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Antes de cenar, el señor Wolker nos hizo pasar, a Hora y a mí, a su despacho y trajo el libro de contabilidad, uno de aquellos libros que se veían sobre las mesas y mostradores de los bancos y las cajas de ahorro. Era alargado y estaba encuadernado en tela verdosa con rayas oscuras. En la cubierta habían escrito, con letra muy cuidada: «La enfermedad de Jifi.» El señor Wolker era director de la caja de ahorros de Prostéjov. Abrió el libro, lo puso ante nosotros y nos fue explicando las sumas anotadas que había tenido que emplear en la enfermedad de su hijo, en los médicos, en el sanatorio de Tatranská Polianka y, luego, en las pompas fúnebres de Prostéjov. Nos alegramos mucho cuando la señora Wolkrova nos llamó para cenar y pudimos huir del reino de las tristes cifras.

También se sentaron a la mesa unos invitados de Brno: Lev Blatny y Dalibor Chalupa. El pobre Blatny sufría de la misma enfermedad que Wolker y murió unos años más tarde. Estaban allí asimismo los profesores de Wolker, Kamenáf y Dokoupil, y unos cuantos compañeros de clase del instituto de Prostéjov.

El nombre del profesor Dokoupil suele aparecer en el contexto por el hecho de que Wolker fuera miembro del partido comunista y suele recalcarse su influencia sobre el joven poeta. Pero no fue exactamente así. En este sentido, Wolker estuvo mucho más influido por su amistad con Zdenék Kalista, con quien compartía la misma habitación en el barrio pragués de Smíchov, en la calle Na Celné, durante los años de sus estudios de derecho. La señora Wolkrova negaba esta influencia, pero no tenía razón. Fue Kalista quien llevó a aquel estudiante temperamental, pero serio, miembro de la joven generación del partido nacional demócrata, al que también pertenecía su padre, a la izquierda política y le introdujo en el ambiente de los estudiantes agrupados alrededor del profesor Zdenék Nejedly, en la casa Kaulich de la plaza de Carlos. De la misma manera influyó Kalista sobre la atmósfera juvenil del primer libro de poemas de Wolker. Faltaban varios años para que Wolker conociera al poeta Hora y a todos aquellos que se reunían con Hora, y para que comenzase a sonar en la poesía la nota revolucionaria que luego se convirtió en la suya propia.

Yo estuve presente varias veces cuando Hora aconsejaba a Wolker que dejara de emplear sus amaneradas conversaciones con Dios. Aquello iba dirigido también a mí, porque yo tampoco me había podido deshacer de la terminología bíblica y religiosa y trataba de unir el puño obrero y Lenin con las alas de los ángeles.

En medio de la cena, la señora Wolkrova, pidiendo un poco de atención, se levantó de la mesa y se puso a hablar de una manera conmovedora de su hijo; sobre su afecto, y que venía desde la infancia de Wolker y que no había ternura en los años en que Jifí se hizo adulto. El se lo confesaba todo. Le leía sus primeros intentos literarios, y más tarde le ponía al corriente de sus primeras inclinaciones amorosas y de los éxitos que obtenía con las muchachas de Prostéjov. Todo lo que tenía algo que ver con Jifí lo acompañaba con un afectuoso interés. Pero luego se quejó de que Jifí llevaba en Praga una vida bohemia y tempestuosa que originó la enfermedad que lo mató. Y en aquel instante me miró a mí.

Y aquí no puedo dejar de hacer una observación, aunque después de tantos años es bastante inútil: si hay algo que odio con todo mi corazón, es eso que llaman ser bohemio. Nunca he intentado hacer una cosa así. Y ya que la señora Molkrova, pronunciando estas palabras, fijó los ojos en mí, me gustaría, tal vez también inútilmente, añadir lo siguiente:

Wolker y yo fuimos una sola vez a un bar pobre y triste, el bar estaba en las afueras del barrio de Smíchov. Se llamaba «Finale» y Wolker escribió sobre él uno de sus poemas más flojos. Si no nos encontrábamos en casa de los Teige, donde vivió un poco más tarde, nos veíamos casi siempre en los cafés, pero estos encuentros tampoco eran demasiado frecuentes. De todas maneras, después de la muerte de Wolker, no tardamos en quedar libres de toda sospecha. El hermano de Wolker murió de la misma enfermedad y alguien me reveló que también habían muerto así el «viejecito» y la «viejecita» (como se llamaba cariñosamente a los bisabuelos en Moravia), que vivían en aquellos lugares y a los que Wolker visitaba a menudo.

Es decir, que más bien había sido una enfermedad hereditaria, que Wolker contrajo antes por su vida llena de privaciones. Tenía poco dinero y se lo gastaba en libros. Su padre era muy estricto.

Finalmente, la señora Wolkrova se dirigió también a la muchacha. Fijó los ojos en su carita y, con una voz algo más alta, le pidió que, en memoria de Jifí y de su amor, renunciara a todo lo mundano y entrara de monja en un monasterio.

En aquel momento noté que en la cara de Biebl aparecía una corta y furtiva sonrisa. De lo que pensaba la novia de negro no tengo ni idea. Dicen que hoy tiene hijos ya mayores y que ha sido feliz en su vida.

Por el camino de la estación, Kostá Biebl me reveló que, en el momento en que la señora Wolkrova mandaba a la chica al monasterio, su atrevida mano intentaba, bajo el largo mantel, estrechar la rodilla de la joven.

El mismo año en que falleció Jifí Wolker, murió en París Anatole France.

