Aquel histórico año cuarenta y cinco, en cuanto salí del edificio de la estación de Kralupy y di unos pasos por las calles, reconocí que la sombra de la catástrofe de marzo se cernía aún sobre la ciudad. Me pareció similar a un paciente gravemente herido al que las enfermeras están lavando y preparando para ir a la cama. En Praga, los escaparates estaban ya iluminados y las calles llenas de gente. Las de Kralupy estaban oscuras y casi desiertas. Nada recordaba en ninguna parte las entrañables fiestas. Como si el viento estuviera barriendo en los cruces, en lugar de la basura, el llanto, las lágrimas y los suspiros. Uno iba pisando recuerdos tristes y feos por todas partes. Al volver del cementerio, fui de unas ruinas a otras, de un descampado a otro, reconstruyendo en mi interior los edificios que allí habían estado. Conocía sus antiguas fachadas casi íntimamente y también había conocido a la mayor parte de la gente que los habitaba. Casi todas las ruinas estaban ya desescombradas; pero los descampados, vacíos y tétricos, daban pena. Fui a ver las tres casas en que habíamos vivido. No nos mudábamos de una a otra por variar, sino buscando un alquiler mas bajo. Los tres pisos eran espaciosos y, a su modo, bonitos. Sobre todo, claro está, me acuerdo del tercero, que estaba en el edificio de Correos. Allí vivimos más tiempo. La segunda casa, Jutersky, la encontré bastante desconchada. Pero no fueron las veloces bombas las que habían dejado su fachada tan desportillada, sino, paulatinamente, el paso del tiempo.
En aquella casa viví horas amargas. Una vez, a medianoche, en su patio estalló un incendio. Estaba ardiendo una industria de carnicería y salazón. Junto a ella había un cobertizo donde se guardaban toneles de gasolina. Al cabo de un rato llegaron los bomberos. Y resonaron sus gritos. No conseguían abrir la pesada puerta de roble. El miedo me asaltó. Me acordé de que aquella tarde, mientras daba vueltas por el patio, metí en el ojo de la cerradura un botón de hojalata de mi pantalón, pero no pude sacarlo y allí lo dejé. Al final, después de nuevos esfuerzos, lograron desfondar la puerta y así pudieron llegar hasta la casa y extender la manguera. El incendio fue apagado en seguida, pero ya en el último momento. El cobertizo empezaba a arder y las llamas hacían imposible sacar los toneles. Todo terminó bien, pero hasta el amanecer estuve sentado en la cama; me castañeteaban los dientes y el corazón me latía en las sienes.
Debo confesar que fue la primera vez que yo huí de Kralupy cobardemente. Sólo al pisar el andén, sentí un alivio. Como si de un solo salto me hubiera puesto a salvo de algo penoso y exasperante. No sabía cuándo iba a salir un tren para Praga. Todavía no había un horario de trenes exacto. Por añadidura, el tren de Podmokly llevaba un retraso de una hora. Caminé arriba y abajo por el andén, como antaño, cuando se desplazaba allí el paseo popular del atardecer. Los domingos se paseaba por la plaza, pero los días de la semana se hacía, de forma irregular, por el andén de Kralupy. Quizás porque en el andén siempre pasaba algo, la gente llegaba y se marchaba, las locomotoras silbaban y los trenes de mercancías hacían maniobras. Allí había más movimiento que en las quietas calles. Aquel andén recordaba la columnata de Marienbad. Pero era pobre y más triste. A veces había mucho humo; pero de tarde en tarde soplaba un vientecillo fresco que disipaba el humo y se notaba el olor del monte que había enfrente.
Cuando, de niño, bajaba en el andén de la estación de Kralupy, me echaba a llorar de alegría. Y al marchar, me caían unas lágrimas de tristeza.
Flotando desde alguna parte de las cercanías de Melmk, se reunían sobre Kralupy unos pesados nubarrones negros, cargados de nieve.
Había dado varias vueltas arriba y abajo, cuando de pronto una mujer desconocida me cortó el paso. Me obligó a detenerme con una sola sonrisa.
– ¿Ya no se acuerda de mí?. -La miré en la cara, todavía apreciablemente bella, pero ya marcada por el sufrimiento y por los años, y se me escapó súbitamente:
– ¡Elsicka!
Con una gran alegría me tendió las dos manos:
– Es estupendo que aún me haya reconocido. Ya ni mis amigos saben quién soy. Yo le conocí en seguida. Quizás no he envejecido tanto todavía.
¡Elsa, Elsicka! En Kralupy, antes de la guerra, había muchas familias judías, sobre todo entre los comerciantes, y Elsa pertenecía a una de ellas.
– Imagínese que de toda mi familia de Kralupy sólo me he salvado yo. Ahora estoy aquí, esperando a mi hermana de Canadá, que me ha invitado a su casa. ¡Voy a ir! Aquí todo me atormenta. Aquí me desespero.
Elsa había sido una de las chicas más guapas de Kralupy. La conocía desde que era una niña, pero casi sólo de vista. Le había hablado dos o tres veces, pero siempre unas palabras ocasionales y dichas de pasada. Y cada vez se ruborizaba de vergüenza. Vivía cerca de nosotros y me gustaba. La saludaba con timidez y ella me devolvía el saludo sonriente. Eso era todo. Ella me llevaba dos o tres años y yo nunca me habría atrevido a hablarle. En cada ocasión fue ella quien me obligó. Era guapa. Era tan llamativamente guapa que hasta las mujeres la seguían con su mirada. Quizá no era tan altiva ni tan arrogante como parecía a primera vista. Pero su andar sí era arrogante. Mi tía decía que caminaba como la reina de Francia. No sé a cuál de ellas se refería. También erguía su hermosa cabeza de tal modo que daba la impresión de que despreciaba a los demás.
