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A Grenouille le sudaba la frente. Sabía que los niños no olían de manera particular, tan poco como las flores aún verdes antes de abrir sus pétalos. En cambio ésta, este capullo casi cerrado del otro lado del muro, que ahora mismo empezaba -sin que nadie, excepto Grenouille, se apercibiera de ello- a abrir sus odoríferos pétalos, olía ya de modo tan divino y sobrecogedor que, cuando floreciera del todo, emanaría un perfume que el mundo no había olido jamás. Ahora ya huele mejor, pensó Grenouille, que la muchacha de la Rue des Marais; con menos fuerza, menos exuberancia, pero más delicadeza, más facetas y, al mismo tiempo, más naturalidad. Dentro de uno o dos años, esta fragancia habría madurado y adquirido una impetuosidad a la que nadie, hombre o mujer, podría sustraerse. Y la gente sería dominada, desarmada y quedaría indefensa ante el hechizo de esta muchacha, sin que nadie supiera la razón.

Y como la gente es estúpida y sólo sabe usar la nariz para resollar, pero cree reconocerlo todo con los ojos, dirían todos que era porque la muchacha poseía belleza, gracia y donaire. En su miopía, cantarían las alabanzas de sus facciones regulares, de su figura esbelta, de su pecho impecable. Y sus ojos, añadirían, son como esmeraldas y sus dientes como perlas y sus miembros como el marfil… y demás comparaciones a cual más idiota. Y la nombrarían reina del jazmín y la pintarían necios retratistas y su imagen sería pasto de los mirones, que la proclamarían la mujer más hermosa de Francia. Y los jovencitos vociferarían noches enteras bajo su ventana, al son de la mandolina… ricachones gordos y viejos caerían de hinojos ante su padre para pedir su mano… y mujeres de todas las edades suspirarían al verla y soñarían con ser tan seductoras como ella durante un solo día. Y nadie sabría que no era su aspecto lo que de verdad los había conquistado, que no era su belleza exterior, supuestamente perfecta, sino únicamente su fragancia, magnífica e incomparable. Sólo lo sabría él, Grenouille, que, por otra parte, ya lo sabía ahora.

Ah. Quería poseer esta fragancia. No de una forma tan inútil y torpe como en el pasado la fragancia de la muchacha de la Rue des Marais, que se había limitado a aspirar como un borracho, con lo cual la había destruido. No, ahora pretendía apropiarse de la fragancia de la muchacha que jugaba detrás de la muralla, arrancársela como si fuera una piel y convertirla en suya. Aún ignoraba cómo conseguirlo, pero disponía de dos años para reflexionar sobre la cuestión. En el fondo, quizá no era más difícil que arrebatar el perfume de una flor rara.

Se levantó y casi devotamente, como si abandonara un lugar sagrado o a una mujer dormida, se alejó despacio, encorvado, sin ruido, para que nadie le oyera ni se fijara en él, para que nadie se apercibiera de su valioso descubrimiento. Así huyó, siguiendo la muralla, hasta el extremo opuesto de la ciudad, donde el perfume de la muchacha se dispersó al fin y él volvió a entrar en la ciudad por la Porte des Fènèants.

Se detuvo a la sombra de las casas. El tufo maloliente de las callejuelas le dio seguridad y le ayudó a dominar la pasión que se había apoderado de él. Al cabo de un cuarto de hora volvía a estar completamente tranquilo. Como primera medida, pensó, no se acercaría más al jardín lindante con la muralla. No era necesario y le excitaba demasiado. La flor que crecía en él maduraría sin su intervención y, por otra parte, ya conocía las fases de su desarrollo. No debía embriagarse a destiempo con su perfume. Antes era preciso consagrarse al trabajo, ampliar sus conocimientos y perfeccionar sus habilidades de artesano para estar preparado cuando llegara el momento de la cosecha. Aún tenía dos años de tiempo.

36

No lejos de la Porte des Fènèants, en la Rue de la Louve, descubrió Grenouille un pequeño taller de perfumería y pidió trabajo.

Resultó que el "patrón", el "maitre parfumeur" Honorè Arnulfi, había muerto el pasado invierno y su viuda, una mujer morena y vivaz, de unos treinta años, llevaba el negocio con ayuda de un oficial.

Madame Arnulfi, después de quejarse largo rato de los tiempos adversos y de su precaria situación económica, explicó que en realidad no podía permitirse la contratación de un segundo oficial, pero que por otra parta, debido al exceso de trabajo, lo necesitaba con urgencia; que además no había sitio en la casa para albergar a otro oficial, pero que poseía una pequeña cabaña en un olivar situado detrás del convento de franciscanos -apenas a diez minutos de la casa- donde un joven sin exigencias podía pernoctar en caso necesario; que ella, como patrona honrada, conocía sus responsabilidades en lo relativo a la salud física de sus empleados, pero por otra parte se veía incapaz de procurarles dos comidas calientes al día… en una palabra: madame Arnulfi era -como Grenouille había olido hacía ya mucho rato- una mujer sensata dotada de un sano sentido comercial. Y dado que a él no le importaba el dinero y se declaró satisfecho con un sueldo de dos francos semanales y con todas las demás condiciones, se pusieron de acuerdo en seguida. Se solicitó la presencia del primer oficial, un hombre gigantesco llamado Druot, de quien Grenouille adivinó en el acto que estaba acostumbrado a compartir el lecho de madame y sin cuya aprobación ella no adoptaba por lo visto ciertas decisiones. Se presentó a Grenouille, que en presencia de aquel huno parecía de una fragilidad ridícula, con las piernas separadas y esparciendo a su alrededor una nube de olor a esperma, le examinó, clavó en él la mirada como si de este modo quisiera descubrir turbias intenciones o a un posible rival, esbozó al fin una sonrisa altanera y dio su consentimiento con una inclinación de cabeza.

