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Tener una amiga era una experiencia nueva para Glory, una experiencia que le encantaba. No había imaginado que pudiera ser tan maravilloso, ni tan divertido. Hasta que conoció a Liz siempre había estado sola, aunque no se diera Cuenta.

Sin embargo, la dominaba el temor de que su madre pudiera enterarse e intentar destruir su amistad o hacer algo para volver a su amiga contra ella. La idea de perder a Liz la atormentaba. Ya no soportaba estar sola.

En cualquier caso, sus preocupaciones carecían de fundamento. Hope sabía perfectamente que se había hecho muy amiga de Liz. En la academia no ocurría nada que ella no supiera. Había averiguado que Liz era una chica educada, aplicada en los estudios, tímida y no demasiado agraciada; desde luego, no era el tipo de chica que se dedicaba a perder el tiempo coqueteando con chicos.

En resumen, no tenía nada en contra de la joven. Bien al contrario, la amistad de las dos chicas podía resultar muy satisfactoria: Liz se encontraba en la academia gracias a una beca de estudios, y la dirección del colegio podía retirársela en cuanto Hope quisiera. No en vano, era una de las mayores benefactoras de la institución.

De todas formas esperaba no tener que llegar tan lejos. Había decidido que Liz Sweeney era una buena influencia para su hija. Desde que estaban juntas sus notas habían mejorado, al igual que su comportamiento, de manera que hizo saber a Glory que podía invitarla a ir a su casa cuando quisiera.

Capítulo 21

Philip Saint Germaine estaba sentado tras su enorme escritorio. La mesa, que tenía ochenta años y era de madera de ciprés, había pertenecido a cuatro generaciones de su familia. La época en que la hicieron sólo se consideraban maderas el nogal, el roble y la caoba, pero su abuelo había insistido en usar madera de ciprés, más común en la zona. siempre decía que había que rodearse de cosas familiares, porque el corazón de un hombre, y su fuerza, estaba donde tuviera su hogar.

Philip pasó una mano por encima del escritorio, pensando en las palabras de su abuelo. Sobre la mesa había unas cuantas fotografías enmarcadas. Entre ellas se detuvo a contemplar la de Hope, de los primeros años de su matrimonio. Al hacerlo lo dominó una profunda amargura. No comprendía qué había sucedido con la mujer amable y cariñosa que había conocido, con la joven de la que se había enamorado.

Por desgracia había perdido toda ilusión con respecto a su esposa. Suponía que todo había empezado cuando rechazó a su hija recién nacida, aunque durante un tiempo fue capaz de convencerse de que su perfecta y feliz existencia no había comenzado a derrumbarse ante sus ojos.

Apartó la vista de la fotografía, dolido, y dio la vuelta a la silla para mirar por la ventana, hacia el jardín.

Ya no la amaba. Hacía mucho tiempo que no la amaba.

Pero a pesar de ello, Hope tenía mucho poder sobre él. Un poder del que no había podido escapar, y que no tenía nada que ver ni con el amor, ni con la familia, ni con el respeto mutuo. No, era algo mucho más básico. Era de carácter sexual. No había podido liberarse del deseo casi adolescente que sentía por ella, por mucho que lo hubiera intentado.

Había intentado mantener aventuras con otras mujeres. Y no precisamente porque le aburriera la vida sexual con su esposa, sino para librarse de aquella especie de esclavitud. Desafortunadamente, ninguna otra mujer lo saciaba. Ni siquiera los abusos constantes a los que sometía a su hija habían conseguido romper el deseo que sentía hacia Hope. Aunque había destruido todo lo demás, incluida su autoestima.

En lo relativo a su esposa era un hombre débil e impotente. Y con su actitud sólo había logrado que al final su propia hija se distanciara de él.

Amaba a Glory con todo su corazón, y echaba de menos su cariño. Ahora, apenas lo miraba. Y cuando lo hacía sólo veía furia en sus ojos. Rabia y piedad.

Se levantó y caminó hacia la puerta. Acto seguido, se dio la vuelta y regresó al escritorio. Al menos tenía el hotel, el único motivo del que podía enorgullecerse.

Pero estaba a punto de perderlo.

Se pasó las manos por el pelo, temblando. Se sentía culpable de la situación en la que se encontraba. No podía responsabilizar a su esposa, ni a ninguna otra persona. Había olvidado las enseñanzas de su padre, que siempre le aconsejaba invertir con cautela y no implicar, por ningún motivo, la fortuna familiar.

Nueva Orleans había sufrido un fuerte crecimiento económico en la época en que decidió renovar el hotel, y el prometido aumento de turistas, unido al aumento del precio del petróleo, parecían augurar buenos tiempos.

Todo el mundo había ganado mucho dinero. Muchísimo dinero. Philip, como muchos otros hombres de negocios, se dedicaba a viajar en limusina. Era la época de los excesos. Una época en la que no había considerado un riesgo gastar medio millón de dólares en la renovación del hotel. En aquel momento le pareció una necesidad ante la creciente competencia hotelera, y se había confiado al pensar que podría contar los gastos con el crecimiento de la ocupación.

Por desgracia, no tenía dinero para pagar los préstamos. El precio del petróleo se había derrumbado, y el mercado con por si fuera poco, el cacareado crecimiento económico de Nueva Orleans había demostrado ser otra mentira, otro sueño especulativo de los grandes intereses financieros. Todos los días quebraba alguna empresa y los turistas ya no viajaban la ciudad. La ocupación del hotel había caído al treinta por ciento, y los bancos ya no le concedían más tiempo para pagar los créditos. Exigían un dinero del que no disponía.

