¿Era eso lo que había que hacer?
De noche, y todo tan callado, como si no hubiera nadie, ni siquiera yo. No puedo oír el mar, que en otras noches ruge y gruñe, ahora cercano y estruendoso, ahora lejano y tenue. No quiero estar solo así. ¿Por qué no te me has aparecido como un fantasma? Es lo menos que esperaba de ti. ¿Por qué este silencio día tras día, noche tras interminable noche? Es como una niebla, este silencio tuyo. Primero fue una mancha en el horizonte, al minuto siguiente estábamos en medio de ella, cegatos y trastabillando, agarrándonos mutuamente. Empezó el día después de la visita al señor Todd, cuando salimos de la clínica para ir a parar al aparcamiento desierto, todas aquellas máquinas perfectamente allí alineadas, tersas como marsopas y sin emitir ningún ruido, y ni la menor señal de la joven ni del ruido de sus tacones altos. Luego nuestra casa conmocionada en su propio silencio, y poco después los silenciosos pasillos de los hospitales, los pabellones insonoros, las salas de espera, y luego la última habitación de todas. Mándame tu fantasma. Atorméntame, si quieres. Entrechoca tus cadenas, arrastra tu sudario por el suelo, aplícate como una banshee , [14] lo que sea. Me gustaría tener un fantasma.
Dónde está mi botella. Necesito mi botella de bebé crecidito. Mi calmante.
La señorita Vavasour me lanza una mirada de compasión. Me estremezco bajo su mirada. Conoce las preguntas que quiero formularle, las preguntas que me muero por expresar desde que vine aquí sin haber tenido el valor de decirlas. Esta mañana, cuando me vio formularlas de nuevo en silencio, negó con la cabeza, casi con amabilidad.
– No puedo ayudarle -dijo, sonriendo-. Ya debe saberlo.
¿Qué quiere decir con debe? Sé tan poco de todo. Estamos en la sala, sentados en el mirador, como tantas otras veces. Fuera el día es frío y luminoso, el primer día realmente invernal que hemos tenido. Todo esto en el presente histórico. La señorita Vavasour está zurciendo lo que me parece, de manera sospechosa, uno de los calcetines del coronel. Tiene un utensilio de madera en forma de gran champiñón sobre el que extiende el talón para zurcir el agujero que hay en él. Me parece relajante observarla llevar a cabo esta tarea intemporal. Necesito descanso. Es como si tuviera la cabeza llena de algodón húmedo, y hay un sabor ácido a vómito en mi boca del que no pueden librarme ni todas las tazas de té lechoso ni todas las mojadas de tostada finamente cortada de la señorita Vavasour. Además, tengo un morado en la sien que me palpita. Me siento delante de la señorita avergonzado y contrito. Más que nunca me siento como un delincuente juvenil.
Pero menudo día fue ayer, menuda noche, y, ¡cielos!, menuda mañana después. Todo comenzó de manera bastante prometedora. Resultó que, irónicamente, era la hija del coronel quien se suponía que tenía que venir, junto con Hubby y los niños. El coronel intentó aparentar indiferencia, haciéndose el gruñón -«¡Esto va a ser una invasión!»-, pero a la hora del desayuno las manos le temblaban tanto de la emoción que dejó la mesa trémula y las tazas repiqueteando contra los platillos. La señorita Vavasour insistió en que la hija y la familia del coronel se quedaran a comer, que prepararía pollo, y le preguntó qué tipo de helado les gustaba a los niños.
– Oh, vamos -vociferó el coronel-, ¡de verdad, no es necesario!
Sin embargo, era evidente que estaba profundamente emocionado, y por un momento se le humedecieron los ojos. Me moría de ganas de ver por fin a su hija y al machote de su marido. Empero, la perspectiva de los niños me intimidaba un poco; me temo que, en general, los niños hacen aflorar al Gilles de Rais [15] que hay en mí.
