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Redactaba la columna cultural con una minuciosidad y una precisión inhabituales. Era especialmente exigente, desde luego, consigo mismo. Durante las vacaciones yo le sustituía. Por lo general, se iba a Luhacovice, que le gustaba mucho; y sin embargo, se marchaba nervioso y se diría que no del todo contento. Tenía miedo, pues yo le parecía demasiado indolente y capaz de incurrir en ligerezas. Por eso me lo dejaba todo dispuesto hasta el último detalle. A veces yo no hacía mucho caso de sus indicaciones y consejos, amargándole así sus días de vacaciones. Una vez hasta estuvo a punto de interrumpir su descanso en Luhacovice para venir a toda prisa a Praga; tanto le había inquietado mi manera de redactar la columna. Por suerte, tenía una mujer inteligente en casa. Por lo demás, él tenía una parte de razón. En realidad, yo no era ni aproximadamente tan escrupuloso como le gustaría que fuese; pero, a mi juicio, también él exageraba en sus desvelos periodísticos. Hoy los criterios son ya enteramente distintos. Pero en aquella época me disgustaba y yo reconocía mi culpa.

Junto con el doctor J. Tráger, Pisa preparaba las reseñas teatrales. Entonces se escribía inmediatamente después del estreno. Para las ediciones de la tarde las redactaba la misma noche, pues los diarios nocturnos se imprimían ya por la mañana. En la edición matinal, la reseña debía aparecer al día siguiente. Si se trataba de un estreno importante, Pisa escribía una reseña previa sobre la otra, para informar a los lectores antes del estreno. Los viejos actores lo recuerdan bien. Abrían el periódico con impaciencia.

Sobre libros, Pisa escribía junto con el doctor K. Polak. Sobre exposiciones, informaba el pintor y crítico Jifí Krejcí, hijo del escritor F. K. Krejcí. Por último, sobre música, conciertos y otros eventos musicales, escribía R. J.

Prefiero no dar su nombre. Le llamábamos señor concejal, en recuerdo de su carrera administrativa en un ministerio. Era un caballero vivaz y afable que siempre encontraba alguna forma de distraernos en la redacción y cuyo optimismo vital nos animaba no poco. Pisa le trataba con cordialidad, aun cuando sus manuscritos le proporcionaban cierto trabajo.

Sabía hablar. Se sentaba y recordaba. ¡Tenía tanto que recordar! Había sido amigo de Oskar Nedbal, vivió a su lado una parte de su vida humana y musical y estaba familiarizado con su destino, que terminó con un salto desde la ventana. Las mujeres han cambiado de verdad. No me atrevo a juzgar si para mejor o para peor. Cada época crea su moral y los jóvenes miran al pasado con extrañeza. Claro está, al cabo de un tiempo los niños posan la misma mirada de asombro sobre su propio comportamiento. Por lo tanto, ¿de qué sirve maldecir o alabar? ¡La vida es así!

En cierta ocasión, el simpático señor concejal vino a vernos y su rostro estaba algo más alegre y quizás también había en él un aire desacostumbrado. Había algo que no le cabía en el pecho.

No le cabía y comenzó a hablar. A veces nos llamaba «chicos».

– Chicos, ya soy viejo.

Rondaba los sesenta, pero entonces aquello ya era vejez.

– Hace poco he soñado con Nedbal. Me invitaba con insistencia a un concierto suyo. Sospecho dónde. Voy a confiaros una cosa y le pediría al doctor Pisa que lo ocultase. Que haga luego con ello lo que mejor le parezca. No se trata de nada importante ni de un secreto del que podría avergonzarme después de mi muerte. Sin embargo, no quiero desecharlo. Y me gustaría que nadie lo descubriese en nuestra casa.

Extrajo de su carpeta un viejo sobre oficial, con el membrete del Ministerio de Cultura, y sacó de él un pañuelo de seda doblado. Estaba un poco amarillento. Cuando lo extendió sobre la mesa de la redacción, vimos unas amapolas silvestres bordadas, entre las que estaba recortado un agujero ribeteado con seda, roja también.

– Cuando era joven -continuaba el señor concejal-, me enamoré de una guapa muchacha. Era preciosa, de veras. Pero tan tímida como preciosa. Más vale que os diga de una vez que no me casé con ella. Nos separamos, pero la separación no fue dramática. Si mal no me acuerdo, ninguno de los dos tenía la culpa, ni ella ni yo. Guardo unos hermosos recuerdos. Por lo demás, ella también. Vive y su matrimonio es feliz. Por eso no quiero comprometer su felicidad zafiamente. Nos queríamos de verdad.

«Llevábamos ya una temporada saliendo juntos y yo intentaba conseguir de ella algo más que unos tímidos besos. Pero tropecé con una resistencia tan firme que incluso me dejó extrañado. No obstante, no desistí de mis ruegos ni de mi empeño, y volví a encontrarme con la misma resistencia una y otra vez. Pero vosotros mismos lo sabréis. ¡Somos tan brutos, los hombres! Tenemos la mala costumbre de no cansarnos en nuestro afán y no hay nada en el mundo que pueda detenernos en nuestra brutalidad amorosa. Pero la chica se resistía y se resistía.

«Cuando pienso en el comportamiento del hombre, se me ocurre que si una mujer se enamora de otra mujer, es más bien anormal, pero sí mucho más hermoso y dulce. Pero, ¡es tan poco probable!

