– Están parando los relojes -dijo, en un hilillo de voz casi conspiratorio-. He detenido el tiempo. -Y asintió, con un movimiento solemne, de quien sabe lo que espera, y también sonrió, juraría que sonrió.
Fue la manera hábil y brusca con que Chloe se desembarazó de su rebeca lo que me permitió, lo que me instó a ponerle la mano en la parte posterior del muslo cuando se arrodilló a mi lado. Tenía la piel de gallina, helada, pero pude sentir el ímpetu de la sangre bullendo bajo la superficie. No reaccionó a mi mano, pero siguió asomándose para ver lo que estuviera mirando -toda aquella agua, quizá, esa lenta e inexorable inundación-, y cautelosamente deslicé la mano hacia arriba hasta que mis manos tocaron el tenso dobladillo de su bañador. Su rebeca, que había aterrizado en mi regazo, resbaló y cayó al suelo, y me recordó algo, un ramo de flores que se deja caer, quizá, o un pájaro que cae. Me habría bastado quedarme allí sentado con la mano debajo de su culo, el corazón latiéndome a un compás sincopado y los ojos fijos en un agujero de la pared de madera de delante, de no haber ella, en un movimiento diminuto y convulsivo, haber movido la rodilla una pizca hacia un lado en el banco, y abrir el regazo a mis asombrados dedos. La entrepierna acolchada de su bañador estaba empapada de agua de mar que mis dedos sentían abrasadora. En cuanto mis dedos encontraron ese rincón ella volvió a cerrar los muslos, atrapando mi mano. Unos estremecimientos que eran como diminutas corrientes eléctricas llegaban desde todas partes a su regazo, y, retorciéndose, se liberó de mí, y pensé que todo había acabado, pero me equivocaba. Rápidamente se dio la vuelta y se bajó del banco toda rodillas y codos y se sentó a mi lado aún retorciéndose y me volvió la cara y me ofreció sus labios fríos y su boca caliente para que la besara. Los tirantes de su bañador le formaban un nudo en la nuca, y sin apartar la boca de la mía se llevó una mano a la espalda y deshizo el nudo y se bajó la prenda húmeda a la cintura. Sin dejar de besarla, incliné la cabeza a un lado y, con el ojo que podía ver, miré más allá de su oreja, hacia las protuberancias de su columna vertebral, hasta el comienzo de sus estrechas ancas, y ahí la rendija era del color de un lustroso cuchillo de acero. Con un gesto impaciente me cogió la mano y la apretó contra el montículo apenas perceptible de uno de sus pechos, la punta del cual era fría y dura. Al otro lado, Myles estaba sentado con las piernas abiertas, la cabeza echada para atrás, apoyada contra la pared, y los ojos cerrados. A tientas, Chloe extendió el brazo a un lado y encontró su mano, plana con la palma hacia arriba, sobre el banco, y la entrelazó, y al hacerlo su boca se tensó contra la mía, y sentí, más que oí, un débil maullido que le nació en la garganta.
No oí abrirse la puerta, sólo registré que la luz cambiaba en el cuartucho. Chloe se puso rígida a mi lado, rápidamente volvió la cabeza y dijo algo, una palabra que no capté. Rose estaba de pie en la puerta. Llevaba el bañador, pero también sus zapatillas de bailarina negras, lo que hacía que sus piernas pálidas, largas y esqueléticas se vieran más pálidas, largas y esqueléticas. Me recordaba algo, no sabía qué, una mano en la puerta y la otra en la jamba, como si estuviera allí suspendida entre dos fuertes ráfagas, una procedente del interior de la cabaña que no la dejara entrar y otra que la empujara desde fuera por la espalda. Rápidamente Chloe se subió el bañador y volvió a anudarse los tirantes en la nuca, pronunciando de nuevo esa palabra en voz baja y ronca, la palabra que no pude entender -¿fue el nombre de Rose o sólo una imprecación?- y salió disparada del banco, rápida como un zorro, y agachada pasó bajo el brazo de Rose y cruzó la puerta y se alejó.
– ¡Vuelve aquí, señorita! -gritó Rose en una voz quebrada-. ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Entonces me lanzó una mirada, una mirada más de pena que de cólera, y negó con la cabeza, y se dio la vuelta y se alejó a paso de cigüeña sobre esas piernas blancas y zancudas. Myles, todavía despatarrado en el banco a mi lado, soltó una carcajada en voz baja. Me le quedé mirando. Me pareció que había hablado.
Todo lo que siguió a continuación lo veo en miniatura, en una especie de camafeo, o en una de esas imágenes panorámicas, vistas desde arriba, en las que los pintores clásicos, en un lugar que no era el centro exacto, representaban la escena de un drama con detalles tan ínfimos que apenas se notaban entre las extensiones azules y doradas del mar y el cielo. Me quedé un momento en el banco, respirando. Myles me observaba, esperando a ver qué hacía. Cuando salí de la cabaña, Chloe y Rose estaban en el pequeño semicírculo de arena que quedaba entre las dunas y el borde del agua, cara a cara, en guardia y chillándose. No podía oír lo que decían. Entonces Chloe se apartó de Rose, dio una patada en el suelo y trazó un estrecho círculo a su alrededor, levantando la arena. Le dio una patada a la toalla de Rose. Es sólo mi imaginación, lo sé, pero veo las olillas lamiéndole ávidas los talones. Al final, con un último grito y el curioso gesto de cortar hecho con mano y antebrazo, se dio media vuelta y se dirigió al borde del agua, y, haciendo tijera con las piernas, se dejó caer en la arena y se sentó con las rodillas apretadas contra el pecho y los brazos en torno a las rodillas, la cara levantada hacia el horizonte. Rose, con las manos en las caderas, la miraba airada, pero al ver que no obtenía ninguna reacción, se dio la vuelta y comenzó a reunir sus cosas furiosa, arrojando toalla, libro, gorro de baño en el hueco de su brazo igual que una pescadera arroja pescado a una nasa. Oí a Myles detrás de mí, y un segundo después pasó a mi lado a velocidad de esprint, la cabeza agachada, como si fuera a dar una voltereta en lugar de correr. Cuando llegó a donde Chloe estaba sentada, se sentó junto a ella y le echó un brazo por los hombros y apoyó la cabeza contra la de ella. Rose se detuvo y les lanzó una mirada indecisa, los dos allí abrazados, dándole la espalda al mundo. Entonces, lentamente, se pusieron en pie y se adentraron en el mar, el agua plana como el aceite apenas abriéndose en torno a ellos, y se inclinaron hacia delante a la vez y se alejaron nadando lentamente, las cabecitas moviéndose sobre aquella marea blanquecina, lejos, cada vez más lejos.