Con esto quedó todo arreglado. Grenouille recibió un apretón de manos, una cena fría, una manta y la llave de la cabaña, un cobertizo sin ventanas que tenía un agradable olor a heno y estiércol de oveja seco y donde se instaló lo mejor que pudo. Al día siguiente entró a trabajar en casa de madame Arnulfi.

Era el tiempo de los narcisos. Madame Arnulfi los cultivaba en pequeñas parcelas de tierra que poseía a los pies de la ciudad, en la gran cuenca, o los compraba a los campesinos con quienes regateaba sin piedad por cada partida. Las flores se entregaban apenas abiertas, en canastas que eran vaciadas en el taller, formando voluminosos pero ligeros montones de diez mil capullos perfumados. Mientras tanto, Druot hacía en una gran caldera una sopa espesa con sebo de cerdo y de vaca que Grenouille debía remover sin interrupción con una espátula de mango largo hasta que el primer oficial echaba en ella las flores frescas. Éstas flotaban un segundo sobre la superficie como ojos horrorizados y palidecían al desaparecer en la grasa caliente, sumergidas por la espátula. Y casi en el mismo momento se ablandaban y marchitaban, muriendo al parecer con tal rapidez, que no les quedaba otro remedio que exhalar su último suspiro perfumado precisamente en el líquido que las ahogaba, porque -Grenouille lo descubrió con un placer indescriptible- cuantas más flores se echaban a la caldera, tanto más intensa era la fragancia de la grasa. Y ciertamente no eran las flores muertas lo que seguía exhalando perfume, sino la propia grasa, que se había apropiado del perfume de las flores.

Pronto la sopa se espesaba demasiado y entonces debían verterla a toda prisa en un gran cedazo para eliminar los cadáveres exprimidos y añadir más flores frescas. Entonces volvían a remover y colar, durante todo el día y sin descanso, pues el negocio no permitía dilaciones y al atardecer toda la partida de flores tenía que haberse cocido en la caldera de grasa. Los restos -para que no se perdiera nada- se hervían en agua y pasaban por una prensa de tornillo para extraerles las últimas gotas, que todavía daban un aceite ligeramente perfumado. El grueso del perfume, sin embargo, el alma de un océano de flores, permanecía en la caldera, encerrado y conservado en una repulsiva grasa de tono blanco grisáceo que se solidificaba poco a poco.

Al día siguiente se continuaba la maceración, como se llamaba este proceso; calentar de nuevo la caldera, colar la grasa, cocer más flores y así día tras día, de sol a sol. El trabajo era agotador. Grenouille tenía los brazos pesados como el plomo, callos en las manos y dolores en la espalda cuando se tambaleaba hasta la cabaña. Druot, que era tres veces más fuerte que él, no le ayudaba nunca a remover la sopa y se contentaba con echar las ingrávidas flores, cuidar del fuego y de vez en cuando, con la excusa del calor, irse a tomar un trago.

Pero Grenouille no se rebeló. Sin la menor queja, removía los capullos en la grasa de la mañana a la noche y apenas se daba cuenta de su fatiga durante el trabajo porque nunca dejaba de fascinarle el proceso que se desarrollaba ante su vista y bajo su nariz; el rápido marchitamiento de las flores y la absorción de su fragancia.

Al cabo de un tiempo decidió Druot que la grasa ya estaba saturada y no podía absorber más aroma. Apagaron el fuego, filtraron por última vez la espesa crema y la vertieron en recipientes de loza, donde no tardó en endurecerse, convertida en una pomada de maravilloso perfume.

Esta era la hora de madame Arnulfi, que se acercaba a probar el valioso producto, etiquetarlo y apuntar en sus libros con la mayor exactitud todos los datos sobre calidad y cantidad. Después de cerrar personalmente los tarros, sellarlos y llevarlos a las frescas profundidades de su sótano, se ponía el traje negro, cogía el crespón de viuda y hacía la ronda de los comerciantes y vendedores de perfumes de la ciudad. Con palabras conmovedoras describía a los caballeros su situación de mujer sola, escuchaba ofertas, comparaba precios, suspiraba y por último vendía… o no vendía. La pomada fragante se conserva mucho tiempo en un lugar fresco y si ahora los precios eran demasiado bajos, quién sabe, tal vez subirían en invierno o en la primavera próxima. También merecía la pena considerar sino le saldría más a cuenta, en vez de vender a estos explotadores, unirse con otros pequeños fabricantes y enviar por barco un cargamento de pomada a Génova o tomar parte en la feria de otoño de Beaucaire, arriesgadas empresas, sin duda, pero muy provechosas en caso de tener éxito.

Madame Arnulfi sopesaba cuidadosamente estas diferentes posibilidades y muchas veces se asociaba y vendía una parte de sus tesoros o las rechazaba y cerraba el trato con un comerciante por su cuenta y riesgo. Si durante sus visitas sacaba, sin embargo, la conclusión de que el mercado de las pomadas estaba saturado y no daría un giro favorable para ella en un futuro próximo, volvía al taller a paso rápido, haciendo ondear el negro velo, y encargaba a Druot el lavado de toda la producción para transformarla en "essence-absolue".

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