La visita debía llegar a mediodía, pero sonó la campana de las doce, y llegó y pasó la hora de comer, y ningún coche se paró en la verja, ni se oyeron los gritos de alborozo de los Pequeños. El coronel caminaba arriba y abajo, una muñeca atrapada en la otra mano a su espalda, o se colocaba detrás de la ventana, el hocico hacia fuera, y sacaba uno de los puños de la manga y se llevaba un brazo a la altura del ojo y miraba con reproche el reloj. La señorita Vavasour y yo estábamos sobre ascuas, no nos atrevíamos a hablar. El aroma a pollo asado en la casa parecía una pulla despiadada. Era ya plena tarde cuando sonó el teléfono del vestíbulo, sobresaltándonos a todos. El coronel colocó la oreja en el auricular como un sacerdote desesperado en el confesionario. El diálogo fue breve. Procuramos no oír lo que decía. Entró en la cocina y se aclaró la garganta.
– El coche -dijo sin mirar a nadie-. Se ha estropeado. -Estaba claro que le habían mentido, o que nos mentía a nosotros. Se volvió hacia la señorita Vavasour con una sonrisa desolada-. Siento lo del pollo -dijo.
Le animé a salir a tomar una copa conmigo, pero se negó. Dijo que se sentía un poco cansado, que de repente tenía un poco de dolor de cabeza. Se fue a su habitación. Qué pesados sonaron sus pasos en la escalera, con qué suavidad cerró la puerta de su dormitorio.
– Vaya por Dios -dijo la señorita Vavasour.
Me fui solo al Bar del Embarcadero y cogí una castaña. No era mi intención, pero la cogí. Era una de esas tardes de otoño de sonido lastimero, veteadas de los rayos del último sol del día, que parecen el recuerdo de lo que, en algún momento del remoto pasado, hubiera sido el resplandor de mediodía. Horas antes la lluvia había dejado en la carretera charcos que eran más pálidos que el cielo, como si el final del día muriera en ellos. Hacía viento y los faldones de mi abrigo me revoloteaban por las piernas como si fueran mis Pequeños, suplicándole a su papá que no fuera al pub. Pero fui. El Bar del Embarcadero es un local tristón presidido por un enorme televisor que está a la altura del de la señorita V. Panorámico, permanentemente en marcha pero sin sonido. El dueño del bar es un tipo lento, gordo y fofo, de pocas palabras. Tiene un nombre peculiar, que ahora no recuerdo. Bebí coñacs dobles. Algunos momentos de la tarde permanecen en mi memoria, vagamente luminosos, como postes de luz en la niebla. Recuerdo que provoqué una discusión, o dejé que me provocaran, con un viejo del bar, y que alguien mucho más joven, su hijo, quizá, o su nieto, me reprendió, y que le empujé y amenazó con llamar a la policía. Cuando el dueño intervino -Barragry, ése es su nombre-, también intenté empujarle, embistiéndole desde el otro lado de la barra con un grito ronco. La verdad es que yo no soy así, no sé qué me pasó, quiero decir, aparte de lo que me pasa normalmente. Al final me calmaron y me retiré malhumorado a una mesa del rincón, bajo el televisor mudo, donde me senté farfullando para mí y suspirando. Esos suspiros ebrios, burbujeantes y trémulos, cómo llegan a parecerse a los sollozos. La última luz de la tarde, lo que pude ver de ella a través del cuarto superior sin pintar de la ventana del pub, era de un furioso tono marrón-morado que me pareció conmovedor y perturbador, es el mismísimo color del invierno. No es que yo tenga nada contra el invierno, de hecho, es mi estación favorita, junto con el otoño, pero ese año, el resplandor de noviembre parecía un presagio de algo más que el invierno, y mi estado de ánimo era de amarga melancolía. Con la intención de aliviar la pesadumbre de mi corazón pedí más coñac, pero Barragry me lo negó, con buen tino, como ahora reconozco, y salí violentamente del local con furiosa indignación, o intenté salir violentamente, pero lo cierto es que me tambaleé, y regresé a los Cedros y a mi propia botella, que cariñosamente he apodado el Pequeño Cabo. Por las escaleras me encontré al coronel Blunden y charlé un rato con él, no