Las cosas le iban peor con las chicas que en la columnata, suscitaban la curiosidad de Nezval. Se paraba a su lado y les murmuraba algo confidencial. Alguna soltaba una carcajada, a la otra le salían los colores a la cara y estaba a punto de echar a correr. Sólo cuando se enteraban de que se trataba de Nezval, aceptaban su galanteo sin tanta turbación y algunas estaban visiblemente halagadas. No sé cómo está esto ahora, pero entonces las mujeres y las chicas amaban no sólo la poesía, sino también, quizás, a sus autores. Aquello estaba bien, ¡ya lo creo!
Yo esperaba, cada mañana, en la breve cola que se formaba delante del manantial del Molino. Un día vi a Nezval caminando a toda prisa. Estaba enormemente excitado. En seguida supe por qué. Me hizo salir de la cola para comunicarme, lleno de alborozo, que iba a hacer un viaje a la India.
La Unión de Escritores Checoslovacos enviaba, de tarde en tarde, a sus miembros al extranjero. Nezval estaba sorprendido y no ocultaba que la idea del viaje le alegraba. Hacía mucho que deseaba conocer aquella tierra misteriosa y bella. Ya estaba imaginando a las gráciles indias en sus saris color crema y se prometía que, desde Delhi, iría a ver sin falta los viejos templos de Khadzurah.
Cuando íbamos a casa de Teige, en la calle Cerná, y hurgábamos en la enorme biblioteca del anciano caballero, en la que había numerosos manuscritos, escrutábamos con amor una antigua monografía alemana dedicada a la India y sobre todo las páginas en que estaban las imágenes de aquellos antiquísimos lugares sagrados de los indios. Las fachadas del templo de Khadzurah estaban cubiertas de estatuas. Igual que un general de medallas. Eran innumerables. Quizá varios centenares, o más. Eran estatuas de amantes, de bailarines y de bailarinas. Los amantes estaban enlazados en estrechos abrazos y adornaban el templo con las actitudes amorosas más secretas y más íntimas. Aunque a mí más bien me recordaban los números acrobáticos de la familia Blondini en el trapecio, cuando estuvo aquí el circo de Kludsky. A su lado, una bailarina alzaba unos pechos tan redondos que parecían bolas de billar.
En nuestra tierra, como es sabido, los amantes buscan un escondrijo para su amor. En Krec, cerca de Praga, se ocultaban en la concavidad de un viejo roble hueco, a la que trepaban por sus ramas bajas. No sé por qué en Khadzurah habrían escogido la fachada de un templo. En fin, ¡están allí desde el siglo diez, así que nada!
¿Cómo no iban a atraernos aquellas imágenes? Eramos jóvenes, hacía mucho que conocíamos unas traducciones lapidarias del Kama-Sutra y, por supuesto, sentíamos curiosidad por el amor. ¡Cómo no! Por eso nos agradaba hojear aquella monografía de vez en cuando.
Acto seguido, Nezval completó aquel recuerdo con el sabor de los platos insólitos y exóticos; y el aire se llenó del olor dulzón que despedían los manjares, junto con los excitantes olores y sabores de la fruta que durante su visita a la India le esperaría en todas partes.
Yo disipé súbitamente aquellos momentáneos sueños sobre la cocina india y la fruta. Pocas semanas antes había regresado de un viaje por Vietnam y China una amiga de mi mujer, que había contraído allí una desagradable enfermedad. Los parásitos. Lamblias. Estaba en la cama de un hospital, y no era ella sola. Casi todos los que habían vuelto de aquellos países asiáticos pagaron su curiosidad gastronómica con algún mal tropical. Sobre todo con parásitos intestinales.
Se me escapó, y lo lamenté en seguida. No tendría que haber sido yo quien señalase a Nezval aquellos inconvenientes. Debería haber dejado que se lo dijesen los médicos. Había cometido un error. Su alegría, se extinguió. A pesar de su vida despreocupada y sus horarios nefastos, Nezval era un hipocondríaco.
Al día siguiente, frente al manantial del Molino, me declaró que no iba a ir a ninguna parte. Había hablado con los médicos y éstos le confirmaron mis palabras. Nezval llamó a Praga y renunció al viaje.
¡Adiós, amantes de Khadzurah! Fue la señora Pujmanova la que se fue a la India.
Como consecuencia de aquella desilusión, viví junto a Nezval otros minutos amargos. Fuimos a Supraphon a escuchar nuevos discos. Nezval había invitado a Karlovy Vary a su hijo Robert y a su madre. Les esperaba con impaciencia.
Me enseñó su fotografía con el orgullo de un padre feliz. Nezval no ocultaba su amor paterno. El muchacho tenía un parecido extraordinario con él. Conocí a la señora O. en los baños, pero no vi allí a su hijo. Ya no lo recuerdo. Quizás no había venido.
Tomando mi café en la pastelería Elefant, vi un día al médico y poeta húngaro Fuchs. Conocía bien a Nezval, pero no se llevaba bien con él. Sin embargo, Fuchs hablaba de Nezval con cordialidad y, después de conocer a un médico que estaba al corriente de la situación de Nezval, me trajo noticias desagradables. Los médicos que lo trataban ya no le daban a Nezval, desgraciadamente, mucho tiempo de vida. Estaba demasiado obeso para su débil corazón, Su corazón no lo resistía. Un año y medio, casi exactamente.
Me despedí de Karlovy Vary. ¡Adiós a las aguas! ¡Que el Manantial siga brotando y haciendo ruido hasta los felices años venideros! Kosta Biebl le dedicó un hermoso poema. Cuando hablamos de los años futuros, pensamos siempre en alguna felicidad por venir. Pero no sucede así. Cuando en la torre de San Vito instalaron el nuevo reloj, el dignatario eclesiástico que lo consagró y lo bendijo le deseó que siguiese funcionando hasta los felices años futuros. Poco después entraban en nuestro país las tropas alemanas.
