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Pasé por encima del asiento y me senté al volante.

Morelli trató de abrir la puerta del acompañante pero tenía puesto el seguro, al igual que las otras tres y así iban a quedarse. Me daba igual que se le congelase la polla. Se lo tenía bien merecido. Puse el motor en marcha y me largué, dejándolo de pie en medio de la calle, en camisa y calcetines y con la picha a media asta.

A una manzana, en la calle Hamilton, me lo pensé mejor. Probablemente no fuese buena idea dejar a un poli desnudo en plena calle. ¿Qué pasaría si aparecía un tipo realmente malo? Seguro que Morelli no podría correr como estaba. De acuerdo, pensé, lo ayudaré. Di una vuelta en U y regresé al callejón. Morelli se encontraba donde lo había dejado, con los brazos en jarras y expresión indignada.

Reduje la velocidad, abrí la ventanilla y le arrojé la pistola.

– Por si acaso -dije.

Pisé el acelerador y me marché de allí.

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