– Es mejor que no subas -me dijo-. A Javier no le hace mucha gracia que nos veamos, ya sabes. Anda, vamos a tomar un café.
Entramos en una cafetería de esas de barra de acero reluciente y camareros con pajarita. Pedí un zumo de naranja y un café solo para ella. Mónica encendió un segundo cigarrillo y, mientras revolvía el azúcar en la taza durante mucho tiempo más del que hubiera sido necesario, me largó un discurso que supongo llevaba preparado. Había estado hablando largamente con Javier y también había meditado a solas. Lo sucedido con Coco, dijo, le había hecho recapacitar. Tenía la impresión de que había estado apurando la vida demasiado rápido, y que de pronto le había estallado entre las manos. Se sentía vieja a los diecinueve años, y ahora, de repente, experimentaba una nostalgia repentina de otra vida que no había vivido pero que siempre había tenido cerca, al alcance de los dedos. La vida que Javier representaba: mañanas en el club de Golf, tardes de compras en Serrano, meriendas en Embassy y cenas en Lucio… todas esas cosas que había rechazado siempre y a las que, sin embargo, estaba abocada por nacimiento. No tenía sentido, decía, intentar negar el ambiente al que pertenecía. Hablaba con seguridad, casi con vivacidad, y noté que me arrastraba hacia un terreno resbaladizo, un pantano de arenas movedizas en el que yo agitaba los brazos desesperada, luchando por mantenerme a flote. Destrencé, con esfuerzo, sus palabras, y al soltarlas se hizo evidente una contradicción entre lo que decían sus labios y lo que afirmaban sus ojos. En ningún momento el panorama que dibujaba Mónica resultaba creíble. Podía escapar de Malasaña, de los bares oscuros, de los picos y las malas compañías, pero no de sí misma.
– ¿Sabes? -me soltó de repente, como quien comenta algo intrascendente, el encuentro casual con una antigua compañera de colegio o la posibilidad de cambiar de peinado-, Javier me ha pedido que me case con él.
– No digas tonterías. Tú sólo tienes diecinueve años.
– ¿Y qué? No tiene que ser este año. Además, mucha gente se casa a mi edad, y más jóvenes.
– Además, tú no le quieres -protesté, intentando zanjar el tema con un argumento definitivo.
– Un poco sí -respondió ella-; al fin y al cabo hemos estado juntos muchos años. Además, lo del amor es muy relativo.
– Sí, ya veo que lo del amor, para ti, es muy relativo.
No captó, o fingió no captar, la ironía. Parecía haber envejecido cinco años en un día. Dos arrugas encuadraban sus labios cuando hablaba, y advertí que no desaparecieron cuando calló. Pero en seguida retomó la palabra. En cuanto a lo del tal Paco, Mónica había hojeado los periódicos y nada mencionaban sobre el incidente. Casi con seguridad no pasaría nada, él no me denunciaría. No podía ir por ahí diciendo que ya me conocía, porque eso supondría admitir que había comprado ilegalmente una pistola. E incluso si me denunciaba -cosa que no iba a suceder, en cualquier caso- tampoco había que preocuparse demasiado. Yo no tenía antecedentes, era prácticamente menor de edad y había actuado en legítima defensa. Por supuesto, si alguien se iba de la lengua, si salía a la luz todo lo del trapicheo que habíamos organizado con las pistolas, nos meteríamos en un buen lío, pero Mónica confiaba en que eso no sucedería. Lo mejor, opinaba, era que me fuera a casa, que esperase a ver qué pasaba y que no me dejase ver en una temporada. Que me fuese al Escorial, si podía. Paco no sabía dónde vivía, así que era casi imposible que me localizase en una ciudad tan grande como Madrid.
– Pero sí saben dónde vives tú. Irán a buscarte.
– Ya lo he pensado. Yo me quedo en casa de Javier todo el verano. Para septiembre ya se habrán olvidado de mí. Mira, en peores líos me he metido antes con Coco, y al final las aguas siempre han vuelto a su cauce. La gente no habla, no se moja, y no le da más vueltas a las cosas. El tío ese se llevó un navajazo, pero él te atacó primero, así que ya sabía a lo que se arriesgaba. Si no das primero te dan a ti, y te jodes. Es la vida.
