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Volví a recoger mi bolso y entonces me fijé en la chaqueta de Coco, que había dejado colgada en el respaldo de uno de los sillones. Metí la mano en el bolsillo del forro interior y le quité la cartera. Había unos cuantos billetes allí dentro. Tenía la desagradable impresión de que Coco ya no los iba a necesitar. Los guardé en el bolsillo de mi pantalón, me vestí en dos segundos y me marché.

Bajando por la calle Libertad vi llegar a la ambulancia.

Era un día de verano sofocante. El sudor me picaba en las sienes. La luz del sol limpia, caliente, sin viento, asesinaba los colores, y los edificios grises adquirían un aspecto amenazador bajo aquella claridad sesgada. Daba la impresión de que el asfalto humeaba. No había peatones, ni pájaros ni perros; sólo un silencio denso: la vida entera parecía haberse detenido en la inmovilidad de la tarde. Bajé a la calle Pradillo y me metí en la única cafetería que encontré abierta, y que gracias a Dios tenía aire acondicionado. Según mi reloj, eran las tres de la tarde. Pensé en comer y al momento me di cuenta de que sería imposible meterme nada en el estómago, que parecía hinchado por una especie de bola grumosa y pesada, así que pedí una Coca-cola. Después me acerqué al teléfono y marqué el número de Javier: saltó el contestador automático y colgué inmediatamente. No sabía qué hacer, no sabía dónde iba a pasar la noche, pero tenía claro que no pensaba volver a casa de mi madre. Tenía veintipico mil pesetas en el bolsillo y unas cuantas pastillas que podía vender.

El Miami estaba prácticamente vacío, y la camarera simpática, que seguía tras la barra con cara de aburrida, no me reconoció hasta que le dije que era amiga de Coco. Entonces pareció caer en la cuenta. Le expliqué que quería pasar unos equis, y ella opinó que la cosa estaba complicada, porque en verano, entre semana, casi no había clientela.

– Si quieres vender pastis, lo mejor que puedes hacer es irte a La Metralleta -me aconsejó-. Aquello siempre está lleno. Los colgaos que van allí no tienen dinero ni para veranear.

Le di las gracias y me marché.

La Metralleta, efectivamente, rebosaba de gente. Un enjambre de adolescentes bailaba frenético en la pista, labrando sinuosas figuras sin seguir muy bien el ritmo. Alcancé la barra, me hice con un güisqui y, no sin antes recordarle a la clónica de Morticia que si alguien le preguntaba por éxtasis le dirigiese a mí, me encaminé a la columna de siempre.

La columna era esencial para sostener el techo de aquel antro y a mi propio cuerpo, que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. Cuando ya casi me había olvidado de lo que estaba haciendo allí, un chico con una camiseta de Pavement se me acercó buscando éxtasis. Lo reconocí, porque ya le había pasado pastillas antes. Después la noche se fue sucediendo como un sueño cibernético: el ejército de luces azuladas que golpeaban las retinas, el pandemónium ensordecedor de golpes sintetizados, la oscuridad que confundía los cuerpos que transitaban aquel espacio viciado por el humo. De cuando en cuando alguien se acercaba a hablarme. Algunos me preguntaban tonterías, alguno intentaba ligar, alguno buscaba algo que ponerse. A la mayoría de ellos acabé por colocarles una capsulita. Empecé a pensar que había nacido para aquello. De pronto, a través del gentío, divisé a mi pretendiente, el treintañero alto, en el fondo de la barra. Me sonrió y avanzó hacia mí moviéndose felinamente a través de la confusión de cuerpos, al compás de la música de sintetizador. Antes de que pudiera evitarlo, lo tenía al lado.

– Ayer no viniste -me dijo-. Ya estaba empezando a preocuparme.

– ¿Acaso vienes a esperarme todas las noches? -le pregunté.

– Desde luego. ¿Te apetece tomar una copa?

Me lo pensé un segundo. No tenía adonde ir aquella noche. Me había pasado la tarde vagando por el Retiro, dormitando un rato a la sombra de un árbol, y luego paseando Castellana abajo hasta que, sin darme cuenta, reparé en que había caído la noche y decidí pasarme por el Miami. Había pensado que cuando el local cerrara, me marcharía a un banco de la Plaza de España a dormir, o a pensar, o intentaría localizar a Mónica. Quizá aquel tipo tuviera un apartamento con un sofá cómodo en el que yo pudiera pasar la noche… Le miré a los ojos, y descubrí, para mi sorpresa, que me gustaba. Su rostro tenía un aire lánguido, exquisitamente delicado a su manera, un no sé qué femenino que le hacía parecer casi hermoso, aunque no tengo muy claro que lo fuera. Un mechón de pelo liso le caía sobre la nariz de corte rectísimo que dividía en dos su cara. Intuía al mirarle una especie de mutuo reconocimiento, de comprensión sin palabras. Se me ocurrió que podía dejarme llevar por la corriente cálida de su amabilidad y su sonrisa desenvuelta. Por un instante pensé que quizá fuera distinto de los otros. Pero luego imaginé lo predecible, cómo intentaría enredar su cuerpo pegajoso al mío, pasear sobre mí sus manos inevitables y grasientas, como habían hecho todos los demás. En mi reloj las agujas marcaban las seis y cuarto.

– Te lo agradezco -le respondí, intentando parecer amable-, pero tengo que ir a casa a intentar arrancarme el maquillaje. Con suerte sólo me llevará unas dos horas. Es una forma rápida de perder kilos. Él se rió.

– No digas tonterías: no vas maquillada. Se llevó la mano a la chaqueta, sacó su cartera, la abrió y me entregó su tarjeta. Me la guardé en el bolsillo de los vaqueros.