– ¿Philip?

Hope se encontraba en el umbral del despacho. Llevaba bata de seda, morada. Se había soltado el pelo, que le caía sobre los hombros como un halo. Estaba muy atractiva.

– Llevas horas encerrado…

– ¿De verdad?

– Sí -respondió, mientras caminaba hacia él-. ¿Qué sucede?

– Tenemos problemas. Financieros.

Hope palideció.

– ¿Qué quieres decir?

– Los bancos exigen que pague los créditos, y no tengo dinero.

– ¿Cuánto debemos? -preguntó, horrorizada.

– Quinientos mil dólares.

– No es mucho dinero. Estoy segura de que lo conseguiremos. Alguien puede prestárnoslo, no sé…

– No lo conseguiremos.

– ¿No? Tiene que haber algo que podamos vender. Acciones, o bonos, o algo así.

– Sólo tenemos la casa, tus joyas, las obras de arte y varias propiedades en la ciudad. Invertí mucho dinero en inmobiliarias, pero ha resultado un fracaso.

– Véndelas. Vende las propiedades, Philip, antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Crees que no he pensado en ello? No valen lo que pagué por ellas. Una multinacional me ha ofrecido hacerse cargo de las deudas a cambio de quedarse con la mitad del hotel.

– Oh, Dios mío… Seremos el hazmerreír de toda la ciudad…

– De todas formas, no acepté la proposición.

– ¿La rechazaste? ¿Y qué vamos a hacer?

– El hotel es todo para mí, Hope. No podemos perderlo -la miró fijamente-. Ni siquiera en parte.

Philip caminó hacia ella y se detuvo a escasos centímetros antes de continuar hablando.

– Tenemos tus joyas, las obras de arte y el Rolls Royce. Tenemos la mansión y la casa de verano.

– ¿Qué intentas decirme?

– Que debemos vender todo lo que podamos.

– Dios mío. ¿Cómo podré mirar a la cara a mis amigas? ¿Qué les diré?

– ¡Me importa un bledo lo que piensen tus amigas! -exclamó, irritado con su actitud.

– No me hables en ese tono, Philip. Yo no soy la culpable de este desastre.

– No, claro que no, tú no eres culpable de nada -espetó con ironía.

– Dijiste que cuidarías de mí. ¿Cómo te atreves a pedirme que venda la casa y mis joyas? ¿Dónde viviremos? ¿Y qué hay de Glory? ¿Qué hay de su futuro?

Sus injustas palabras lo hirieron tanto que se apartó de ella y permaneció en silencio un buen rato antes de contestar.

– Te he cuidado toda la vida. En cuanto a Glory, siempre he cuidado de su bienestar y seguiré haciéndolo.

– ¿Cómo? ¿Vendiendo la casa?

– No tenía intención de venderla, sino de alquilarla o algo así. De todas formas no acabaríamos debajo de un puente, te lo aseguro.

– ¿Y cuánto tiempo estaríamos fuera? ¿Dos semanas? ¿Dos años? ¿Diez?

– Ya basta, Hope.

– ¿Cómo has podido permitir que sucediera algo así? Eres un hombre estúpido. ¿Cómo has podido ser tan idiota?

Philip agarró las manos de su esposa y entrecerró los ojos.

– ¿Has olvidado ya tus votos nupciales? ¿No decían algo como que tenías que apoyarme en los buenos tiempos y en los malos? Será mejor que corras a confesarte. Tu alma corre el peligro de arder en el infierno.

– Sigue, no te detengas. Sigue blasfemando. De todas formas rezaré por ti.

– Venderemos la casa de verano y alquilaremos la mansión la hipotecaremos. También nos libraremos del Rolls, y si es necesario, de las obras de arte y de tus joyas. No tenemos otra opción.

– ¿Y qué hay de la oferta de la multinacional? ¿No podría…?

– No. Buenas noches, Hope.

– ¿Philip? -preguntó en un murmullo-. Mírame.

Philip reconoció de inmediato aquel tono de voz. Sólo lo llamaba de aquel modo cuando deseaba algo. La miró, incapaz de detenerse.

Hope dejó caer la bata al suelo. El camisón transparente llevaba debajo no dejaba demasiado a la imaginación. Podía contemplar, perfectamente, sus oscuros pezones, sus caderas, su cintura y su pubis.

– Ven aquí…

Philip obedeció. Hope acarició sus hombros con suavidad y su esposo se excitó de inmediato. La atrajo hacia sí con fuerza. Hope gimió, como siempre hacía; era un sonido que lo perseguía en sus sueños, y en sus pesadillas.

– Tenemos otra opción -declaró su esposa con sensualidad calculada, sin dejar de besarlo-. Acepta la oferta de la multinacional. Aún tendrías el control del cincuenta por ciento. No sería tan malo… ¿Qué puedo hacer para convencerte?

Philip sabía que lo estaba manipulando de la forma más burda, pero necesitaba poseerla allí mismo, sobre el escritorio.

Hope le bajó la cremallera de los pantalones e introdujo su mano. Philip se estremeció. Sabía que si accedía a sus deseos podría tenerla durante una temporada, hasta que decidiera que ya no estaba en deuda con él, y la odiaba tanto como la deseaba.

Pero el mayor de los odios lo reservaba para él mismo.

– Podríamos decir que estabas cansado del trabajo. Que no tienes ningún hijo que pudiera hacerse cargo de hotel y que decidiste delegar parte de la responsabilidad -continuó ella-. Sería una solución perfecta, ¿no lo comprendes? Podríamos estar así.., todo el tiempo.

20
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