Poco después de los exámenes, la chica se casó. Nos escribimos hasta ahora. Tiene dos hijos muy apuestos. El mayor ya frecuenta los bailes, pero los ojos de la mujer conservan su brillo hasta ahora. Escribo estas líneas en el año en que en Myt se celebra el centenario no vivido de Noemi Jireckova, que murió a la edad de noventa años, en 1964. Así que podéis echar cuentas.
Han pasado justamente veinte años desde que yo llenaba en Myt de vino tinto mi vaso aristado.
Me encontré con Noemi poco después de que el médico jefe de Vysokomyt, el doctor David, le permitiera prescindir de sus cuidados. Fue él quien, además de ayudarle durante la perniciosa crisis de su salud, la devolvió, tras muchos años, al piano. Había un piano en el hospital. Apenas se sentó al piano, se restableció en seguida, también anímicamente. A partir de entonces empezó a tocar, de vez en cuando, de nuevo.
Fui a ver al médico jefe. En parte, porque estaba casado con una mujer de Jicín a la que yo conocía. En su hospital, el médico jefe también tenía monjas. Eran unas religiosas que después del año cuarenta y ocho tuvieron que abandonar su habitual trabajo y se las destinó a Myt. Se marcharon obedientes y obedientes cambiaron los libros de texto por los platos de los enfermos. Cruzaron conmigo unas palabras. Eran hermanas maestras de Bfevnov. Desde las ventanas de su vivienda de entonces veía sus jardines Kajetánce Vítézslav Nezval. Alguna vez me había hablado de ellas y, si no me equivoco, las mencionó en sus versos o en sus memorias. Una de las monjas era muy joven. Se ponía siempre detrás y el rubor teñía sus mejillas. ¡En balde! Era muy guapa y se llamaba Humilitas. La superiora no le quitaba el ojo de encima. Tenía sus motivos. Undsetova se quejó en su famosa novela de que los padres enviaran al convento sólo a sus hijas no del todo logradas. Decididamente, éste no era el caso.
¡Diantre! ¡Cómo no voy a jurar! Me habría enamorado de ella allí mismo. ¡Habría sido un hermoso milagro medieval! El médico no se habría enterado de nada y los enfermos de Vysokomyt olerían a azucenas.
La aventura tuvo un final feliz: no volví a verla nunca más en mi vida.
Entre todas las mujeres que encontré en Myt, la que más me apasionó fue Noemi Jireckova. Todavía llevaba alrededor de su cabeza la aureola de la fama y en las arrugas de su viejo rostro descubrí los rastros de su belleza joven. Si no hubiera sido por aquello, me atraería también por otra razón. Había sido el último amor de Jaroslav Vrchlicky. El último y también infortunado, como pronto supe por su relato. El fulgor amoroso del Claro de luna no alumbró ya la anciana frente del poeta.
Noemi nos invitó, a Hosek y a mí, a su viejo chalet, donde vivía con su hermana enferma.
Hasta el camino del suburbio de Vysokomyt, que pasaba junto a una aldea despoblada, dejaba sentir todo el peso del tiempo. Karel Havlícek Borovsky había recorrido aquel camino cuando una vez fue a buscar a Hermenegild Jirecky. Los restos enroscados de las vides, muertas o a punto de morir, clamaban solas por su muerte definitiva. Exactamente como el chalet de los Jirecek, otrora hogar de una familia medianamente pudiente, junto con sus dos habitantes, parecía invocar, en voz baja, la muerte, con su tristeza y su quietud.
Cuando penetré en la atmósfera rancia que se había estancado allí desde la primera mitad de nuestro siglo, no pude menos que evocar El lamento brutal de las cosas en descomposición. Entre los muebles antiguos, descoloridos y desvencijados, un piano ya enmudecido y trastos enteramente incomprensibles habitaban las dos ancianas encorvadas, cuyos ojos sólo brillaban cuando les preguntábamos por sus recuerdos. Qué luctuosa debe ser la vejez, cuando todos los conocidos, amigos y enemigos, ya han muerto y el hombre se queda a solas con su cuerpo enfermo y corcovado como aquellas ramas de las viejas vides. En el chalet reinaba la pesadumbre. Llegamos allí en los tiempos en que alguien, atendiendo al llamamiento de Hosek, solicitó al ministro de Cultura de entonces que le otorgase a Noemi una pequeña pensión que ahuyentó de los polvorientos aposentos por lo menos el hambre y el frío, ya que no podía espantar la sombra de la soledad, de la vejez y de las enfermedades. Hasta hacía poco, Hosek venía aún a ver a las hermanas con una fiambrera llena de sopa y alguna otra comida, pues -por extraño que parezca- ni siquiera en aquella situación tan difícil, no podían o no querían decidirse a separarse de una parte de sus joyas de familia, que no eran pocas y que guardaban celosamente. Ni de las sortijas, ni de la cadena de oro, atributo de nobleza. Para ellas hubiera representado un pecado y una falta de respeto ante sus recuerdos.
Noemi Jireckova nos recibió con un efusivo y cariñoso afecto. No eran muchos los que venían con buenas intenciones a preguntarle sobre aquellos que habían pasado por su vida para llenarla de alegría y sonrisas o de lágrimas. ¿Y de qué sirven los tristes soliloquios?
Tenía casi ochenta años. Hecha un ovillo, bajo su raído chal bordado con hilos de plata, nos contaba su vida.
Al principio se quejó a Hosek: «La gente me envidiaba porque era famosa. Pero a nadie se le ocurría pensar en los sacrificios que me había costado serlo.»
