– Yo Salif. Tú… Cómo te llamas tú.
– Bea -respondí lacónica, y permanecí con los ojos tercamente fijos en el suelo.
Él reposó su mano sobre mi muslo desnudo y sin el menor disimulo comenzó a acariciármelo. Volví la cabeza hacia él y le dirigí una mirada estupefacta. Me levanté de un salto y fui a sentarme a otro banco, mientras el negro me seguía con los ojos, sonriendo insolentemente, como divertido ante el espectáculo de mi dignidad herida. Para no tener que enfrentarme a su rostro burlón, volví a mirar al suelo y me entretuve contando las baldosas (cincuenta y dos desde el banco a la boca del metro) hasta que Mónica y Coco regresaron con expresión satisfecha. Me alcé de un salto, como si el banco quemara, corrí hacia Mónica y me colgué de su brazo.
– Que sea la última vez que me dejas sola en mitad de esta plaza con un desconocido. Éste ya me quería follar… -protesté indignada.
– Mira -me respondió Coco-, esta peña está acostumbrada a que las pijas se lo hagan con ellos por caballo. Así que si te ven mona, atacan por si acaso.
– A ti no te he preguntado.
La discusión que hubiésemos tenido no llegó a producirse porque la abortó el chirrido destemplado de unos neumáticos sobre el asfalto. Entonces vimos aparecer por la calle Gravina un coche de la policía municipal que aparcó al lado de la plaza. Visto y no visto, tres agentes uniformados descendieron del coche. Hasta yo me di cuenta de que se trataba de una redada.
– Mantén la tranquilidad -me susurró Mónica, imperiosa.
Dos policías se dirigieron directamente a cachear a los camellos negros. Otro vino hacia nosotros y, antes siquiera de saludarnos, nos acribilló a preguntas: que qué hacíamos allí tan temprano, que qué edad teníamos, que si seríamos tan amables de enseñarles nuestras identificaciones; y yo me daba cuenta de que, pese a su insolencia, el policía estaba siendo infinitamente educado con nosotros, si tomábamos como referencia la manera en que sus amigos trataban a los negros. Mónica no perdió la calma ni un segundo, y haciendo gala de sus mejores maneras (que para algo se había dejado Charo los cuartos en un colegio de pago), le explicó al policía que ella vivía en la calle Almirante, que nosotros tres éramos compañeros de clase, que habíamos estado estudiando toda la noche preparando los exámenes de septiembre y que andábamos buscando el primer bar abierto para comprar cigarrillos, porque durante la larga noche de estudio habíamos agotado nuestra provisión.
– A propósito, agente, ¿usted sabe dónde hay un bar abierto? -remató con su sonrisa más hipócrita-. Llevamos horas buscando uno.
El tipo adoptó una expresión burlona y se me quedó mirando fijamente
– Y, ¿qué estabais estudiando, bonita? -me preguntó.
– Historia -respondí sin dudarlo un segundo. Fue la primera palabra que se me vino a la cabeza, probablemente porque se trataba de una asignatura que siempre me había gustado.
– Historia, ya… -el policía se reía con los ojos.
Era evidente que no se había tragado el cuento, pero le habíamos hecho gracia. Al fin y al cabo, le dábamos igual. Le interesaba pillar traficantes, no compradores. Yo temía que registrasen a Mónica y Coco y les pillasen lo que fuera que acabaran de comprar, pero, para mi sorpresa, el policía se puso a charlar animadamente con Mónica. Ella tomó carrerilla y le explicó que había vivido en Salamanca toda la vida, hasta que decidió venir a estudiar a Madrid, que compartía piso con unas amigas, y que había que ver lo duro que resultaba vivir en la zona, porque le intimidaba la plaza de Chueca, llena de yonquis y travestis, y a veces pasaba mucho miedo al volver a casa. Estoy segura de que él no creía una palabra de la historia que ella improvisaba; pero que, fascinado, como yo, por la representación que se sucedía ante sus ojos, y por la gracia y el encanto de la actriz, optó por dejarla seguir. Nunca supimos hasta dónde podía haber llegado Mónica porque los otros dos policías reclamaron al tipo a gritos. Éste nos hizo una seña con la mano y se dirigió hacia el coche. Sus colegas estaban acomodando a los dos negros, esposados, en el asiento trasero.
