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– Supongo que acabaré dándome por vencido, y entonces no tengo ni puta idea de lo que haré. Espero que el viejo me encuentre un curro en alguna parte.

Me senté en uno de los sillones y empecé a curiosear los lomos de los discos. Cogí el que más me llamó la atención: las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould.

– ¿Puedes ponerlo? -le pregunté.

– Por mí… como si te lo llevas. Nadie se va a enterar. Al viejo se los mandan de las compañías, porque escribe en el ABC y en varias revistas -me informó-. Fíjate: hay algunos que conservan el envoltorio de celofán. Ni siquiera los ha abierto. Qué raro que a una tía como tú, con esa pinta, le guste esta música… Por cierto, no me has dicho cómo te llamas.

– Bea.

– Yo me llamo Paco. ¿Quieres otro güisqui?

– Vale.

Cuando regresó con la botella y dos vasos, me encontró arrodillada sobre la moqueta, inspeccionando los discos. Yo calculé, de un vistazo, que allí había una pequeña fortuna en CDs. El chico se sentó a mi lado, sirvió un trago para cada uno, y luego inició una conversación sobre compositores que rápidamente se tornó en monólogo: me largó en cuestión de minutos una retahíla de nombres, fechas, obras y movimientos artísticos que me impresionó. Pero lo cierto es que él no mostraba ningún entusiasmo por lo que refería; más bien parecía que se limitaba a la mecánica repetición de una lección aprendida. Seguimos hablando de música y bebiendo. En algún momento él pasó su mano por encima de mi hombro. El güisqui empezaba a hacer su efecto y me resultaba difícil distinguir los nombres impresos en los cantos de los compactos. Me atrajo hacia sí y yo solté una risita nerviosa. Acercó su boca a la mía e intentó besarme. Aparté la cara, suave pero firmemente. Entonces él me apretó contra sí con más fuerza. Yo intenté desasirme y aquello empeoró aún más las cosas, porque la camiseta me venía, como ya he dicho, estrecha, y era corta, apenas alcanzaba a cubrirme el ombligo, de forma que, al moverme, resultó claramente visible el sujetador de satén negro que llevaba puesto (propiedad de Mónica, por supuesto). Me sujetó con fuerza los brazos, intentando besarme mientras yo me revolvía como podía, tratando de quitarme de encima a aquel fardo que babeaba sobre mí. Vamos, no seas cría, me susurraba al oído. Forcejeamos, me arrojó al suelo y se colocó sobre mí, inmovilizándome. Me puso los brazos sobre la cabeza y los sujetó con una mano mientras con la otra intentaba avanzar entre mis muslos. Me juré a mí misma que si salía bien de aquélla no volvería a abandonar los pantalones en la vida (y no lo he hecho). Finalmente hice acopio de fuerzas, las concentré en mis piernas, y le propiné un rodillazo en el estómago que le dejó sin aliento. Aprovechando su confusión, conseguí enderezarme; agarré la botella y le golpeé con ella en la cabeza. Sabía por experiencia que si le golpeaba ya no debía parar hasta dejarle inconsciente, pues si no sería mucho peor. Sabía que los hombres pierden el control cuando se ciegan por la ira, que los golpes les excitan, como a los toros, y que más vale no jugar a azuzarles. Sabía todo eso porque era lo que mi madre repetía al referirse a mi padre. Después del golpe, vaciló unos segundos, e intentó levantarse, así que le golpeé una segunda vez con más fuerza. Esta vez brotó un hilillo de sangre que le resbaló despacio por la frente. Y se desplomó.

Permanecí inmóvil un rato largo, con la botella en la mano, presa de una especie de hipnotizado terror. Durante unos minutos, el tiempo pareció detenerse. Creo que no moví un solo músculo de mi cuerpo, ni siquiera parpadeé, incapaz de recuperar la consciencia, de explicarme a mí misma lo que acababa de hacer. Cuando volví a hacerme con el control de mi persona, lo primero que hice fue llevarme la botella al coleto y apurar un trago, y después me acerqué cuidadosamente al tal Paco para comprobar que respiraba, que sólo estaba inconsciente. Le empujé levemente hasta conseguir darle la vuelta, y entonces reparé en que la cartera le abultaba en el bolsillo derecho de su pantalón. La extraje de allí e indagué en su interior: me encontré con diez mil pelas que me guardé en el sujetador. Buscando algo más que llevarme, abrí el cajón de la mesilla de noche, donde había papeles, un paquete de condones y el mismo atadijo que yo había entregado esa misma tarde a aquel chaval que yacía inconsciente sobre la moqueta: un paquete compacto y pesado que aún conservaba el envoltorio de papel de periódico, pero no las cuerdas con las que Coco lo había reforzado. Lo desenvolví con cuidado y con curiosidad, y me encontré con una pistola, la segunda que tenía en la mano en mi vida.

