– En la funeraria. Estoy segura de que la abuela está aquí, en alguna parte. Es sólo que hay tanta gente que me cuesta encontrarla.
– No está aquí.
– Si aparece, llámame a la funeraria de Stiva.
Marqué el número de Ranger y le conté mi problema; añadí que podría necesitar su ayuda.
Regresé adonde se hallaba Spiro y le dije que si no me dejaba hacer una visita a la sala de embalsamiento electrocutaría su inútil pellejo. Se lo pensó por un momento, giró sobre los talones y pasó frente a las salas de visita a grandes zancadas. Abrió de golpe la puerta del pasillo y me dijo que me apresurara.
– No está aquí -anuncié al regresar junto a Spiro, que mantenía la puerta abierta y miraba con ojos de lince por si detectaba bultos anormales en los abrigos que indicaran que un deudo había robado un rollo de papel higiénico. -¡Vaya sorpresa!
– El único lugar donde no he buscado es el sótano.
– No está en el sótano. Tiene la puerta cerrada con llave. Como ésta. -Me da igual.
– Escucha, seguro que se ha largado con otra vieja y ahora está en un restaurante volviendo loca a la camarera.
– Déjame entrar en tu sótano y te juro que ya no te molestaré.
– Eso suena bien.
Un anciano puso una mano sobre el hombro de Spiro.
– ¿Cómo está Con? ¿Ya ha salido del hospital?
– Sí. -Spiro pasó de largo, rozándolo-. Ha salido del hospital. Se reincorporará al trabajo el lunes de la semana que viene.
– Apuesto a que estás contento de que vuelva.
– Sí, estoy brincando de alegría.
Spiro cruzó el vestíbulo abriéndose paso entre los presentes, sin hacer caso de algunos y mostrándose amable con otros. Lo seguí hasta la puerta del sótano y esperé con impaciencia a que encontrara la llave adecuada. Yo estaba temerosa de lo que pudiese hallar al pie de la escalera.
Deseaba que Spiro tuviera razón. Deseaba que la abuela estuviese en algún restaurante con una de sus amigas, pero no me parecía probable.
Si la hubiesen sacado de la casa a la fuerza, Morelli o Roche habrían reaccionado. A menos que la hubiesen sacado por la puerta trasera. Ese era su punto débil. No obstante, lo compensaban con micrófonos ocultos. Y si los micrófonos funcionaban, Morelli y Roche me habrían oído buscar a la abuela y estarían haciendo lo suyo… fuera lo que fuese.
Encendí la luz de la escalera y llamé.
– ¡Abuela!
La caldera rugió en un rincón alejado y oí el murmullo de voces de las salas de arriba. Un pequeño círculo de luz iluminaba el suelo del sótano al pie de la escalera. Entrecerré los ojos y agucé el oído para detectar el menor sonido, por tenue que fuera.
De pronto, el corazón me dio un vuelco. Había alguien allí abajo. Lo sentía, como sentía el aliento de Spiro en mi nuca.
La verdad es que no soy heroica. Tengo miedo a arañas y a los extraterrestres y ocasionalmente siento la necesidad de mirar debajo de la cama por si acaso hay tíos babosos con garras. Si llegara a encontrar a uno saldría del apartamento, corriendo y gritando, y nunca regresaría.
– El contador está funcionando. ¿Vas a bajar, sí o no?
Saqué el 38 de mi bolso y bajé con él en la mano. Stephanie Plum, cazadora de fugitivos gallina, baja por las escaleras, peldaño a peldaño, casi ciega porque su corazón late con tanta fuerza que le enturbia la vista.
En el último peldaño hice lo posible por calmarme, tendí el brazo hacia la izquierda y pulsé el interruptor. Nada.
– Oye, Spiro, la luz no se enciende. Spiro se asomó desde arriba. -Debe de ser un cortocircuito. -¿Dónde está el cajetín? -A tu derecha, detrás de la caldera. Mierda. A mi derecha todo estaba oscuro. Metí la mano en el bolso para sacar la linterna, pero antes de que consiguiese hacerlo, Kenny surgió de entre las sombras. Me golpeó y caímos estrepitosamente al suelo; el impacto me dejó sin aliento; con la sacudida solté el 38 que salió volando en la oscuridad, más allá de mi alcance. Me levanté torpemente y recibí un golpe en el pecho. Sentí una rodilla en la espalda, que me presionaba contra el suelo, y el pinchazo de algo muy afilado en un lado del cuello.
– No te muevas, zorra -masculló Kenny-. Como te muevas un milímetro te clavaré este cuchillo en la garganta.
Oí que la puerta se cerraba y Spiro bajaba corriendo.
– ¿Kenny? ¿Qué diablos haces aquí? ¿Cómo has entrado?
– Por la puerta del sótano. Usé la llave que me diste. ¿Cómo, si no, iba a entrar?
– No sabía que pensaras regresar. Creí que lo habías guardado todo anoche.
– He vuelto para ver cómo iban las cosas. Quería estar seguro de que todo siguiese aquí. -¿Qué diablos quieres decir con eso? -Quiero decir que me pones nervioso. -¿Que yo te pongo nervioso? Ésa sí que es buena. ¡Mierda! Tú eres el caprichudo y dices que yo te pongo nervioso.
– ¿A quién llamas caprichudo? -Deja que te explique la diferencia entre tú y yo. Para mí esto es un negocio. Soy un profesional. Alguien robó los ataúdes, de modo que contraté a una experta para encontrarlos. No anduve por ahí disparándole a la rodilla a mi socio sólo porque estaba cabreado. Y no fui tan estúpido como para usar una jodida arma robada para matarlo y dejar que me pillara un poli que no estaba de servicio. No fui tan rematadamente loco como para creer que mis socios conspiraban contra mí. Nunca creí que se trataba de un jodido golpe de estado. Tampoco perdí la chaveta con la tía esta. ¿Sabes cuál es tu problema, Kenny? Que cuando se te mete una idea en la cabeza no hay quien te la quite. Te obsesionas y no ves nada más. Y siempre tienes que andar fanfarroneando. Pudiste deshacerte de Sandeman sin armar un follón, pero no, tenías que cortarle el jodido pie.