Cuando desaparecieron me quedé mirando a Mónica boquiabierta.
– Le echas más morro que un cura en un burdel… pero, ¡eres increíble! Me ha encantado -exclamé sin poderme contener, aun a sabiendas de que lo peor que podía hacer era alentarla en su carrera de trapicheos, y Mónica sonrió satisfecha, evidentemente complacida con la admiración que despertaba, tan fascinante, tan exquisitamente poderosa, como una mariposa de acero.
En el cuarto de baño de Charo encontré un bote de peróxido. Se me ocurrió que quizá Charo lo utilizaba para teñirse el bigote, porque seguro que para el pelo no era, ya que ella se teñía en la peluquería (Ángela Navarro, por supuesto, la peluquera que peinaba a las modelos de Sybilla; la más exclusiva, la más moderna).
Bote de peróxido en mano, iluminó mi mente de repente la feliz idea de teñirme dos mechones blancos, que brotaran de las sienes y me enmarcaran el rostro. No me atrevía a cortarme la cabellera trigueña que mi madre y sus amigas alababan tanto, pero era consciente de que aquella melenita ñoña desentonaba en un ambiente como el de La Metralleta, el mundo que acababa de conocer y en el que deseaba integrarme, más que nada porque Mónica ya estaba inmersa en él, y yo no quería alejarme de ella. Dos mechones blancos aportarían a mi imagen una rebeldía de la que yo carecía, aunque era seguro que a mi madre le daría un ataque si yo me teñía el pelo. Mejor. Al fin y al cabo ésa era la idea, ¿o no? Escuchar una música determinada, vestir de cierta manera, arreglarte el pelo de un modo absurdo. Cosas que tus padres no entendieran, o no aprobaran. Si no conseguías escandalizarles, señal de que te habías equivocado, de que no eras lo bastante cool.
Nuestros cumpleaños coincidían en el mismo mes, con apenas cinco días de diferencia, pero Mónica y yo nunca los celebramos, o no de la misma forma en que los celebraban las chicas de nuestro colegio. No dábamos fiestas en casa ni invitábamos a las amigas a tomar algo en un bar del barrio, no esperábamos regalos ni tarjetas, sino que organizábamos nuestros propios rituales, reuniones íntimas a dos, en casa de Mónica, aprovechando la circunstancia de que su madre siempre estaba fuera y no nos molestaría. Cuando cumplí trece años Mónica preparó una enorme tarta de chocolate con trece velas blancas -las mías- y catorce velas negras -las suyas- que apagamos entre las dos, juntas, de un solo soplido común. Nuestros alientos arrasaron aquel batallón de llamas en cuestión de un segundo. Juntas, nos sentíamos imbatibles. Yo le regalé un par de pendientes con forma de soles y un libro de divulgación sobre el cosmos, y ella a mí una pequeña cajita esmaltada en forma de corazón donde aquel año guardaría horquillas y más tarde pastillas, y que, por supuesto, todavía conservo. Ella me contó después que había encontrado las velas negras en una tienda de artículos esotéricos, y que el supuesto mago que las vendía le había advertido que tuviese cuidado con ellas, que las velas negras eran las que se utilizaban en los rituales satánicos. Se reía recordándolo y se le escapaban de la boca migajas de tarta de chocolate. Por si acaso, mis trece velas eran blancas, no negras. Todos sabemos que el trece no es número afortunado, y Mónica no era tan descreída como quería aparentar.