– ¿Y si lo he matado?
– Si lo has matado, mejor. Entonces sí que no hablará nadie. Y a ti no tienen cómo relacionarte con el tipo. Además, seguro que no te lo has cargado. Relájate.
Topé con sus ojos sombríos y sentí una opresión en el estómago, un impulso nostálgico de acercamiento que contrastaba con una inmensa distancia recién fijada. Intenté aproximarme a ella, avancé unos pocos centímetros y, a punto de tocarla, retrocedí. Me obligué a dirigirme nuevamente hacia su piel, pero volví a detenerme antes de rozarla siquiera, como si hubiera chocado con un cristal. Entre Mónica y yo acababa de establecerse una zona de nadie, un abismo de vértigo, y sentí que cuando hablaba me miraba desde muy lejos. Pagué mi zumo de naranja y su café y salimos de la cafetería. No la besé al despedirme.
Mónica era un mal bicho, dirán algunos; otros, más benevolentes, podrán decir que Mónica estaba desequilibrada, o no sabía lo que quería, o no sabía quién era. Está bien, yo siempre me he topado con chalados, pero ¿acaso no los he ido buscando? Yo misma rechacé a los retoños de familias normales, á las niñas de mi colegio, a aquel pobre chico que me perseguía por La Metralleta y que seguramente era un encanto de persona, con su carrera acabada y ya establecido. Cuando pienso en la gente con la que me he relacionado a veces se me ocurre que he tenido mala suerte, y otras pienso que los he ido buscando, que es como si mi corazón estuviera blindado con un sistema secreto de seguridad que sólo pudiera desactivarse introduciendo una combinación determinada, y de esta forma sólo acceden a mi interior gentes con determinadas características: personas que reniegan de su pasado, en permanente huida de sí mismos, como Mónica, como Caitlin, como Ralph.
Una tarde en la que Ralph y yo cruzábamos los Meadows de camino a su casa, casi nos dimos de bruces con Barry, que andaba mirando al suelo, con las manos en los bolsillos. Por supuesto Barry nada podía saber de la relación que nos unía, pero aun así me sentí pillada en falta y me invadió un sentimiento de culpabilidad y miedo. Reapareció mi sempiterna conciencia católica, que yo creía acallada, y se me ocurrió de pronto que Barry se daría cuenta sólo con vernos de que éramos amantes, como si yo llevase la falta escrita en el rostro. Para mi sorpresa Barry no se dirigió a mí, sino a Ralph, al que saludó con un breve movimiento de cabeza.
– Hola, colega. Años sin verte…
– No tantos -le respondió Ralph, lacónico.
– Hola -me dijo a mí, y señalando a Ralph con la cabeza-: ¿Os conocéis?
– Somos compañeros. En la universidad, ya sabes -corté yo, inmediatamente.
– Ah, claro… Bueno, pues me voy a Negotians, que hay que abrir. Nos vemos.
– Muy bien -dije yo.
– Nos vemos -dijo Ralph.
No podíamos haber sido más secos, los tres.
Dos o tres días después, al regresar a casa desde la universidad, me encontré a Barry en la mesa de la cocina, tomando el té con Cat y Aylsa. Yo ardía en deseos de averiguar la razón por la que Barry conocía a Ralph, pero no me atrevía a preguntar, a aparentar interés por alguien que oficialmente no era sino un mero conocido. Barry se anticipó a mis deseos, como si me hubiera leído el pensamiento, y sacó a colación el tema de Ralph.
– Ese tipo con el que ibas el otro día, es Ralph Scott-Foreman, ¿no?
– Se llama Ralph -confirmé. No conocía su apellido.
– ¿Estudia literatura?
– No, estudia arte. Pero coincidimos en un seminario común de estética -mentí. No quería verme obligada a explicar cómo le había conocido, porque nunca le había dicho a Cat que hubiese hecho amistades en la universidad.
– Hacía siglos que no le veía. Y siempre me he preguntado qué habría sido de él.