– ¿Me llamarás?

– No sé… -contesté-. Si se me ocurre en el curso de mi vida social increíblemente ocupada, y si tengo a mano un teléfono y no ponen nada bueno en la tele, tal vez, a lo mejor…

Salí a la calle. Enfrentarme de nuevo a la madrugada, cuando el cielo va perdiendo su negrura, y empieza a dejarse ver el día, como una estela de humo que se estrecha y palidece entre los tejados. La tarjeta de aquel tipo me quemaba en el bolsillo. Reparé en que no sabía su nombre, ni él el mío. Saqué aquella tarjeta: Pablo San José, médico. Clínica tal… ¡Médico! No era policía, y nosotros tres éramos unos paranoicos. Con sólo volver sobre mis pasos tenía garantizado un lugar donde dormir. Di unas cuantas vueltas a la tarjeta entre mis dedos y la rompí en un montón de pedacitos blancos. No quería llevar la tentación encima.

Aquel tipo me gustaba. Habría podido acostarme con él y entonces probablemente no habría existido Cat, y quién sabe, quizá hubiera terminado por convertirme en una chica como tantas otras, femenina y heterosexual. Pero creo que resulta fácil de comprender que después de dos intentos de violación en menos de una semana no me apeteciera mucho la perspectiva de tener un hombre encima. Pero, repito, me gustaba. Su insistencia, su sentido del humor, su amabilidad habían conseguido conmoverme. Yo puedo amar a hombres y a mujeres. No distingo entre sexos.

Los niños van de rosa, las niñas van de azul. Rosa es el color de los afectos. Azul el de los uniformes de trabajo. Monos de mecánico, trajes de azafata. Azul. Corbatas de ejecutivo, bolígrafos para hacer cuentas. Rosa. Cubiertas de novela romántica y cajas de bombones. Los hombres son racionales y las mujeres sentimentales.

Se nace persona. Dos días después te perforan las orejas. Te ponen unos patucos rosas. Ya eres una niña. Vas a un colegio de niñas. Te visten con falda y coletitas. Cumples catorce años. Tu primer pintalabios. Ya eres una mujer. Cumples quince. Zapatos de tacón. Te sonrojas ante los chicos en la parada del autobús. No corres los cien metros. No escuchas heavy metal. Ya eres una cretina.

¿Qué aprendí en la facultad? ¿Qué escribía en mis trabajos? El concepto de género está sometido a manipulaciones sociales. Una convención impuesta. No asociada a factores biológicos. Nacer hombre o mujer no supone implicaciones de comportamiento irreversibles. Nos comportamos como tales por educación. Los roles sexuales se aprenden en función de los hábitos culturales. No son innatos. Las mujeres no son hembras porque lleven tacones Los hombres no son machos por llevar corbata.

Cumplí quince años y dejé de ir a misa. Cumplí dieciocho y besé a Mónica. Luego me largué a Edimburgo. Y allí me rapé el pelo y me compré unas botas de comando. En la calle nadie sabía si yo era chica o chico. Fue la última transgresión. La última transgresión.

Cada delicado detalle de mi cuerpo puede ser interpretado o reinterpretado, según quiera ser mujer o persona. Mi vagina puede ser la puerta del placer o de la vida. Mis pechos, fuente de leche o puntos eróticos. Mi ombligo perforado puede ser un reclamo o la señal de una conexión futura entre mi vida y la de otro que dependerá de mí. Mi cuerpo, con un feto dentro, ¿estará pleno de vida o simplemente invadido, deformado y destruido?

Académicamente hablando, debería escribir que cuando hacía el amor con Ralph era él el que me poseía, el que me tomaba. Sin embargo era yo quien lo hacía, era yo quien le acogía en mi interior, porque él entraba en mí. Le sentía como el otro, indescifrable y complementario a un tiempo. Si le acogía dentro, pensaba, me completaría. Cielo y Tierra, Luz y Tinieblas, Vida y Muerte, Caos y Orden. No tendría que preguntarme a cada paso quién era yo en realidad. Le sentía a él como a la parte de mí que me faltaba, una Beatriz esencial que había perdido en un tiempo indefinido, hacía muchos, muchos, muchos años, en un paraíso perdido e infantil que no podría ya recuperar. Después, cuando abandoné aquel territorio anterior a todo, aquel estado de gracia ajeno al trauma de la definición, me convertí en un ser separado de mi mitad. A la melancolía de la separación se unía la inutilidad del esfuerzo, el deseo nunca satisfecho que trata de llenar el vacío, el reencuentro que desespera por la incapacidad de reproducir el estado inicial, aquel todo equilibrado y positivo en el que todo estaba y nada faltaba. Cuando pensaba en esto, nuestros abrazos se me antojaban estériles y absurdos. Ansiaba la perfección de un estado primordial, un estado de fuerza y autonomía anterior a lo masculino o a lo femenino. No quería ser la mitad de uno. Sentía una profunda nostalgia de un ideal que llevaba dentro, quizá más inexistente que perdido, y creo que buscaba la Totalidad a través del sexo, añorando dolorosamente una reunificación que sabía de partida imposible, mero deseo de fusión. ¿Para qué intentar tocarnos si proveníamos de universos irreconciliables?

La mujer que amó a Ralph era la misma que amó a Cat y sé que será difícil comprender, para quien no lo haya vivido, que amó del mismo modo al uno que a la otra. Que no hubo grandes diferencias en lo que hacíamos. Que la fisiología no determinó nunca la mecánica amorosa. Que yo nací persona, y amé a personas.

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