Mi padre tuvo alguna vez una pistola, que conservaba oculta en un cajón de su escritorio. Ya desde pequeña, muy pequeña, desde la primera vez en que mi padre pegó a mi madre, o puede que a mí, soñaba con abrir aquel cajón, agarrar la pistola, presentarme de noche en su cuarto y aprovechar el sueño de mi padre para descerrajarla sobre él. Incluso de mayor, más de una vez fantaseé con la idea de dispararla contra él, o contra mi madre, o contra mí misma. Pero nunca supe si la hubiese utilizado de verdad de haberse presentado la ocasión, porque un buen día desapareció de aquel cajón. Probablemente mi padre acabó por adivinar que yo la había descubierto y que a veces jugaba con ella. O quizá se deshizo de ella porque tenía miedo de sí mismo, de dejarse llevar en un arrebato de ira y dispararnos, vete tú a saber. Lógicamente no me atreví a preguntarle directamente por su paradero.

Pistola o revólver -no sé cuál es la diferencia entre una cosa y otra-, se trataba de un arma negra y brillante, que, a diferencia de la de mi padre, no tenía cargador. Era rectangular y compacta, con el mango revestido de madera barnizada, más pequeña que la de mi padre y menos pesada. Se acomodaba bastante bien en mi mano. La acaricié con sumo cuidado y con bastante miedo también, he de reconocerlo. Me situé frente a un espejo que había colgado de la pared y apunté a mi propia imagen.

Ascendía por las escaleras del portal de la casa de Mónica con el pelo enmarañado y la ropa arrugadísima, cargando como podía con dos enormes bolsas pesadas como lápidas. Ya había caído la tarde. Me crucé con los dos vecinos del caniche (aquello empezaba a resultar una obsesión), que me preguntaron -muy amablemente, eso sí- que adonde iba. Cuando repliqué que iba a visitar a Mónica, preguntaron entonces por Charo y su marido. Llevaban días sin verlos ¿acaso no estaban en Madrid? Les expliqué que estaban en Mallorca con los niños pequeños, de veraneo, aunque sabía que Mónica ya se lo había dicho.

– ¿Y dejan aquí sola a la pobre niña? -preguntó la vecina.

– Es que tiene que estudiar -le respondí, muy seriecita.

Subí al ascensor y noté cómo, a mi espalda, los vecinos se alejaban, cuchicheando.

Me abrió la puerta Mónica. Me eché en sus brazos y le conté, entrecortadamente, interrumpiéndome de vez en cuando a causa de las lágrimas y los hipidos, lo sucedido: que había entregado el paquete como me habían encargado, que el chico había intentado violarme, que yo había acabado estampándole una botella de güisqui en la cabeza, y que todo había sido horrible. Mónica me abrazó cariñosamente para calmarme y entonces reparó en las bolsas.

– ¿Qué traes ahí? ¿No lo habrás despedazado…?

– No, claro que no -me sequé las lágrimas con el dorso de la mano-; no tenía dinero para el taxi de vuelta, así que no tuve más remedio que quitarle lo que llevaba en la cartera. Luego decidí, que, ya puestos, me llevaría todo lo que pudiera. Así que le saqueé la nevera y metí lo que había en dos bolsas de la compra. He encontrado también algunas cadenas de oro de la madre y un walkman. Nada de importancia.

Se me quedó mirando boquiabierta.

– ¿TÚ has sido capaz de hacer eso? -preguntó, y su manera de pronunciar el tú me dejó claro que me creía incapaz de hacer algo semejante.

En ese momento intervino Coco, que había estado contemplando la escena, aunque yo no podría precisar cuánto tiempo llevaba en el recibidor. Me dijo, en un tono de voz considerablemente más alto del habitual, que estaba loca, que no tenía ni idea de las consecuencias de lo que había hecho. Ajena a aquella saturación de decibelios, le contesté con la mayor tranquilidad que no le diera importancia a lo que había hecho, puesto que había puesto especial cuidado en no llevarme nada de valor. Se trataba, pues, de un hurto, no de un robo; es decir, nada serio, legalmente hablando.

– Es como robar en el Corte Inglés. No se va a la cárcel por eso -le dije.

– No sabes lo que has hecho -dijo él, moviendo preocupadamente la cabeza de un lado a otro-, me parece que nos has metido en un buen lío.

– ¡Tú eres el que me metes en líos! -respondí, indignada-. ¿Qué coño hago yo paseándome por Madrid con una pipa encima? ¡Podías haberme avisado!