Nos habló de su juventud, de la hija de una familia nada opulenta, pero tampoco indigente. Su padre había sido el tutor del príncipe de la corona Rudolf y, a lo largo de toda su vida, a pesar de su conciencia nacional de checo, a todas luces sincera, mantuvo su estima por el trono de los Habsburgo. En este sentido, como es obvio, se enfrentaba a Karel Havlícek. Noemi tuvo una infancia de niña prodigio y sus padres supieron descubrir en sus interpretaciones pianísticas un talento excepcional. Así que, en vez de vivir las alegrías que a esta edad viven otros niños, pasaba varias horas al día sentada ante el piano. Tocaba con placer y con aplicación, aunque hubo interrupciones impuestas por sus enfermedades, bastante frecuentes y contumaces, y entonces el piano debía permanecer cerrado. Nunca había tenido una salud demasiado buena. Los nombres de sus profesores de música de Viena ya no significan nada para nadie. Debía su formación como intérprete a su profesor de Vymar, un discípulo de Liszt, Bernard Stavenhagen, en cuya casa conoció a un virtuoso tan renombrado como Eduard Riesler. El mejor período de su vida estaba todavía por delante. Y llegó cuando conoció a Frantisek Ondricek. El respeto por su personalidad y su maestría se transformó muy pronto en una amistad sincera y tierna. Desafortunadamente, a finales del siglo pasado, terminó con una separación, pero dejó marcada a Noemi para el resto de sus días. Junto con Ondricek, dio numerosos conciertos en muchas ciudades de nuestra tierra.
– Hasta ahora nadie en el mundo ha tocado la sonata c-moll de Grieg como usted -le dijo una vez Ondricek.
Luego siguieron un éxito tras otro. Tocó con la Filarmó nica Checa, conoció a Dvofák y a Foerster. Los dos admiraban su arte. Más tarde, al asistir a una fiesta, conoce a Jaroslav Vrchlicky. Pronto surgen la amistad y la predisposición al amor. Pero, desgraciadamente, sólo por parte de Vrchlicky, quien de pronto la abruma con sus cartas y viene a verla a Opat. Noemi no le hace caso a Vrchlicky. Sigue siendo, como ella misma confiesa, fiel a Ondricek. Vrchlicky regresa a casa ya gravemente enfermo y al año siguiente muere, desconsolado, en Domazlice.
Noemi me dedicó una fotografía deslucida en la que aparece junto con Vrchlicky En el rostro del poeta se lee ya el sello de la muerte, que augura el inminente fin del poeta. Le pregunté si conservaba las cartas de Vrchlicky No, Noemi las quemó después de la muerte del poeta. Podíamos creerla. Había alcanzado esa edad en la que ya no se miente. Más tarde me mandó con Hosek dos cartas del poeta. Son de la primera época. Las dos cordiales, pero sólo amistosas.
Noemi murió al alcanzar casi los noventa años. Un año más tarde murió también su hermana, con la mente ya confusa.
Poco después de morir la hermana, el chalet de los Jifecek fue saqueado. Todas las joyas de familia desaparecieron. Los libros, enmohecidos y rancios, estaban desparramados por el suelo. También se perdió una parte de su desordenado archivo. Se extravió el singular libro de conciertos de cuya existencia se tenían noticias. En vano Hosek lo estuvo buscando en el museo local, donde se depositó lo que quedaba del patrimonio. Del delincuente no se supo jamás.
Las ventanas estaban rotas y en el tejado había un agujero.
Antes que nada tengo que confesaros que soy algo sibarita. Me agrada comer, y como con verdadero placer. Lo reconozco de buena gana, pues no es nada terrible. Pero no soy un gastrónomo, ¡eso no! Lo como todo; pero para mí una buena comida sólo es la carne y odio con toda mi alma la zanahoria estofada.
¡Por el amor de Dios, no me habléis de los campos de concentración!
El sabor y el olor de las comidas, lo mismo las preparadas por afamados hombres de altos gorros blancos que las que hacían mi madre y mi mujer en casa, se me olvidan, por desgracia, como la melodía de la canción que sólo he escuchado una vez. En vano trato de reconstruirlos en mi mente, en vano piensa mi lengua atormentando con desasosiego mis olvidadizos labios. ¡Qué lástima!
Pero sí hay un plato que recuerdo con nitidez, y cuyo sabor vuelve a extenderse sobre mi lengua siempre que lo deseo. Porque se trata de un plato que me gustó sobremanera y que fue acompañado por una vivencia intensa y, a la vez que una vivencia, por un hombre estupendo.
El plato es las hojuelas rusas. El hombre, Román Jakobson, y la vivencia, quiero contárosla con pelos y señales.
¿Habéis probado alguna vez las hojuelas rusas?
No importa, os daré la receta. Es sencilla, aunque no precisamente barata. Pero, al fin y al cabo, podéis prescindir del caviar.
Las hojuelas no son otra cosa que nuestras, tan conocidas, lívance. Pero en Rusia las hacen de harina de cebada, sin sal y de tamaño de un plato. Después de freirlas, las hojuelas se ponen una encima de otra para que se conserven más tiempo calientes. Eso es todo. Cuando se han preparado las suficientes, empezamos a comerlas. Y aquí llega lo importante. Al extender una hojuela sobre el plato, echamos encima un poco de caviar, una loncha de salmón ahumado, un trozo de pepinillo, una rodaja de salchicha, una aceituna deshuesada, un filete de arenque u otros aderezos por el estilo. Luego enrollamos la hojuela, le echamos mantequilla derretida y nata dulce y espesa.
Cuando luego lo probáis, todas las células del gusto que tenéis en la boca se regocijan. Dejadlas gozar hasta que comáis por lo menos cinco hojuelas. Yo la primera vez comí siete, pero es demasiado.