores. Santos la miró y dijo:
– Felicidades.
– Gracias. Yo… Lo siento. No tenía idea de que planeara… No lo esperaba.
– Olvídalo -dijo, en el preciso momento en que se abría el ascensor-. No sé qué habría hecho con la mansión si me la hubiera dejado.
– Podrías haberla vendido.
– No, jamás. De todas formas, no podría mantenerla con mi sueldo de policía. Es mejor que la tengas tú.
Glory tocó su brazo con suavidad, pero Santos se apartó.
– Sé que amas esa casa. Sé que la querías.
– ¿Ahora te dedicas a leer las mentes de los demás?
– No es necesario. El día que estuvimos en River Road pude ver la expresión de tus ojos. Y he observado tu gesto cuando supiste que Lily me la había dejado en herencia.
– Tú también la quieres -se encogió de hombros-. Qué más da.
Una vez abajo, cruzaron el vestíbulo en dirección a la Salida.
– Me preguntaba una cosa -dijo Glory.
– ¿Qué?
– Doce años atrás mi madre necesitó un préstamo familiar para pagar las deudas del hotel, Al menos fue lo que dijo entonces. Lo supe cuando me hice cargo del Saint Charles. Era una suma bastante importante. No pregunté nada porque entonces creía que su familia existía, y que era muy rica.
– Lily era su única familia.
– Exacto. Entonces, ¿de dónde sacó el dinero?
– ¿Cuánto era, exactamente? -frunció el ceño.
– No lo sé, tendría que revisar la contabilidad. Pero creo que varios cientos de miles de dólares. Cuatrocientos… No, quinientos mil.
– ¿Cuándo fue? ¿Lo recuerdas?
– Hace diez años, casi once. El año en que… El año en que murió mi padre.
1984. El año en que se habían conocido. El año en que descubrió que Lily era la madre de Hope. El año en que, repentinamente, Lily empezó a tener problemas económicos.
Él no se había ocupado nunca de los asuntos económicos de Lily, y no había hecho preguntas al respecto. No era asunto suyo, ni le importaba en modo alguno su hipotética riqueza.
Sin embargo, ya entonces le había parecido extraño que empezara a tener problemas cuando siempre había vivido de forma más que desahogada. No se había preocupado nunca por el dinero, y estaba acostumbrada a comprarse todo lo que le apeteciera.
Pero las cosas habían cambiado de forma súbita. Lily empezó a controlar los gastos, dejó de donar fuertes sumas a organizaciones de solidaridad, dejó de permitirse caprichos y hasta dejó de ir al cine.
Las piezas encajaban. Lily habría hecho cualquier cosa por su hija, incluso empeñarse hasta las cejas. Ahora comprendía qué significaban aquellos sobres que entregaba a Hope Saint Germaine. Tras la traición de Glory lo había olvidado por completo. Eran cheques. Pero aún no sabía qué le entregaba Hope a cambio.
– ¿Qué sucede, Santos?
Santos parpadeó. Se había olvidado de todo lo demás.
– Oh, estaba pensando -sonrió, ausente-. Estoy cansado. Ha sido una mañana muy larga.
El detective abrió una de las enormes puertas de cristal y la mantuvo así para permitir que Glory saliera. Había empezado a lloviznar, y se subió el cuello de la chaqueta.
– ¿Dónde has aparcado el coche?
– Un poco más arriba.
– El mío está aquí mismo. ¿Quieres que te lleve?
Glory dudó, pero negó con la cabeza.
– No, gracias, no está tan lejos.
– Si estás tan segura… tengo que marcharme.
– Estoy segura.
Santos se alejó, pero apenas había dado unos pasos cuando oyó que lo llamaba.
– ¿De dónde crees que sacó mi madre ese dinero? -preguntó Glory.
Santos aún no estaba seguro. Lo sospechaba, pero a pesar de todo se encogió de hombros y disimuló. No quería decir nada, al menos de momento.
– No lo sé, Glory. Tal vez deberías preguntárselo a ella.
Hope miró a Víctor Santos con disgusto. Lo recorrió lentamente con la mirada y sonrió con frialdad, sin tomarse la molestia de ocultar lo que sentía.
– ¿Qué puedo hacer por usted, detective? Tengo entendido que ha venido en calidad de policía.
Santos levantó una ceja, divertido.
– ¿Le ha dicho eso el ama de llaves? No sé de dónde habrá sacado tal idea. Lo siento, pero esta visita es estrictamente personal.
Hope reforzó su aire de superioridad divertida y señaló la puerta con un gesto.
– Entonces, le ruego que se marche.
– No creo que quiera que me vaya -entró en el vestíbulo y miró a su alrededor sin disimular la curiosidad-. Es una cabaña muy acogedora.
Seguía hablando con sarcasmo, sin tomársela en serio. Hope cerró fuertemente los puños, furiosa por tener que soportar su compañía por el hecho de que fuera agente de policía. Si no lo fuera, no lo habría recibido.
– No tengo nada que decirle.
– Eso lo veremos -la miró a los ojos-. Tengo algo que creo que puede interesarle.
