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Le había costado muchísimo tenerme, y de hecho, me concibió cuando prácticamente no albergaba ya esperanzas, después de haber visitado a los mejores médicos de Madrid, de haberle hecho novenas a santa Sara, que quedó encinta a los noventa años, y a santa Rita, patrona de los imposibles, después de haber tenido tres abortos que le dolieron como tres puñaladas en el vientre y en el alma. Y a sus treinta y seis años nací yo, por fin, el fruto de sus entrañas que había estado esperando durante dieciséis. Aquel bebé de miembros regordetes que era yo, había sido su único deseo y obsesión. Y por consiguiente, me mimó todo lo que supo. Procuraba estar a mi lado todo el tiempo posible. Me compraba libros, caramelos y juguetes, y respondía a todas mis preguntas. Yo la adoraba, de pequeña.

En cuanto a mi padre, de lunes a viernes vivía recluido en una oficina de la que regresaba muy tarde y muy cansado, normalmente cuando yo estaba metida ya en la cama; y los domingos se atrincheraba en su despacho, con el periódico por parapeto, sin que se me permitiera, bajo ningún concepto, interrumpir su descanso. Yo le veía poco y él dirigía continuas miradas al reloj mientras estaba en mi compañía. El poco tiempo que estaba en casa, se hacía notar. Ellos dos se peleaban a menudo, normalmente a gritos. Con los años deduje, a partir de los insultos y las recriminaciones que se le escapaban a mi madre en las peleas, que mi padre tenía otras mujeres, y que tampoco se esforzaba mucho en ocultarlo.

Mi madre no pensó jamás en separarse. Faltaría más: ella era católica practicante. Su religión era lo más importante en su vida. No comprendo exactamente qué es la fe, pero sé qué era lo que convertía a mi madre en una creyente tan devota: el hecho de tener una agarradera, una justificación, una razón para vivir. Su marido no la quería (o no la quería como ella hubiese querido que él la quisiese) y ella sólo podía ser esposa y madre: ni había deseado ni le habían enseñado otra cosa. Además, en el medio en el que se movía y se había criado, aquel mundo del club de bridge y las reuniones de la parroquia, las divorciadas estaban mal vistas. En aquel ambiente se valoraba a los hombres por sus acciones y a las mujeres por su físico y más tarde por lo que hacían sus maridos, y toda la vida se organizaba desde fuera hacia dentro. Así de simple.

Además, la suya no era una situación excepcional, sino, más bien, moneda común. Todos los hombres buscaban respiros fuera de casa. Esta idea, que no era sino la oscura noción que de las relaciones conyugales pueda tener una niña que aún no sabe exactamente por qué es raro que un matrimonio no comparta la cama, pero que entiende que las habitaciones separadas implican un problema, se concretaría a mis quince años, cuando sorprendí en una cena en el Club de Campo una conversación que no hubiera debido llegar a mis oídos: dos socios de mi padre, que se habían sentado a mi lado y que estaban demasiado bebidos como para reparar en el excesivo, indiscreto, volumen de su voz, comentaban cómo en una fiesta prevacaciones a uno de ellos se le había ocurrido contratar a una prostituta, y todos los socios del bufete se la habían beneficiado en el cuarto de baño. Excepto Carlos Franco, le decía el uno al otro, que ya sabes cómo es, no sé si opusino o mariquita. El raro, pues, era el que no había aceptado ese comercio. Todos los demás daban por hecho que la infidelidad era un marchamo de hombría, una prueba inequívoca de virilidad.

Así pues, mi padre tampoco pensó nunca en dejarnos, creo, a pesar de los gritos y las discusiones constantes. En el mundo de mis padres, los señores tenían una legítima que se quedaba en casa con los niños y que les acompañaba a las recepciones: una mujer como mi madre, informada sin ser pedante, discreta sin llegar a sosa, bella aunque no llamativa, amena pero no avasalladora. Una brillante medianía, vamos. Una señora que tocase el piano aceptablemente, que hablase francés y que se hubiese educado en un convento.

Para mi madre, el matrimonio era el lugar del amor, de un amor hecho de dedicación, obediencia y respeto. Cualidades que irían, por supuesto, de la mujer al hombre y no al contrario. Pero la libertad de elegir o de rechazar el amor, los abandonos y los arrepentimientos, la esperanza y la desesperación, en suma, todos los detalles que conforman la pasión, no tenían nada que ver con el matrimonio. Ella contrajo matrimonio como quien contrae una gripe, y ni siquiera creo que el afecto influyera gran cosa en su elección. Quería a mi padre, al principio, pero de no haberle conocido a él se habría casado con cualquier otro parecido. Me parece que mi madre se decantó por la maternidad frente a la vida religiosa, las dos únicas opciones de las que era consciente.

Mientras transcurrió mi infancia, nada hacía prever que nuestra relación iba a acabar por deteriorarse de semejante manera. Yo quería mucho a mi mamá, hasta tal punto que cuando las niñas del colegio me preguntaban que a quién quería más, a mi padre o a mi madre, yo contestaba sin dudarlo: a mi madre. Siempre. Y las niñas que respondían «a los dos por igual» me resultaban muy sospechosas. No me fiaba de nadie que viviese en las medias tintas, que no tuviese decidido a qué bando pertenecía.