Kenny se echó a reír.
– Y ahora voy a decirte cuál es tu problema, Spiro. No sabes cómo divertirte. Siempre andas por la vida como un sepulturero. Deberías intentar clavar esa enorme aguja en algo vivo, para variar.
– Estás enfermo.
– Sí. Pero tú tampoco estás tan cuerdo. Has pasado mucho tiempo observando mi magia.
Oí a Spiro moverse a mi lado.
– Hablas demasiado.
– No importa. Esta puta no va a contárselo a nadie. Ella y su abuela van a desaparecer.
– Me parece bien. Pero no lo hagas aquí. No quiero mezclarme en eso.
Spiro cruzó la estancia, pulsó el interruptor general y las luces se encendieron.
Contra la pared había cinco ataúdes; la caldera, en medio, y una serie de cajones y cajas amontonados junto a la puerta trasera. No hacía falta ser un genio para adivinar el contenido de los cajones y las cajas.
– No lo entiendo -dije-. ¿Por qué trajiste eso aquí? Con volverá al trabajo el lunes. ¿Cómo vas a ocultárselo?
– El lunes ya habrá desaparecido -explicó Spiro-. Lo trajimos todo anoche, para hacer un inventario. Sandeman lo llevaba en su furgoneta y andaba vendiéndolo desde la parte trasera. ¡Joder! Fue una suerte que vieras el camión de la mueblería en la gasolinera de Delio. Al cabo de un par de semanas con Sandeman suelto, no nos habría quedado nada.
– No sé cómo lo metisteis, pero nunca podréis sacarlo. Morelli está vigilando la casa.
Kenny resopló.
– Saldrá como entró. En la furgoneta de la carnicería.
– Por Dios, no es una furgoneta de carnicería.
– Sí, es cierto, lo olvidé. Es un vagón dormitorio. -Kenny se puso de pie y me levantó de un tirón-. Los polis vigilan a Spiro y vigilan la casa. No vigilan el vagón dormitorio ni a Louie Moon. Al menos no a quien creen que es Louie Moon. Podríamos meter un chimpancé con sombrero allí dentro, que los polis creerían que es Louie Moon. Y el buenazo de Louie coopera muy bien. Sólo con darle una manguera y decirle que limpie, lo mantienes ocupado durante horas. No sabe quién conduce su maldito vagón dormitorio.
No estaba mal. Disfrazaron a Kenny para que pareciera Louie Moon, llevaron las armas y las municiones a la funeraria en el coche mortuorio, lo aparcaron en el garaje y lo único que tuvieron que hacer fue llevar los cajones del garaje al sótano, pasando por la puerta trasera. Y Morelli y Roche no veían la puerta trasera que daba al sótano. Y probablemente no oían nada de lo que ocurría en el sótano. No me parecía probable que Roche hubiese puesto escuchas allí.
– Bueno, ¿y qué hay de la vieja? -preguntó Spiro.
– Estaba en la cocina buscando una bolsita de té y me vio cruzar el césped.
La cara de Spiro se tensó.
– ¿Se lo ha contado a alguien?
– No. Salió como un bólido de la casa y me gritó por haberle clavado el picahielos en la mano. Me dijo que tenía que aprender a respetar a los ancianos.
Por lo que yo podía apreciar, la abuela no se encontraba en el sótano. Esperaba que eso significara que Kenny la había encerrado en el garaje. Si estaba allí, aún seguiría con vida y no la habría herido. Si la tenía escondida en el sótano, donde yo no pudiera verla, permanecía demasiado callada.
No quería pensar en las razones por las cuales estaría demasiado callada; preferí sustituir el pánico que me atenazaba el estómago por una emoción más constructiva. ¿Qué tal un razonamiento frío? No. No tenía ninguno a mano. ¿Qué tal un poco de astucia? Lo siento, hay escasez de eso. ¿Y la furia? ¿Tenía furia? ¡Joder, claro que sí! Tenía tanta rabia que no podía contenerla. Furia por la abuela, furia por todas las mujeres maltratadas por Mancuso, furia por los polis asesinados con las armas robadas. Sí, estaba furiosa, y tenía que valerme de ello.
– Y ahora, ¿qué? -pregunté a Kenny-. ¿Qué sigue? -Ahora te dejaremos para más tarde. Hasta que la funeraria se vacíe. Luego veremos de qué humor estoy. Tenemos un montón de opciones, puesto que estamos donde estamos. ¡Joder! Podría amarrarte a una mesa y embalsamarte mientras todavía estás viva. Sería divertido. -Presionó la punta del cuchillo contra mi nuca-. Andando. -¿Hacia dónde?
Con un gesto brusco de la cabeza señaló: -Al rincón.
Los ataúdes se hallaban amontonados en el rincón. -¿Hacia los ataúdes? Kenny sonrió y me empujó. -Nos encargaremos de ellos después. Entrecerré los ojos, escudriñé el rincón en sombras y advertí que los féretros no estaban apoyados contra la pared. Detrás de ellos había dos cajones frigoríficos para los cadáveres. Estaban cerrados; las bandejas de metal se hallaban detrás de las pesadas puertas.
– Estará bien oscuro allí -comentó Kenny-. Te dará tiempo para pensar.
El temor me recorrió la espina dorsal y sentí un nudo en el estómago. -La abuela Mazur… -Ahora mismo está en proceso de congelación.