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Grenouille necesitó mucho tiempo para creer que no olía nada. No estaba preparado para esta felicidad. Su desconfianza se debatió largamente contra la evidencia; llegó incluso, mientras el sol se elevaba, a servirse de sus ojos y escudriñó el horizonte en busca de la menor señal de presencia humana, el tejado de una choza, el humo de un fuego, una valla, un puente, un rebaño. Se llevó las manos a las orejas y aguzó el oído por si captaba el silbido de una hoz, el ladrido de un perro o el grito de un niño. Aguantó durante todo el día el calor abrasador de la cima del Plomb du Cantal, esperando en vano el menor indicio. Su suspicacia no cedió hasta la puesta de sol, cuando lentamente dio paso a un sentimiento de euforia cada vez más fuerte: ¡Se había salvado del odio! ¡Estaba completamente solo! ¡Era el único ser humano del mundo!

Un júbilo inaudito se apoderó de él. Con el mismo éxtasis con que un náufrago saluda tras semanas de andar extraviado la primera isla habitada por seres humanos, celebró Grenouille su llegada a la montaña de la soledad. Profirió gritos de alegría. Tiró mochila, manta y bastón y saltó, lanzó los brazos al aire, bailó en círculo, proclamó su nombre a los cuatro vientos, cerró los puños y los agitó, triunfante, contra todo el paisaje que se extendía a sus pies y contra el sol poniente, con un gesto de triunfo, como si él personalmente lo hubiera expulsado del cielo. Se comportó como un loco hasta altas horas de la noche.

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Pasó los próximos días instalándose en la montaña, porque veía muy claro que no abandonaría con facilidad aquella bendita región. Como primera medida, olfateó en busca de agua, que encontró en una hendidura algo más abajo de la cumbre, fluyendo como una fina película por la superficie de la roca. No era mucha, pero si lamía con paciencia durante una hora, cubría su necesidad de líquido para todo el día. También encontró comida, pequeñas salamandras y serpientes de agua, que devoraba con piel y huesos después de arrancarles la cabeza. Comía además liquen, hierba y bayas de musgo. Esta forma de alimentación, totalmente discutible desde el punto de vista burgués, no le disgustaba en absoluto. Durante las últimas semanas y meses no había comido productos humanos como pan, salchicha y queso sino, cuando sentía hambre, todo lo más o menos comestible que encontraba a su paso. No era, ni con mucho, un "gourmet". El deleite no le interesaba, a menos que consistiera en el olor puro e incorpóreo. Tampoco le interesaba la comodidad y se habría contentado con dormir sobre la dura piedra. Pero encontró algo mejor.

Descubrió cerca del manantial una galería natural que serpenteaba hacia el interior de la montaña y terminaba al cabo de unos treinta metros en un barranco. El final de la galería era tan estrecho, que los hombros de Grenouille rozaban la piedra y tan bajo, que no podía estar de pie sin encorvarse. Pero podía sentarse y, si se acurrucaba, incluso tenderse en el suelo. Esto era suficiente para su comodidad. Además, el lugar gozaba de unas ventajas inapreciables: en el fondo del túnel reinaba incluso de día una oscuridad completa; el silencio era absoluto y el aire olía a un frescor húmedo y salado. Grenouille supo en seguida por el olor que ningún ser viviente había entrado jamás en esta cueva y tomó posesión de ella con una especie de temor respetuoso. Extendió con cuidado la manta, como si vistiera un altar, y se acostó encima de ella. Sintió un bienestar maravilloso. Yacía en la montaña más solitaria de Francia a cincuenta metros bajo tierra como en su propia tumba. En toda su vida no se había sentido tan seguro, ni siquiera en el vientre de su madre. Aunque el mundo exterior ardiera, desde aquí no se percataría de ello. Empezó a llorar en silencio. No sabía a quién agradecer tanta felicidad.

En los próximos días sólo salió a la intemperie para lamer la película de agua del manantial, evacuar con rapidez orina y excrementos y cazar lagartijas y serpientes. Por la noche eran fáciles de atrapar porque se ocultaban bajo las rocas o en pequeños intersticios, donde las descubría con el olfato.

Durante las primeras semanas subió de nuevo a la cumbre unas cuantas veces para olfatear el horizonte, pero esta precaución no tardó en ser más bien una costumbre molesta que una necesidad, pues ni una sola vez olió a algo amenazador, así que pronto interrumpió estas excursiones y sólo pensaba en volver a su tumba en cuanto había realizado las tareas más indispensables para su supervivencia. Porque aquí, en la tumba, era donde vivía de verdad, es decir, pasaba sentado más de veinte horas diarias sobre la manta de caballerías en una oscuridad total, un silencio total y una inmovilidad total, en el extremo del pétreo pasillo, con la espalda apoyada contra la piedra y los hombros embutidos entre las rocas, por completo autosuficiente.

Se sabe de hombres que buscan la soledad: penitentes, fracasados, santos o profetas que se retiran con preferencia al desierto, donde viven de langostas y miel silvestre. Muchos habitan cuevas y ermitas en islas apartadas o -algo más espectacular- se acurrucan en jaulas montadas sobre estacas que se balancean en el aire, todo ello para estar más cerca de Dios. Se mortifican y hacen penitencia en su soledad, guiados por la creencia de llevar una vida agradable a los ojos divinos. O bien esperan durante meses o años ser agraciados en su aislamiento con una revelación divina que inmediatamente quieren difundir entre los hombres.