Sí, mi madre era mi sol y regía mi existencia. Pero el sol es menos estable de lo que parece; tiene estaciones y tormentas y ritmos de actividad, y las variaciones solares influyen directamente sobre sus planetas. El sol es agente de cambios terrestres: su brillo afecta a las temperaturas; sus rayos ultravioleta a los vientos y a la producción de ozono; sus tormentas de campos magnéticos y partículas subatómicas a las lluvias y la cantidad de nubes. De alguna manera, si el sol se enfada, si estalla en un bombardeo cósmico, la Tierra sufre el cambio de humor en su corteza.

Mi madre cambió, y yo con ella.

Atardecía, aunque con las cortinas echadas no era muy fácil darse cuenta desde el dormitorio de los padres de Mónica. Cortinas de Nina Campbell, colcha de seda de Pierre Frey, banqueta de hierro diseño Pedro Peña forrada a juego con la colcha. Un costurero de pino viejo hacía las veces de mesilla de noche, y Mónica fumaba un porro tendida a mi lado en la cama de matrimonio de Charo y Manuel, cuyo cabecero había formado parte, en su día, de un perchero antiguo. Charo lo había encontrado también en una de sus almonedas y le había salido por otro ojo de la cara. Pero, como de costumbre, ella opinaba que había merecido la pena.

Yo cerré los ojos y pensé en El Escorial. En verano solíamos ir allí. Pero aquel verano mi padre no tomaba vacaciones, y, aunque no habíamos hablado todavía de nuestros planes, parecía evidente que mi madre y yo no íbamos a soportarnos la una a la otra encerradas en la misma casa. Me imaginé a mí misma subiendo los escalones que conducían a la entrada del chalet, todos ellos forrados de piedrecitas blancas. El sol me acariciaba los hombros. Tenía diez años. De pequeñita había veraneado en una urbanización de chalets adosados que constituía el escenario de mis días felices. Durante los veranos niños y niñas de la urbanización militábamos en una misma pandilla y participábamos en apasionantes aventuras colectivas: robo de peras del huerto anexo a la urbanización (con agravante de premeditación y escalo), robo de bañadores colgados en los tendederos de los chalets (con premeditación pero sin escalo), sangrientas batallas a pedradas contra la pandilla de la urbanización de al lado y arriesgadas expediciones a territorios sin urbanizar nunca antes visitados por el hombre blanco. Aquellos veranos constituían uno de los escasos recuerdos felices de mi infancia.

– Tía, ¡esta chupa vale doscientos talegos!

La voz de Coco me devolvió a la realidad. Abrí los ojos y volví a tener dieciocho años. Coco se estaba probando una chaqueta de cuero de Loewe que acababa de sacar del enorme armario empotrado y estudiaba su efecto en una de las lunas.

– Ni sueñes que vas a salir con ella, que es del viejo -dijo Mónica-. Y no deberías fijarte tanto en las marcas. Es una horterada.

Coco, con la chaqueta todavía puesta, se sentó al lado de Mónica. Ella le pasó el porro.

– Ten mucho cuidado con la ceniza. Si mi vieja encuentra una quemadura en la colcha, me mata -dijo ella, de malhumor-. Hablando de viejas, ¿no va siendo hora de que vuelvas con la tuya? -Ahora se estaba dirigiendo a mí-. No puedes quedarte aquí eternamente. Sobre todo, no me apetece tener a tu vieja llamando a esta casa día sí, día no.

– Tú no vas a llamar a nadie, nena, y tu amiga se va a quedar aquí. De hecho, nos va a venir muy bien que se quede -dijo Coco.

– Pero tú qué dices… -Mónica le miraba con la boca abierta, sin acabar de creerse que un mindundi como aquél, que al fin y al cabo estaba en su casa de prestado, fuera capaz de llevarle la contraria.

– Me parece que tu amiga es la persona ideal para hacernos de mensajera. Me encanta el aspecto que tiene. A su lado, la misma Virgen del Rocío tiene pinta de traficante.

Coco le devolvió el porro a Mónica, que le miraba entre sorprendida y enfadada.

– Si crees que vas a meter a la pobre Bea en tus trapicheos, vas dado -respondió ella.

Le dio una calada al porro y volvió a pasárselo a él.

– Joder, te estoy hablando de llevar un paquetito, y punto. No estoy diciendo que le vaya a obligar a atracar una farmacia. -Pegó una larga calada, le pasó el porro a ella y prosiguió-: Además, ella no se va a meter en ningún lío, ya verás. No es lo mismo que si fuera yo, que ya me tienen muy visto, y que no pinto nada en según qué barrios.

– Pues entonces lo llevo yo, o quedas para hacer la entrega en cualquier otra parte. -Mónica volvió a llevarse el porro a los labios y se lo pasó a Coco acto seguido.

– A ti te han visto conmigo, y uno de los puntos que tengo acordados es que la entrega se realiza a domicilio. Así que no hay más que hablar.

Coco apagó el porro en el cenicero de plata que había en la mesilla de noche, y, acto seguido, ya con las manos libres, se tumbó de lado contra Mónica y empezó a acariciarle los senos pequeños y redondos, un par de flanes coronados con sendas guindas. Apretó la entrepierna contra el muslo de Mónica, le rozó ligeramente el borde del labio superior con el dedo índice, y notó cómo la boca de ella se entreabría. Los tres supimos que había llegado el momento de dejar la discusión para más tarde. Yo me levanté de la cama y me dirigí a la puerta, consciente de que a partir de aquel momento empezaba a sobrar.

– No sé si os dais cuenta de que yo también tendría que opinar algo en una discusión que, al fin y al cabo, versa sobre mi persona -dije antes de marcharme, apoyándome en el quicio de la puerta.

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