– ¿Tanto le conoces?
– Todo el mundo le conoce. El pequeño de los Scott-Foreman. Su padre era lord.
– ¿Y de qué conoces tú al hijo de un lord? -pregunté, cogida de improviso por la misma sorpresa que me sacudió años atrás cuando me enteré de que Coco tenía amigos en la Moraleja.
No eran precisamente amigos, me explicó. Cuando Barry era un chaval, trece o catorce años a lo sumo, se hizo inseparable de su primo, que era unos años más mayor que él y que se ganaba la vida trabajando en una tienda de discos, y pinchando de vez en cuando música en discotecas -entonces no se llamaban clubes- y en fiestas de gente de dinero. Lo segundo estaba mucho mejor pagado que lo primero y pronto el primo se había hecho con una cartera de clientes que iban recomendándose sus servicios los unos a los otros: gente de clase alta, de apellidos compuestos y religión protestante, educados en public schools, que hablaban inglés sin acento, con una dicción neutra digna de un locutor de la BBC, y cuyos padres podían presumir de haber sido invitados alguna vez a Balmoral. A Barty le encantaba acudir a aquellas fiestas. Ayudaba a su primo a cargar los platos y los discos, y no cobraba nada porque se conformaba con disfrutar de la oportunidad de conocer el interior de mansiones que sólo había imaginado hasta entonces gracias a la televisión, y de poder beber cerveza sin límite ni restricciones, sin que nadie indagara por su edad.
Una vez contrataron a su primo para animar una fiesta muy especial, que tendría lugar en la residencia de lord Scott-Foreman, una granja de doscientos acres situada entre Fetercairn y Stoneheaven, a unas veinte millas de Aberdeen. Llegaron hasta allí en la vieja camioneta de su primo y, a pesar de que ya estaban acostumbrados a mansiones increíbles, se quedaron boquiabiertos ante la magnificencia del lugar. Había guardas de seguridad y alarmas, jardines cuidadísimos, establos, piscina, helipuerto… Apenas pudieron entrever el interior de la casa, pero Barry imaginaba que aquello debía parecerse a la mismísima residencia de la reina.
La fiesta tuvo lugar en una especie de pub o discoteca, con barra, camareros, luces y pista, recién acondicionado en uno de los sótanos de la enorme casa, que debía de tener unos dos siglos de antigüedad. La reunión, sin embargo, no estaba muy concurrida. Habría allí unas cuarenta personas, a lo sumo. Niños bien borrachos como cubas y niñas pijas y solemnes, sloane gi r ls despectivas, dueñas de melenas peinadísimas y brillantísimas, de rostros sin la más leve huella de acné y de cuerpos gráciles y esbeltos (lo que hace la buena alimentación y la práctica constante del deporte…), adolescentes de belleza impecable que no se dignaron a cruzar palabra con aquellos dos macarras contratados para animar la fiesta. Sin embargo, el homenajeado, el hijo pequeño de lord Foreman, resultó ser un chico bastante amable, muy puesto en música, que se pasó un rato largo de charla con el primo de Barry, muy interesado, al parecer, en los discos que pinchaba. El primo le habló de la tienda en la que trabajaba, y, para su mayúscula sorpresa, una semana después se presentó allí el joven Ralph, que compró media tienda con la mayor naturalidad, como si gastarse cien libras (de las de entonces) en discos fuese un lujo al alcance de cualquier jovencito de dieciocho años. A partir de entonces solía descolgarse por la tienda de cuando en cuando, dilapidando siempre cantidades astronómicas. El primo de Barry, que sabía bien que él nunca dejaría de ser, a ojos de gentes como los Scott-Foreman, más que escoria católica de Glasgow, se debatía entre el rencor visceral que le inspiraba aquel niñato forrado de pasta y una irreprimible simpatía derivada del hecho de sentirse admirado; porque aquel niño bien, tímido, apocado y educadísimo, parecía beber de sus palabras y escuchaba sus recomendaciones con la misma atención con la que una beata atendería al sermón. Aquel niñato no podía comprar con sus millones el trabajo de Brian ni su erudición, pero sí podía comprar todos sus discos.