Un año después, en nuestro siguiente cumpleaños, nos encerrarnos en su habitación, con las persianas bajadas y las cortinas corridas y la habitación repleta de velas, y tumbadas sobre su cama, con los perfiles difuminados por la temblorosa luz amarilla de las decenas de pequeñas llamitas desperdigadas por el cuarto, fuimos enumerando por turnos todos los deseos -uno Mónica, uno Bea- que pensábamos hacer realidad ese año. Yo le regalé un álbum de tiras cómicas de Betty Boop (comprado, cómo no, en Metrópolis), porque encontraba que Betty se parecía mucho a Mónica. Ella me regaló a mí un disco de Siouxsie and the Banshees, porque a ella le encantaba su versión de «Dear Prudence», una canción que desde entonces me obligaría a admitir que existían razones para aferrarse a la vida: The sun is high, the sky is blue, it's beautiful and so are you… Dear Prudence, won't you open up your eyes? El título del álbum, Cal ei doscope, me hizo pensar en ella: su personalidad caleidoscópica estaba compuesta de múltiples detalles (existía la Mónica tranquila que se pasaba horas leyendo y adoraba las matemáticas, la Mónica gamberra a la que le encantaba montar bulla a las horas de clase, la Mónica escéptica que se acostaba con un chico cada semana y la Mónica sensible que aspiraba a casarse algún día y tener niños…), y todos estos diferentes aspectos de sí misma se recombinaban a cada movimiento de forma que, si volvía la cabeza, creía ver, al remirarla, a una nueva Mónica.
Los quince años me sonaban como una cifra muy seria, dotada de una significación mágica, casi cabalística. Ya usábamos tampones y sujetador y nos pintábamos los ojos y los obreros nos silbaban por la calle; y para celebrar que ya éramos mujeres hechas y derechas decidimos teñirnos el pelo a la vez: yo rubio platino, ella negro azulado. Yo con peróxido, ella con un tinte kolestint. Fue un ritual de cuarto de baño que cambió nuestro mundo de sentido y de color. Mi pelo castaño claro quedó blanco, el peróxido me hizo llorar los ojos; y en cuanto al tinte azul, arruinó una de las toallas de Charo y hubo que salir a comprar otra. Nos pasamos casi una hora limpiando la bañera, que se había quedado llena de chorretones azul oscuro, como una performance de Yves Klein, frotando apuradas con nanas empapadas en lejía, empleando en aquel frenético restregar toda nuestra energía. Si llega Charo y ve esto, nos cuelga, esta vez sí que nos mata. Joder, decía Mónica, friega con más brío. Mueve las muñecas, coño. Así no vas a aprender a hacer pajas en tu vida. Y al final, después de frotar y refrotar la dichosa bañera, y de bajar al Corte Inglés con un gorro de plástico en el pelo para comprarle otra toalla a un dependiente que nos miraba como si fuésemos marcianas, nos secamos el pelo, nos miramos al espejo y nos dimos de frente con dos versiones depuradas de nosotras mismas. Las cosas, a partir de entonces, serían blancas o negras, y no habría espacio para las medias tintas.
Podía imaginar que a mi madre no le iba a gustar el nuevo color, pero lo cierto es que no estaba preparada para la escenita que se organizó a cuenta de la decoloración de mi pelo. En cuanto me vio entrar por la puerta, sus ojos empezaron a soltar chispas aceradas, su cara tornó a un color púrpura intenso y empezó a gritar como una posesa. Me dijo que parecía una mujer de la calle y que ya podía ir llamando a la peluquería y pedir hora para que me arreglaran aquel desaguisado. Le respondí que yo quería dejar mi pelo como estaba, que se trataba de mi pelo, y no del suyo, y así comenzó una de nuestras peleas más sonadas. Yo estaba convencida de que me asistía toda la razón del mundo. Podía admitir que ella ostentase un relativo derecho a controlar a qué horas llegaba, puesto que, como ella se encargaba de recordarme, me mantenía, y por tanto podía exigir algo a cambio; pero mi cuerpo era mío y sólo mío, territorio de mi exclusiva jurisdicción. Ella no podía comprender ese razonamiento, claro, porque, según ella, mi cuerpo no me pertenecía a mí sino a Dios, y ella, como mi madre y mi vigilante moral, estaba encargada de que yo lo honrase como estaba escrito. Los gritos continuaron, progresivamente íbamos aumentando el tono, para ponernos cada una por encima de la otra, hasta que a la media hora me harté de tanto berrido inútil y me metí en mi cuarto pegando un portazo. Permanecí, como en tantas ocasiones, inmóvil sobre la cama, procurando no mover un músculo, intentando casi no respirar, ni siquiera parpadear. Aquélla se había convertido en mi forma de tranquilizarme cuando me llevaba algún disgusto. Desaparecer. Fijé mis ojos en la ventana y me entretuve contemplando el fluir de las nubes y cómo el paso del tiempo cambiaba el color del cielo.