No sólo París, sino toda Francia estaba llena de él. Y Francia, cuyo nombre eligió como apellido, celebró por su gran escritor un funeral tal como él se lo merecía según los puestos oficiales: se hicieron unas honras fúnebres estatales con toda la pompa. Hubo una comitiva de brillantes sombreros de copa y uniformes militares. ¡Francia sabe hacer muy bien las cosas! Sin embargo, los surrealistas franceses imprimieron para esta ocasión unas octavillas volantes con el lema:

I lfaut tuer le cadavre.

Y, enormemente serios, entregaban las octavillas a los sombreros de copa.

De esta manera se vengaron de France, por su postura contraria a su movimiento y, también -y esto era lo más importante-, por principios: se negaban a quitarse el sombrero y a hacer reverencias delante de la grandeza y la gloria poética oficialmente petrificadas.

Pero ¿por qué estoy contando esto?

Después de su muerte, la popularidad de Jifí Wolker fue creciendo. No sólo entre los jóvenes comunistas que recibieron el patrimonio revolucionario de sus manos de poeta; había mucha gente que se identificaba también con él. Incluso en los círculos políticamente contrarios o enemigos. Sus versos sonaban hasta en los sitios donde menos lo esperábamos. Esta popularidad se debía, no sólo a la propia poesía de Wolker, muy contemporánea por sus ideas y próxima por su feliz carácter comunicativo, sino también al final trágico y prematuro de una vida joven y prometedora. Hasta los muertos nos aseguraban en sus anuncios funerarios que con sus fallecimientos no cambiaría nada en el mundo: sólo temblarían unos pocos corazones.

El editor volvía una y otra vez a publicar nuevas ediciones de los libros de Wolker y preparaba su obra completa. Se publicaba todo. Hasta los primeros intentos poéticos estudiantiles, los primeros poemas infantiles, el diario, todo lo que se pudo encontrar.

En la serie de impresiones bibliófilas, como los Poemas en prosa, Klytia y Niños, de la época estudiantil, Petr editó también los Apuntes de la enfermedad y Cartas a la señorita K. que Wolker escribió a su último amor. El editor hizo una copia caligráfica de las cartas, el célebre Cyril Bouda dibujó el retrato del poeta, y su madre, la señora Wolkrova, escribió el prólogo. Del libro se publicó un solo ejemplar. Al cabo de algún tiempo, la señora Wolkrova pidió al editor que le prestara este ejemplar singular y retiró su prólogo de la publicación. Es verdad que antes se había enfadado mucho con el editor, pero parece ser que ésta no fue la única razón de tan importante medida.

En fin, toda la vida pública estaba sumergida en el culto de la poesía de Wolker y su coyuntura seguía durando.

Seguro que habríamos deseado esta gloria a nuestro infeliz amigo si en este culto no hubiera algo de retardatorio que nos irritaba por sí solo y que para nosotros significaba un obstáculo en una época en la que llegábamos al principio de nuestra propia obra, que, según deseábamos, lógicamente, no debía quedarse a la sombra de la poesía de Wolker.

Nos identificábamos con la corriente europea de la poesía, personificada en el nombre de Apollinaire. Pero muchos de nuestros críticos demostraban que Wolker se había alejado de Apollinaire para conectar con la tradición checa de Erben.

La poesía inveterada de Erben nos decía muy poco por aquella época; en cambio adorábamos a Apollinaire. Y con Nezval, pero sobre todo con Teige, inventábamos el poetismo, poesía de la tranquilidad vital y de los momentos felices.

Pero no fuimos sólo nosotros, los más jóvenes, sino también Hora, aquel magnus parens de la poesía de la posguerra, quien se alejó de la poesía proletaria y revolucionaria hacia las áreas del alma para llegar a ser el poeta de sus dos o tres libros más hermosos.

Así que, después de unas discusiones apasionadas, nos pusimos de acuerdo en una acción contrawolkerina e inventamos el expresivo lema de batalla «¡Basta de Wolker!». No puedo dejar de advertir que Nezval no estaba demasiado entusiasmado con la acción, pero al final ya no protestaba. Y como en aquel tiempo no teníamos ninguna revista, informamos a Cerník, el redactor de la revista Pasmo, del grupo Devétsil de Brno. En el siguiente número apareció un comentario, no muy largo ni demasiado afortunado, bajo este lema; y empezó el escándalo. Más tarde apareció, creo que en la revista Hojas del arte y la crítica, un llamamiento de varios autores para salir del Devétsil. Entre ellos estaba Vilém Závada. Según me acuerdo, el contraataque que vino después, promovido por los partidarios de Wolker, se concentró sobre Závada, incluso adjudicándole a él la autoría de aquellas dos duras palabras. Injustamente. Las inventé yo. ¡Ya hace mucho tiempo de eso!

El culto de Wolker, naturalmente, continuó. Pero ya no nos importaba, porque, por lo menos en nuestra imaginación, teníamos despejado el camino. Y la generación de vanguardia, sobre la cual habla alguna gente joven de hoy como de una leyenda, no tardó en lograr el éxito en todos los campos: en la poesía, en el arte, en la música, en la arquitectura. Especialmente en esta última. Y también en la poesía.

Y si hace falta indicar algún nombre de generación para la historia del arte, creedme: fue la generación de Teige.

Si en este momento habéis oído un silencioso suspiro, no hagáis caso. Soy yo quien ha suspirado por la belleza de aquellos tiempos pasados, cuando éramos felices y no lo sabíamos.

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