Nada de todo esto concernía a Grenouille, que no pensaba para nada en Dios, no hacía penitencia ni esperaba ninguna inspiración divina. Se había aislado del mundo para su propia y única satisfacción, sólo a fin de estar cerca de sí mismo. Gozaba de su propia existencia, libre de toda influencia ajena, y lo encontraba maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino.

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Escenario de este desenfreno -no podía ser otro- era su imperio interior, donde había enterrado desde su nacimiento los contornos de todos los olores olfateados durante su vida. Para animarse, conjuraba primero los más antiguos y remotos: el vaho húmedo y hostil del dormitorio de madame Gaillard; el olor seco y correoso de sus manos; el aliento avinagrado del padre Terrier; el sudor histérico, cálido y maternal del ama Bussier; el hedor a cadáveres del Cimetiére des Innocents; el tufo de asesina de su madre. Y se revolcaba en la repugnancia y el odio y sus cabellos se erizaban de un horror voluptuoso.

Muchas veces, cuando este aperitivo de abominaciones no le bastaba para empezar, daba un pequeño paseo olfatorio por la tenería de Grimal y se regalaba con el hedor de las pieles sanguinolentas y de los tintes y abonos o imaginaba el caldo de seiscientos mil parisienses en el sofocante calor de la canícula.

Entonces, de repente -éste era el sentido del ejercicio-, el odio brotaba en él con violencia de orgasmo, estallando como una tormenta contra aquellos olores que habían osado ofender su ilustre nariz. Caía sobre ellos como granizo sobre un campo de trigo, los pulverizaba como un furioso huracán y los ahogaba bajo un diluvio purificador de agua destilada. Tan justa era su cólera y tan grande su venganza. ¡Ah, qué momento sublime! Grenouille, el hombrecillo, temblaba de excitación, su cuerpo se tensaba y abombaba en un bienestar voluptuoso, de modo que durante un momento tocaba con la coronilla el techo de la gruta, para luego bajar lentamente hasta yacer liberado y apaciguado en lo más hondo. Era demasiado agradable… este acto violento de exterminación de todos los olores repugnantes era realmente demasiado agradable, casi su número favorito entre todos los representados en el escenario de su gran teatro interior, porque comunicaba la maravillosa sensación de agotamiento placentero que sigue a todo acto verdaderamente grande y heroico.

Ahora podía descansar tranquilo durante un buen rato. Estiraba sus miembros todo lo que permitía la estrechez de su pétreo aposento; en cambio, interiormente, en las barridas praderas de su alma, podía estirarse a su antojo, dormitar y jugar con delicadas fragancias en torno a su nariz: un soplo aromático, por ejemplo, como venido de un prado primaveral; un templado viento de mayo que sopla entre las primeras hojas verdes de las hayas; una brisa marina, penetrante como almendras saladas.

Caía la tarde cuando se levantó, aunque esta expresión sea un decir, ya que no había tarde ni mañana ni crepúsculo, no había luz ni oscuridad, ni tampoco prado primaveral ni hojas verdes de haya… En el universo interior de Grenouille no había nada, ninguna cosa, sólo el olor de las cosas. (Por esto, llamar a este universo un paisaje es de nuevo una manera de hablar, pero la única adecuada, la única posible, ya que nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores). Caía, pues, la tarde en aquel momento y en el estado de ánimo de Grenouille, como en el sur al final de la siesta, cuando el letargo del mediodía abandona lentamente el paisaje y la vida interrumpida quiere reanudar su ritmo. El calor abrasador -enemigo de las fragancias sublimes- había remitido, destruyendo a la manada de demonios. Los campos interiores se extendían pálidos y blandos en el lascivo sosiego del despertar, esperando ser hollados por la voluntad de su dueño.

Y, como ya hemos dicho, Grenouille se levantó y sacudió el sueño de sus miembros. El Gran Grenouille interior se irguió como un gigante, en toda su grandiosidad y altura, ofreciendo un aspecto magnífico -¡casi era una lástima que nadie le viera!-, y miró a su alrededor, arrogante y sublime.

¡Sí! Éste era su reino! ¡El singular reino de Grenouille! Creado y gobernado por él, el singular Grenouille, devastado por él y erigido de nuevo cuando se le antojaba, ampliado hasta el infinito y defendido con espada flamígera contra cualquier intruso. Aquí sólo mandaba su voluntad, la voluntad del grande, del magnífico, del singular Grenouille. Y una vez disipados los malos olores del pasado, quería ahora inundarlo de fragancias.

Recorrió a grandes zancadas los campos yermos y sembró aromas de diversas clases, tan pronto parco como pródigo, creando anchas e interminables plantaciones y parterres pequeños e íntimos, derramando las semillas a puñados o de una en una en lugares escogidos. Hasta las regiones más remotas de su reino corrió, presuroso, el Gran Grenouille, el veloz jardinero, y pronto no quedó ningún rincón en que no hubiera sembrado un grano de fragancia.

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