– Dudo que me interese nada que usted tenga que decir -se cruzó de brazos, sintiendo curiosidad a pesar de sí misma-. Pero si insiste en seguir con este ridículo jueguecito, le concederé un minuto.
– Insisto -sonrió Santos-. ¿Se ha enterado de que su madre ha muerto?
– Por supuesto -dijo con un tono que no dejaba duda de lo poco que le importaba.
Observó en la forma en que Santos apretaba los labios que había conseguido lo que se proponía.
– Ha dejado a Glory la casa. El sitio en que pasó la niñez. ¿También sabe eso?
Lo sabía. Cuando Glory se lo contó sintió deseos de matar a Víctor Santos. Seguía sintiéndolos. Había pasado toda su vida intentando proteger a Glory contra el legado de las Pierron, y ahora, por culpa de aquel hombre, su hija era la dueña de la casa del pecado.
– A mí me ha dejado todo lo demás -prosiguió Santos.
– Ya me he enterado. No me dice nada nuevo, detective, así que si no hay nada más… -miró el reloj, impaciente-. Se le ha acabado el tiempo.
Empezó a caminar hacia la puerta, pero él no la siguió. Abrió de par en par y se volvió para mirarlo.
– Que tenga un buen día, detective -dijo deseosa de arrancarle la sonrisa de la cara.
– ¿Tiene quinientos mil dólares a mano, señora Saint Germaine?
Se quedó congelada. El muchacho diabólico rió. La oscuridad podía asumir muchas formas.
– Exactamente -dijo Santos-. Un fantasma de su pasado ha vuelto para acosarla.
Hope se esforzó por conservar la calma.
– No sé de qué me habla -dijo con frialdad.
– ¿No? -dijo un paso hacia ella-. ¿Qué hay de tres pagarés en los que promete devolver, cuando se le solicite, la suma de quinientos mil dólares? ¿Le he refrescado suficientemente la memoria?
Dio otro paso hacia ella. Hope dio un paso atrás. Su corazón latía con fuerza. El sol le daba en la espalda.
– Lily la ayudó a salir de un embrollo bastante caro en 1984, ¿no? -prosiguió Santos-. El hotel estaba endeudado. Lily tuvo que gastarse prácticamente todo lo que tenía, pero le dejó ese dinero. Yo hice las tres entregas cada vez que usted me mandaba a ella con uno de esos pagarés -entrecerró los ojos-. Usted sabía que nunca intentaría pedirle que le devolviera el dinero. Sabe que lo único que quería era pasar un poco de tiempo con usted. Me pongo enfermo cuando pienso en lo mucho que la quería y lo mal que usted la trató.
– Exactamente -dijo Hope, levantando una ceja con arrogancia-. Nunca intentó pedirme que le devolviera el dinero. Ahora todo ha terminado, porque ha muerto.
– Lo siento, pero las cosas no funcionan así. Los pagarés son como las acciones, los bonos y otros activos negociables. Se pueden transmitir.
Hope empezó a sudar. El sol le resultaba insoportable en la espalda. La sangre bullía en su cabeza, cerrándola a todos los sonidos con excepción de la voz de Santos.
– Ya pagué mi deuda con ella -le dijo, temblorosa-. Le di el tiempo que quería.
– No le dio nada -cerró los puños-. Se fue a la tumba añorando el perdón y el amor de su hija, pero usted no pudo concederle ni siquiera eso. Ni siquiera le hizo una breve visita al hospital.
– No puede demostrarlo. No puede demostrar que no…
– Pero tengo los pagarés. Los he heredado -se inclinó hacia ella-. Si hubiera pagado su deuda, ella se los habría devuelto.
Hope se llevó una mano a la garganta.
– ¿Qué quiere de mí?
Santos levantó las cejas, como si estuviera sorprendido.
– Qué cosas tienes, Hope, cariño. Quiero mi dinero.
Hope dio otro paso atrás, y la luz del sol la golpeó en los ojos.
– ¡Bastardo!
Santos rió.
– Parece que últimamente me llaman bastardo muy a menudo. Y siempre lo hace una Saint Germaine.
Hope no soportaba el sol y el calor. Entró en el fresco y oscuro vestíbulo. Se esforzó por recuperar el aliento, dándose cuenta de lo atemorizada que estaba. No tenía quinientos mil dólares. No los tenía.
Hope se frotó los brazos, repentinamente helada.
– ¿Cómo puedo saber que los pagarés no son falsos? ¿Cómo puedo saber que los tienes?
– Te aseguro que no son falsos, y creo que lo sabes tan bien como yo -se metió las manos en los bolsillos-. Los tiene mi abogado -sonrió al ver su expresión-. Sí, claro que he hecho mis deberes. He contratado a un buen abogado. Habrás oído hablar de Hawthorne, Hawthorne y Steele, ¿no? Pues ponte en contacto con el señor Steele. Es el mejor abogado de la ciudad, tal vez de todo el sur de los Estados Unidos.
Hope empezó a temblar. Había oído hablar de Kenneth Steele. En efecto, era el mejor.
– No importa -dijo-. No tengo el dinero.
– Pero puedes conseguirlo. A fin de cuentas, Lily lo consiguió -miró a su alrededor-. Y vivía con menos lujos.