»Le pedí entonces que me explicase por qué se defendía con tanto ahínco y, a mi juicio, sin sentido alguno. Durante mucho tiempo no quiso confesármelo, hasta que al final, toda sonrojada, me susurró al oído que le daba una vergüenza espantosa. Acto seguido puse manos a la obra y por fin la persuadí. Accedió, pero yo debía prometerle que tendría los ojos cerrados y, además, le cubriría el regazo con un pañuelo. Y así lo hice. En fin, incluso los delicuentes, al robar, utilizan el pañuelo para no dejar huellas dactilares. En aquel instante tañeron las campanas de Praga y su solemne son retumbó repetida y prolongadamente. Claro está, sólo yo las oía. Pero os aseguro que tañeron de veras.

Se lo creí fácilmente al señor concejal. Me había pasado algo semejante a mí.

Estaba yo sentado con Halas en el magnífico café veraniego de Brno. Era verano y, bajo el toldo del café, al aire libre, flotaban los maravillosos aromas de huertos. Y nosotros, Halas y yo, teníamos entre veinte y treinta años. Eramos de la misma edad. Estábamos sentados al lado de la barandilla de madera del café a todo lo largo de la cual se agitaba la muchedumbre dominical. El simpático Jifí Mahen pasó por allí, nos vio, se acodó despreocupadamente en la barandilla y se puso a charlar con nosotros. También despreocupadamente, pues de pronto vio un corrillo de alegres muchachas a las que conocía bien. Eran jóvenes bailarinas de un teatro situado en las proximidades, y que él regentaba severamente. También nosotros conocíamos a las muchachas. Las vimos y las seguimos tímidamente con la mirada.

De repente Mahen se calló, dio un paso adelante, cogió a una chica de la mano y le dijo: «Véruska, ése es un joven poeta de Praga. Te está mirando como Tristán a Isolda. Ven aquí, dale un beso.» ¡Cómo iba a desobedecer a su jefe!

Al sentir sus labios sobre los míos, yo también oí de repente a los ángeles cantar sobre mí sobre los árboles. Por desgracia, sólo un momento. ¡Qué hermoso fue aquello! ¡Y también yo fui el único que los oyó cantar!…

El señor concejal prosiguió:

– Al cabo de un tiempo, la chica vino a verme y me trajo este pañuelo para que lo guardase. Y hace cuarenta años que lo tengo guardado.

Metió el pañuelo en el viejo sobre y se lo entregó a Pisa. Pisa lo escondió en el profundo cajón de su escritorio.

El señor concejal J., sin embargo, sí fue al concierto de Nedbal. Murió poco después. Pisa y yo asistimos a su sepelio en la iglesia de San Simón y Judas de Frantisek, la de la clínica de los hermanos de la caridad, y yo le dediqué unos versos en Pravo iidu.

No hace mucho llamé ala señora Písova y, entre otras cosas, le pregunté, como de pasada, si en el legado de Pisa había encontrado el pañuelo de seda del señor concejal J. Un pañuelito con amapolas rojas. Las mujeres son listas. Mucho más listas de lo que nos creemos. Cuando se trata de ser listo, decía Pisa, una mujer vale más que tres hombres.

– No lo encontré. Ni me había hablado de él. Pero si se trata de algo erótico, puede estar seguro de que Tonícek lo quemó después de su muerte.

69. La decimocuarta estrella

Entre todas las variadas cosas posibles que se vendían en la feria de Kralupy, estaban también las estampas multicolores de las imágenes de los santos. Se las extendía a lo largo de la calzada sobre una lona remendada y ocupaban mucho sitio. Por eso se las desterró desde el mercado que se situaba en la plaza, hasta la pequeña explanada que se abría delante del ayuntamiento. Como la virtud puede ser vecina del vicio, y la beatitud, del negro pecado, pronto se instalaron junto a las estampas cantantes de romances de feria, un hombre y una mujer, con sus cuadros pintados sobre unos lienzos que colgaban en las rejas de la puerta de la finca de Karban. El hombre cantaba señalando con una larga vara las distintas partes del cuadro en que estaba representado un argumento horripilante. Era una especie de cómic de entonces. La mujer, que a ratos unía su voz de soprano al canto del hombre, vendía los textos impresos.

Desde una ventana de la planta baja del ayuntamiento me sonreían dos chicas de Janat que había conocido aquel verano. A veces las chicas escuchaban los cantos conmigo y se tragaban los horrores a palo seco, como yo. Yo tenía diez años.

También fue delante de aquellas estampas donde oí por primera vez el nombre de la ciudad de Jicín y vi por primera vez su vieja puerta con torres. En aquellos cuadros pintados «a mano», como precisaba el cantante, tenía un aire muy tétrico. Y con motivo. La canción hablaba de la tragedia del sastre Trnka de Jicín, que estranguló con sus propias manos a su mujer, madre de cinco hijos, para casarse con su amante de Zeleznice, que le estaba esperando en la alameda de los tilos, punto de citas de los enamorados de Jicín. Lo hizo de modo que pareciese que su mujer se había quitado la vida ella misma. Pero, como suele ocurrir, todo terminó de una forma muy distinta.

El sastre Trnka fue detenido y procesado. Lo ahorcaron en Hradec Králove. Su desdichada amante quiso cuidar de los pobres huérfanos, pero su solicitud fue denegada. Por lo que parece, no era mala chica. Prueba de que sus remordimientos no cesaban es que decidió morir y se arrojó de la torre de Jicín, frente a la entrada del templo de Santiago, donde las viejas vendían pequeñas coronas y ramos de primavera.

Diez años después escribí sobre aquel asesinato sanguinario un poema que ahora me hace sonreír con perplejidad. Era ingenuo y malo. ¡Aquella canción de feria era más bonita!

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