– No creía que me hubiera reconocido. Ha pasado mucho tiempo.
– ¿No sabe quiénes somos? -preguntó Nixon Chen con sorpresa fingida-. Todos aquí fueron asociados en Phillips, MacKenzie y Stout.
David examinó los rostros y de repente empezó a reconocer a viejos amigos, pero muchos de ellos seguían siéndole extraños; debían de haber trabajado en el bufete cuando él ya se había ido.
– Hay más aquí en Pekín, ¿sabe? -dijo Nixon-. Todos los que pueden vienen a comer aquí. Algunos sábados nos reunimos hasta treinta abogados.
– ¿Estuvieron todos juntos en el campo y en el bufete? -preguntó David con incredulidad.
– China, pese a sus muchos millones de habitantes, es un mundo pequeño. Y más pequeño aún para los privilegiados, ¿no es cierto, Hulan?
Ella no respondió.
– La señora Yee, Song Wenhui, Hulan y yo estuvimos en la Granja de la Tierra Roja -continuó Nixon-. Los otros, como decía, eran demasiado jóvenes o estuvieron en otros sitios. Pero sí, todos estuvimos en el bufete de abogados. Chou Bingan, el que se sienta allí, volvió de Los Angeles el año pasado. Nos gusta reunirnos y establecer contactos. Pero -el rostro de Nixon se torció en un gesto de fingida decepción-, no vemos nunca a nuestra Liu Hulan.
– Nunca pensé… -dijo David.
– Que aquellos estudiantes asustados a los que Phillips, MacKenzie se arriesgaba a dar trabajo llegarían a ser algo en la vida?
– No, que fueran tantos.
– Ahora, en Pekín, miramos hacia atrás y pensamos en Phillips, MacKenzie y Stout con gran cariño. Cada año desde 1973, el bufete emplea a uno o dos estudiantes de derecho como asociados para el verano o como socios. ¿Cuándo empezó usted, Hulan?
– Empecé a trabajar como pasante durante el verano de mi primer curso en la facultad de derecho.
– En 1980 -apuntó David.
– Sí, es verdad, porque cuando yo llegué tres años más tarde, Hulan ya trabajaba como socia a tiempo completo -dijo Nixon-. Ya llevaba once años en América. Su inglés era perfecto. No tenía acento. Ya no era Liu Hulan, revolucionaria modelo. ¡Era Liu Hulan, casi americana! Nos miraba como si acabáramos de bajar del barco, ¡y así era! La señora Yee llegó un año después que yo. Oh, ¿recuerda cómo echaba de menos a sus hijos? ¡Fue terrible!
– Sus hijos -dijo David, recordando de pronto-. ¿Cómo están?
– Todos casados y trabajando. Ya soy abuela. Tengo un nieto.
– Le diré una cosa -dijo Nixon pensativamente-, los socios de Phillips, MacKenzie fueron muy inteligentes. Supieron adelantarse a los cambios de los tiempos y los negocios. Volvimos a casa y algunos de nosotros mantuvimos nuestros nombres americanos y nuestras costumbres americanas. Siempre que podemos, les mandamos trabajo.
– ¿Y qué hacen ahora? -quiso saber David.
La señora Yee era consejera general de una compañía cervecera que vendía sus productos en todo el mundo. Ing trabajaba para la filial de Armani en Pekín. Otros dos abogados eran socios de bufetes americanos con filiales en Pekín. Pero ninguno de ellos había tenido tanto éxito como Nixon Chen.
– Tengo sesenta abogados en mi bufete -proclamó-. ¿Sabe lo que cobramos? Trescientos cincuenta dólares la hora. Pero ya basta de hablar de nosotros. ¿Cómo podemos ayudar a nuestro viejo amigo?
– Estamos investigando el asesinato de dos chicos -dijo Hulan.
– Sí, sí. Lo sabemos. Ellos venían mucho por aquí, ¿no es verdad? -preguntó a los demás. Sus amigos asintieron-. Nosotros siempre pensamos, no, todos en este resturante piensan: son chicos jóvenes. ¿Qué quieren de un montón de viejos pedos como nosotros? Pero ¿nos importa? Billy tiene un buen vínculo con Estados Unidos. Guang Henglai… -Nixon se encogió de hombros-. Todos tenemos gastos que pagar. Todos tenemos que pagar salarios. Así que todos somos amigos.
– ¿Tenía alguno de ustedes negocios con él? -Dado que no respondía nadie, Hulan preguntó-: ¿Saben en qué estaban metidos?
– No -respondió la señora Yee.
– Hulan me ha dicho que a menudo viene por aquí gente de las tríadas -comentó David-. ¿Los conocían los chicos?
– Todo el mundo viene aquí alguna vez: el presidente, la hija de Deng, el embajador americano, su jefe -dijo Nixon, señalando a Hulan-, incluso el gran Guang Mingyun. Pero ¿las tríadas? ¿Quién sabe? Todos los que estamos aquí somos personas honradas. ¿Cómo podemos saber lo que ocurre tras las puertas cerradas?
– Todo lo que dice Nixon es cierto -añadió la señora Yee-. Pero yo vi a Billy y a Henglai con Cao Hua muchas veces. Los otros emitieron murmullos de asentimiento.
– No le conozco -dijo Hulan.
– No es uno de los nuestros -continuó la mujer-. Tiene nuestra edad, pero hace dos años era el dueño de un puesto en Silk Road y ahora es millonario.
– ¿Cómo hizo fortuna?
– Yo sé qué hace usted. Usted sabe qué hago yo -dijo Nixon Chen-Así ha sido siempre China. Pero hoy en día las cosas han cambiado, y Cao Hua era muy bueno guardando secretos.
– Tienen que saber algo -insistió Hulan.
– ¿Es la amiga quien lo pregunta o el ministerio?
– La amiga.
– Cao Hua hace negocios para la familia Guang -respondió la señora Yee al fin-. De qué tipo, no lo sé, pero viaja mucho.
A Estados Unidos, a Corea, a Japón. Es muy arrogante, muy rico. Ya conoce el tipo.
– ¿Está aquí hoy?
– ¿Cao Hua? Seguramente está fuera.
– En Suiza, ¡gastándose el dinero! -concluyó otro.
Todos se echaron a reír.
– ¿Dónde tiene su oficina?
Los amigos de Hulan volvieron a reír.
– ¡Cao Hua no tiene oficina! -explicó Nixon Chen entre risotadas-. Se mueve por aquí y por allá. No hay quien le sujete al suelo.
– Debe de vivir en alguna parte -insistió Hulan-. Puedo averiguarlo o pueden decírmelo.
– En la Capital Mansion, en el mismo edificio que Guang Henglai.