En la cueva que hay debajo del Manantial se hacen unas rosas sorprendentes. Se coge una flor viva y se la sumerge en el agua que fluye de la pila del manantial hasta el río Teplé. En muy poco tiempo, la rosa se cubre de los minerales pardos y verdes del agua y queda petrificada. Propiamente dicho, es la máscara mortuoria de la exquisita flor.
No. No voy a llevar conmigo este sorprendente recuer-do de Karlovy Vary.
Dos años más tarde, en la primavera del año cincuenta y ocho, estuve ingresado bastante tiempo en la clínica de Motol. Allí, la primavera es triste. Los árboles vetustos no se animan a vivir. En abril murió Nezval. Después de todas sus andanzas, murió en brazos de su mujer Fáfinka, que lo seguía queriendo. Murió como se lo había predicho él mismo con su horóscopo: en la Semana Santa. Seis semanas después moría la señora Pujmanova.
En un cuarto del hospital vecino al mío estaba una enferma, hija del profesor Vratislav Jonás, de la clínica de Vinohrad. Era joven y su padre venía a verla a diario. El profesor no era nada insociable; hicimos amistad y me enteré de cosas muy curiosas. El estaba esperando la llegada del profesor Niederle y nos sentamos en un banco frente a la unidad de reanimación. Me habló de la señora Pujmanova, que estaba ingresada en la clínica de Vinohrad.
Al volver de la India, cayó enferma acusando claramente los síntomas de una afección tropical. Le descubrieron parásitos en el tracto digestivo. Tras someterla a un tratamiento infructuoso, decidieron operarla. Pero no encontraron nada. Los síntomas de la enfermedad volvieron a manifestarse. Una vez más se la intervino quirúrgicamente, y los médicos tampoco detectaron los parásitos. Poco después, Pujmanova fallecía. La autopsia mostró una pequeña úlcera en el duodeno. Era una úlcera corriente, sólo estaba sangrando. En todo aquello había funcionado la psicosis de las enfermedades tropicales, que llegó a confundir incluso a médicos eminentes.
No sé con qué sobornaría Nezval a las estrellas, qué les daría ni qué les prometería, para sacarles un horóscopo favorable para su hijo. Me enseñó aquel horóscopo que él mismo había calculado y en el cual creyó. Era excepcionalmente favorable.
La vida del joven Robert no fue, sin embargo, del todo feliz. Los singulares destinos que Nezval trazaba en su prosa, alcanzaron también a su hijo. Un día su madre le encontró tocando el piano con las venas de las muñecas abiertas. Lo salvaron en el último momento. No por mucho tiempo. Poco después decidió de nuevo poner fin a su joven vida. Aquella vez lo consiguió. Se arrojó por la ventana y se mató.
Murió sin haber catado todavía mucho de la vida que su padre había sabido saborear con todos sus sentidos. Sin embargo, su rostro se parecía mucho al de su padre.
64. Las cinco gotas de Vladimír Holán
A mediados de un otoño, durante los primeros años cincuenta, Holán y yo fuimos a Frenstát, que no está lejos de Radhost. Teníamos allí unos amigos, unos conocidos, y Frantisek Halas nos había hablado muy bien de aquella ciudad. Allí amaban la poesía.
Pero por una vez tuvimos que estar constantemente ojo avizor y obrar con cautela. Sólo así pudimos evitar enamorarnos de la joven y cautivadora Mahulenka P. Pero Holán juzgó sabiamente que, para nosotros, le sobraba su condición de casada; así que al cabo de tres días dijimos adiós al hospitalario Vlcina, nos despedimos de sus simpáticos habitantes y nos marchamos a toda prisa a la vecina Frycovice. Es un pequeño pueblo minero de Ostravia, donde nuestro amigo Frantisek Martínek regentaba entonces píamente su indigente parroquia.
El padre Frantisek era un anfitrión cordial y, además, buena persona. Nos había invitado ya varias veces y, cuando por fin llegamos a Frycovice, nos recibió literalmente con los brazos abiertos. Nada más cruzar el alto umbral de la parroquia, nos envolvió la vaharada del aroma de la carne estofada.
Podéis pensar de mí lo que queráis, pero cuando las células del gusto de mi boca se refocilan, amo la vida con todo mi corazón.
Frantisek era de Hana de Olomouce. En la cocina se estaban ya guisando dos solomillos que le habían enviado de casa y sobre la mesa alegraba la vista la belleza de las cenas de Hana. Aunque no estaba escrito en ninguna parte, se le podía leer en los ojos: bienvenido sea quien entra con buen corazón. Apenas nos sentamos a la mesa, Frantisek, solemne, apareció trayéndonos la temblorosa carne estofada, un magnífico rábano con manzanas y una barra de pan. Estaba dorado, porque lo habían hecho en un viejo horno de ladrillo. Entiendo bastante de eso. Mi mujer es hija de panaderos. Bueno, viva el padre Frantisek. Su casa de párroco era sencilla y algo triste. Allí faltaba una mujer. Todo lo demás era bueno y digno de atención. La carne, exquisita; la cena, inolvidable. En cuanto terminamos de comer, Frantisek salió para traernos, con una alegría pueril, dos botellas de vino blanco. Era vino de misa.
Al comienzo de los años cincuenta no teníamos todavía demasiado vino. El año anterior, además, algunos de los viñedos, ya descuidados durante la guerra, se habían helado y la cosecha fue desastrosa.