sé exactamente de qué. Ya era de noche, pero en lugar de quedarme en mi habitación y meterme en la cama me coloqué la botella bajo el abrigo y volví a salir. De lo que pasó después de eso sólo guardo intermitencias de recuerdos irregulares y mal iluminadas. Recuerdo que estaba de pie al viento, bajo el brillo tembloroso de una farola, esperando alguna revelación trascendental y general, y que de pronto perdí interés en ella antes de que llegara. Luego me encontré en la playa, en la oscuridad, sentado en la arena con las piernas asomando delante de mí y la botella de coñac, vacía ahora o casi, acunada en mi regazo. Parecía haber luces en el mar, a gran distancia de la costa, que cabeceaban y se mecían, como las luces de una flota pesquera, pero debo de habérmelo imaginado, pues no hay barcos de pesca en esas aguas. A pesar del abrigo tenía frío, pues su grosor no era suficiente para proteger mis partes traseras de la gélida humedad de la arena en la que estaba sentado. Sin embargo no fueron la humedad y el frío lo que me hizo esforzarme para ponerme en pie, sino la determinación de acercarme a esas luces e investigarlas; puede que incluso se me pasara por la cabeza meterme en el mar y nadar hasta llegar junto a ellas. Fue al borde del agua, de todos modos, donde perdí pie, caí y me golpeé la sien con una piedra. Me quedé allí echado no sé cuánto tiempo, perdiendo y ganando el conocimiento, incapaz o sin ganas de moverme. Fue una suerte que la marea estuviera en reflujo. No me dolía, ni siquiera estaba muy afectado. De hecho, me parecía bastante natural estar despatarrado allí, en la oscuridad, bajo un cielo tempestuoso, observando la tenue fosforescencia de las olas mientras avanzaban con entusiasmo sólo para volver a retirarse, como una bandada de ratones inquisitivos y timoratos, y el Pequeño Cabo, al parecer tan borracho como yo, rodaba arriba y bajo sobre la playa de guijarros, con un chirrido, y oyendo el viento sobre mi cabeza soplar a través de los invisibles huecos y embudos del aire. Debí de quedarme dormido, o puede que incluso me desmayara, pues no me acuerdo de que el coronel me encontrara, aunque él insiste en que yo le hablé de manera bastante sensata, y le permití que me ayudara a levantarme y me llevara de vuelta a los Cedros. Es lo que debió de ocurrir, me refiero a que yo debía de estar un tanto consciente, pues seguramente él no habría tenido fuerzas para ponerme en pie sin ayuda, y mucho menos para transportarme desde la playa hasta la puerta de mi dormitorio, llevándome a la espalda, ni tampoco para arrastrarme de los talones. Pero ¿cómo supo dónde encontrarme? Parece ser que en nuestro coloquio en las escaleras, aunque coloquio no sea la palabra, pues según él prácticamente sólo hablé yo, comenté largo y tendido el hecho bien conocido, bien conocido y un hecho según yo, de que ahogarse es la muerte más apacible, y cuando a última hora comprendió que no me había oído regresar, y temiendo que pudiera estar ebrio e intentara acabar con mi vida, decidió que debía ir a buscarme. Estuvo explorando la playa largo rato, y estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando el reflejo de la luna o de alguna estrella cayó sobre mi silueta, supina sobre ese litoral de guijarros. Cuando tras muchas eses y muchas pausas en las que me explayé sobre numerosos temas, llegamos por fin a los Cedros, él me ayudó a subir las escaleras y me llevó a mi habitación. De todo esto sólo sé lo que él me contó, pues, como he dicho, de ese titubeante anábasis no recuerdo nada. Posteriormente, cuando ya estaba en mi habitación, me oyó vomitar con gran estrépito -no sobre la alfombra, sino por la ventana, al patio trasero, me tranquiliza decir-, y luego al parecer me derrumbé pesadamente, por lo que decidió entrar en mi habitación, y ahí me descubrió por segunda vez esa noche, hecho un guiñapo, como suele decirse, al pie de la cama, inconsciente y, eso juzgó, urgentemente necesitado de atención médica.