Intenta explicarle a tu psiquiatra, a ese psiquiatra al que paga tu padre, lo difícil que resulta que le hables a él, a alguien que no ha pasado por esto que tú estás pasando. Explícale que te sientes enferma, que podría tratarse de un síndrome de abstinencia o de una simple depresión, el caso es que llevas dos días llorando, y que de vez en cuando ese nudo que te atenaza la garganta se hace tan agobiante que tienes que encerrarte en el cuarto de baño para que Mónica no te vea llorar. Si te pregunta que por qué te sientes triste podrías ofrecerle mil explicaciones, o ninguna. Te sientes triste porque ya no crees entender a Mónica, ni crees que ella te entienda a ti. En realidad, y para ser sincera, no crees que nadie pueda entenderte. Lo cierto es que últimamente vuestras diferencias se hacen cada vez más dolorosas y evidentes. Es como si te hubieras empeñado durante seis largos años en construir un refugio privado que se ha desmoronado de repente, y al quedar al descubierto el andamiaje sobre el que habías construido toda esta relación ilusoria, te has dado cuenta de que estaba hecho de cañas frágiles; no de vigas de acero, como te habías creído. Crees que estás tan desesperadamente necesitada de afecto que te empeñas en mantener a tu amiga cueste lo que cueste, aunque la temes, y a veces la desprecias, y a veces también la odias, pero lo cierto, lo tristemente cierto, es que también la amas. La amas con locura, nunca mejor dicho. Supones que te resultaría imposible dejar de verla porque tus afectos son muy primarios: quieres a tu amiga de la misma forma que habrías debido querer a tu padre o a tu madre, irracionalmente, infantilmente. Sabes que las relaciones se deben fundar, idealmente, en un acervo común de ideas, opiniones o intereses, pero tú las basas exclusivamente en tu desesperada necesidad de amor y con tal de sentirte querida sacrificas lo que sea, incluidos tus principios y tu propia seguridad. Pero sabes que junto a tu amiga y su novio estás languideciendo como una lamparita que se apaga. Ya no compartes nada con Mónica, ya no la entiendes, ya no te hace reír. Y por otro lado te resulta insoportable la idea de estar sin ella, porque entonces ¿qué te quedaría en la vida? Intentas superar una serie de cosas, no juzgar, no obsesionarte con la idea de que tus padres son los responsables de tu infelicidad, para evitar dejar en sus manos la posibilidad de que algún día llegues a ser feliz. Sí, ya sabes eso de que hay que mirar atrás con objetividad, recuperar a la niña que fuiste y que sigue estando dentro de ti. Pero ¿y si un día la encuentras?; ¿y si a ella no le gustas o ella no te gusta a ti?; ¿y si cuando la despiertes se niega a volver después a la cama?; ¿y si decide quedarse toda la noche viendo la tele? Te repites a ti misma todos los días que lo importante es seguir adelante, siempre adelante, y olvidar, pero no lo consigues. Hay días en que no puedes soportarlo más. No entiendes por qué te ha dolido tanto la visita que has hecho a tu padre, por qué te hacen sufrir tanto los gritos de tu madre, por qué eres incapaz de encontrarle el lado cómico a sus locuras, tal y como tu padre hace. Intentas explicarle que estás asustada, que te sientes celosa de Coco, que no estás muy segura de los líos en que te estás metiendo. Tus explicaciones son confusas y además están plagadas de términos que el psiquiatra no entiende: Coco es un «macarra reciclado» que se las da de pijo y se dedica al «trapicheo» y a «tangar», y Mónica una «pija reciclada» por mucho que se las dé de «indie» y de «undergrunge», y empiezas a estar harta de que Mónica y Coco no conciban la diversión si no van «puestos», y hay un tío en La Metralleta al que parece que le gustas y Mónica dice que es un «estupa», pero tú opinas que lo que le pasa es que es un yuppie con un «cuelgue sideral»… Intentas explicarle que te encuentras cada día peor, física y mentalmente, pero el doctor no te entiende cuando le hablas del «bajón de las pihuas», y poco a poco te vas liando más y más, y te encuentras con una maraña de pensamientos enredados entre las manos que no sabes cómo desmadejar; no, no sabes cómo empezó todo esto, en qué momento empezó a fallarte la cabeza o cómo podrías organizar tus pensamientos en una lista coherente para buscar entre ellos el que está equivocado. Porque sabes que las cosas no van bien pero eres incapaz de determinar qué va mal exactamente. Y el doctor acaba por recomendarte que practiques más ejercicio y te extiende una receta. Inténtalo, siempre es lo mismo. O al menos eso es lo que me sucedía a mí, y lo que me sucedió aquel 23 de julio en el que acudí a mi cita semanal con el psiquiatra.

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