Elsa me cogió del brazo con confianza y empezó a contarme, emocionada y atropelladamente, la luctuosa tragedia de toda su familia.
Hacía cuatro años que sus padres habían muerto, todavía en Teresin, el uno poco después que el otro. Ella y sus dos hermanos fueron llevados a Oswiecim. Su marido fue detenido poco después de la boda y murió en Mauthausen, donde tenía que subir unos pesados troncos de madera por una empinada escalera. Sus dos hermanos murieron en las cámaras de gas. Le estaba llegando el turno a ella. Cuando los alemanes se disponían a huir ante el Ejército Rojo, ella y unas desdichadas judías más lograron escapar y se fueron acercando, siguiendo al Ejército Rojo, a sus casas. Su casa de Kralupy, que los alemanes habían saqueado después de la sublevación, estaba ocupada por unas familias cuyas casas habían sido destruidas. Ahora vivía en Kralupy, en casa de unos amigos. No podía vivir aquí. Ni lo deseaba. Luego volvió a manifestarme lo mucho que se alegraba de que yo la hubiese reconocido.
Paseamos juntos por el andén, y me pidió que le hablase de aquel Kralupy en que había sido feliz, joven y despreocupada. Cuando le mencioné lo guapa que había sido y cuánto le gustaba a todo el mundo, sonrió, pero en seguida se echó a llorar.
Un instante después, silbaba el tren de Podmokly, en el que yo me marchaba a Praga y en el que llegaba su pariente. Sus hondos ojos oscuros brillaron como antes, cuando me sonrió.
Por la boca hermosa pero desesperada de Francesca de Rimini, Dante, en el quinto canto de su «Infierno», dice:
No hay mayor dolor
que recordar un tiempo venturoso
en el infortunio.
¡Son versos conocidos, muchas veces citados! ¡Pues ahí está! El poeta, a pesar de todo, no tenía razón en estas líneas. No, Dante no tenía razón en eso.
El tren con destino a Praga estuvo parado en Kralupy unos veinte minutos. No tenía vía libre. Pero ya no volví a ver a Elsa. Desde el lóbrego cielo empezó a caer la nieve. Primero, grandes copos; luego, más pequeños, pero cada vez más espesos. Después se desató una feroz tormenta de nieve. Primero desapareció ante mí el oscuro andén; después, todo el edificio de la estación y, por último, Kralupy entero, con todas sus heridas, sus penas y sus tormentos.
¡Adiós!
Muchos, muchos años más tarde me puse a traducir el Cantar de los Cantares de Salomón, y cuando buscaba palabras para los apostrofes amorosos, aparecía ante mí el rostro joven y adorable de Elsa de Kralupy. Emergía desde la profundidad de varios milenios, venía hacia mí y yo le recitaba los versos del poeta hebreo:
«Eres como el lirio entre los espinos. Tu estatura es semejante a la palmera, y tus pechos a los racimos. Tus ojos relucen como palomas junto a los arroyos de las aguas. Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, ¡y ven! Porque ha pasado el invierno, el tiempo de la canción ha venido y se ha oído la voz de la tórtola. Tus brotes son un paraíso de granados, de frutos exquisitos, de flores de alheña y nardos. Tus labios destilan miel, bajo tu lengua hay miel y leche.»
Estaba sentado en un tren parado y miraba por la ventanilla, detrás de la cual sólo se veía la tempestad. Miraba por la ventanilla con atención y fijeza, como si estuviera mirando por un caleidoscopio, pero lo único que veía eran los copos que caían. Me asombraba la vehemencia con que aterrizaban, e iba reflexionando: cuántos tipos de besos humanos hay en este mundo hermoso pero triste. Qué imaginativo es el amor, cuando un rostro de hombre se acerca al de una mujer. ¿Y las mujeres?
Hay un primer beso y un último beso. Pero, ¿a qué viene este canto de amor sombrío?
Hay besos apasionados, en los que los amantes sólo por un milagro no se arrancan sus lenguas de cuajo. Y también hay besos cariñosos, cuando la pasión se sublima en la languidez. Son besos húmedos, largos y ardientes, y el aliento humano es como una flor invisible que acaricia el rostro y las alas de la nariz al mismo tiempo.
Además, hay besos que recuerdan la mano tendida de un mendigo, y hay besos que son como las monedas que se echan en ella.
Hay besos totalmente desesperados, pero no hablemos de ellos.
También hay besos en los que los labios besan el corazón de la mujer. Tienen el efecto de una inyección intracordial. Alientan el corazón perezoso y despiertan el corazón todavía adormecido. Y si hablase del cuerpo de la mujer, hay muchos besos más. ¡Dios mío! Hay besos llenos de sonrisas y de alegría. Besos llenos de deseo y, a la par, besos de la realización de ese deseo.
También hay besos sin amor y sin calor. Apenas si rozan la carne. Vienen dictados por la costumbre, nada más. Hay besos dulces y besos amargos.
Y no cuento el beso de Judas.
No, es imposible enumerarlos todos. Como es imposible contar los copos de nieve que caen detrás de esta ventanilla del vagón.
De pronto se oyó la conocida señal y el tren se puso lentamente en marcha, camino de Praga.
¡Pero hay un beso más todavía! El beso de gratitud por recuerdos evocados, hermosos aunque ya postergados, anegados en lágrimas y aplastados por piedras: los recuerdos de la juventud.