Nos los quedamos mirando, Rose y yo, ella apretando contra sí las cosas que acababa de recoger, y yo tan sólo allí de pie, no sé en qué estaba pensando, no recuerdo que pensara nada. Hay veces así, no muchas, en las que la mente simplemente se vacía. Ahora ya estaban lejos, los dos, tanto que ya no eran más que dos pálidos puntitos entre el cielo pálido y el mar más pálido, y luego los dos puntitos desaparecieron. Después de eso todo acabó muy rápidamente, me refiero a lo que pudimos ver. Una salpicadura, un poco de agua blanca, más blanca que toda la que nos rodeaba, y luego nada, el mundo indiferente envolviéndolo todo.
Hubo un grito, y Rose y yo nos volvimos para ver a un hombre grande de cara roja, con el pelo gris y muy corto, que bajaba las dunas hacia nosotros, levantando mucho las rodillas con aire aturullado a través de la arena resbaladiza con una prisa cómica. Llevaba una camisa amarilla y unos pantalones caquis y zapatos de dos tonos y blandía un palo de golf. Puede que lo de los zapatos me lo haya inventado. No obstante estoy seguro de lo del guante que llevaba en la mano derecha, la que sujetaba el palo de golf; eran de color marrón claro, sin dedos, y el dorso era todo agujeritos, no sé por qué me llamó especialmente la atención. No dejaba de gritar que alguien debería ir a buscar a los guardias. Parecía en extremo furioso, y gesticulaba con el palo en el aire como un guerrero zulú agitando su clava. ¿Zulús, clavas? Quizá quiera decir azagaya. Su caddy, mientras tanto, en lo alto del montículo, un mequetrefe demacrado y sin edad, enfundado en una chaqueta de tweed abrochada hasta arriba, contemplaba la escena que transcurría a sus pies con una expresión sardónica, apoyado despreocupadamente sobre la bolsa de golf con los tobillos cruzados. Junto a él apareció un joven musculoso con un ajustado bañador azul, no sé de dónde salió, pareció materializarse del aire, y sin más preámbulos se sumergió en el mar y nadó rápidamente, con brazadas rígidas y expertas. En ese momento Rose caminaba arriba y abajo por la orilla, tres pasos hacia un lado, parada, giro, tres paso al otro lado, parada, giro, como la pobre demente Ariadna a la orilla de Naxos, [13] todavía apretando contra el pecho la toalla, el libro y el gorro de baño. Al cabo de un rato regresó el aspirante a salvavidas, y avanzó hacia nosotros a grandes zancadas, saliendo del mar sin olas con esa entorpecida chulería del nadador, negando con la cabeza y resoplando. Era imposible, dijo, era imposible. Rose soltó un grito, una especie de sollozo, y negó rápidamente con la cabeza, y el jugador de golf la fulminó con la mirada. Entonces todos menguaron a mi espalda, pues yo estaba corriendo, intentando correr, a lo largo de la playa, en dirección a la calle de la Estación y los Cedros. ¿Por qué no atajé, a través de los jardines del Hotel Golf, hasta la carretera, donde caminar habría sido mucho más fácil?
Pero yo no quería que caminar fuera más fácil. No quería llegar allí donde iba. A menudo, en mis sueños, regreso allí de nuevo, caminando dificultosamente por esa arena que cada vez opone más resistencia, hasta el punto que parece que mis pies están hechos de una pasta informe y quebradiza. ¿Qué sentía? Sobre todo, creo, una especie de sobrecogimiento, sobrecogimiento ante mí mismo, es decir, por haber conocido a dos criaturas vivas que, de manera repentina y asombrosa, ahora estaban muertas. Pero ¿creía yo que estuvieran muertas? En mi mente estaban suspendidas en medio de un enorme espacio luminoso, verticales, los brazos entrelazados y los ojos muy abiertos, mirando gravemente delante de ellas hacia unas ilimitables profundidades de luz.
Ahí estaba por fin la verja verde de hierro, el coche en la gravilla, y la puerta principal, completamente abierta como casi siempre. En la casa todo estaba tranquilo y silencioso. Me movía por las habitaciones como si fuera un ser de aire, un espíritu flotante, un Ariel liberado y desconcertado. Me encontré a la señora Grace en la sala. Se volvió hacia mí, se llevó una mano a la boca, la luz lechosa de la tarde a su espalda. Todo es silencio, a excepción del amodorrado zumbido del verano que llega de fuera. En ese momento Carlo Grace entró diciendo:
– Maldita sea, parece que… -Y se interrumpió, y nos quedamos en silencio, por fin, los tres.