Vimos a una muchacha menuda, cuyos pies, bronceados por el sol, corrían sobre la alta hierba. Hela aquí, corre, corre a toda prisa, y, cuando echa las trenzas por encima de su hombro, sus ojos despiden un brillo que sólo tienen los ojos de los niños. Corretea junto a nosotros, tal vez nos está diciendo algo de sí misma, pasa rozándonos, como si no estuviéramos en el camino. Sentimos ganas de acariciar el aire perfumado que había perturbado su inesperada aparición, quisimos tocar el prado por el que estaba corriendo y el propio camino que estaban pisando sus pies de niña. Y los seguimos con la mirada, cuando se precipitaron a nuestro lado arrancando al mismo tiempo una flor solitaria de acedera que quedó prendida entre los dedos de la chica, semejante a una piedra rara de esas que, en épocas pasadas, lucían en los dedos de los pies las hermosas princesas de antaño.
57. EN EL ROSTRO, UNA PENA LEVE
Sucedió hace más de medio siglo. Karel Teige y yo llamamos, no sin cierta desconfianza, a la puerta de la editorial de Václav Petr, todavía pequeña entonces, para ofrecerle el manuscrito de mi tercer libro: En las ondas de la TSF. En aquellos tiempos aún no existía aquí la radio, ni siquiera esa misma palabra, y para designar la telegrafía sin hilos se utilizaba esta abreviatura francesa.
Nuestra desconfianza no estaba infundada. Para aquella época, el libro era realmente insólito. A partir de su título. Era uno de los primeros libros que reafirmaban una nueva tendencia artística; así que no sólo yo, su autor, sino también Teige, que lo había preparado tipográficamente, habíamos hecho lo posible para que el espíritu del poetismo se desprendiese de sus páginas no sólo con fuerza, sino también con una imparcialidad provocativa. Poéticamente, no sólo era un diminuto apunte de cosas importantes, sino que, entre sus poemas más importantes, estaban esos versos marcados por el lema invertido de Macha.
En el rostro, una pena leve,
una carcajada honda en el corazón.
Esperábamos que el editor se mostrase al menos extrañado, que dudase sobre si valía la pena publicar un libro tan insólito. Nos dejó asombrados. Hojeó el manuscrito y, al cabo de dos o tres meses, el libro fue publicado exactamente como lo habíamos deseado.
Teige se aplicó a fondo. La respetable imprenta de Obzina de Vyskov tuvo que utilizar, para la composición de las galeradas, cuantos tipos había en sus cajas, pero, además de esto, tuvo que abandonar todas las clásicas reglas tipográficas que venía heredando y perfeccionando desde los tiempos de Gutenberg para ponerse a la altura de los estándares modernos de la presentación del libro. Los títulos y los textos de los poemas estaban compuestos con los tipos más variados. Cada poema estaba impreso de una manera distinta. Unos arriba de la página, otros, en su parte inferior. El viejo señor de Vyskov sacudía la cabeza al ver semejantes procedimientos, pero cumplía. La juventud de hoy tildaría los esfuerzos de Teige de rodeo tipográfico.
A los lectores les divertía sobre todo el breve poema «El ábaco de amor».
Tu pecho
es como una manzana de Australia.
Tus pechos
son como dos manzanas de Australia.
Cuánto me gusta este ábaco de amor.
El poema -si es que se puede hablar de un poema- fue impreso sobre la muestra tipográfica de un ábaco para niños. Pero hoy tengo que añadir a estos versos un pequeño comentario. Por aquel entonces, en las confiterías se vendían durante el invierno unas manzanas australianas de verdad. No tenían un sabor especial, pues maduraban durante su transporte. Pero eran hermosísimas. Cada fruto estaba envuelto en un fino papel de seda, y el señor Paukert, el pastelero de la avenida Nacional, las exponía en su escaparate colocadas sobre una fuente, y cada manzana estaba un poquitín desenvuelta, para que se pudiese admirar la excepcional belleza de su color. Eran insólitas. Y caras. Pero esto ya no tiene nada que ver con mis poemas.
Hace algún tiempo aquel libro, hoy ya histórico, debía haberse publicado de nuevo, en una edición facsímil. Pero no se publicó. ¡Lástima!
Le tiendo mi mano, mi querido señor Petr, por encima de este abismo de tiempo y de vida. Los dos somos ya viejos. ¡Pero es agradable recordar los tiempos en que uno era joven, y se alegraba de todo lo nuevo, y no pensaba en la muerte, y no tenía miedo a nada!
58. La pipa de Tristan Corbiére
En uno de los primeros días de junio acompañamos a Jindfich Hofejsí hasta su tumba del cementerio de Vysehrad. Cuando regresábamos, el tranvía nos dejó en la calle Myslíková, donde teníamos que hacer el transbordo. Esperamos unos minutos en la parada. Entonces fue cuando Hora me propuso pasar por Túmovka, un viejo café que estaba a la vuelta de la esquina, al final de la calle Lazarská. Horejsí iba allí cada día. En cierta época, nosotros también.
En la mesa situada junto a la ventana, donde se sentara a lo largo de años, colocando delante de sí sus libros y papeles, encontramos a su buen amigo Karel Konrád. Estaba solo y en su interior estaba entonando ya un pequeño réquiem a la voz de ruiseñor, expectante de que alguien se le uniese.
Cuántas veces encontré, durante los años pasados, a Hofejsí trabajando aquí. Los encargos de traducciones solían ser urgentes. Las más de las veces se trataba de obras francesas para el Teatro Nacional. Pero se equivocaría quien pensase que le molestaba si alguien le interrumpía o incluso se sentaba a su mesa. El tumulto y el humo, el ambiente típico de un café antiguo y popular, eran indispensables para que él pudiese trabajar. Se había acostumbrado a aquel café. Traducía de prisa y seguía escribiendo, a la vez que contestaba a las preguntas de sus amigos, sentados a cierta distancia. Nada le importunaba. Se tomaba un café solo tras otro; a veces alternaba el café con una jarra de cerveza y fumaba sin parar. Por la tarde llegaba a tomarse una decena de cafés. Y por la noche, ya no le quedaba nada para la cena.
Pero cuando estaba traduciendo poesía, se comportaba de una forma completamente distinta. En aquellos momentos nadie se atrevía a molestarle. Estaba irascible, nervioso, y todo el mundo optaba por dejarlo en paz. Encendía un cigarrillo con la punta del otro y permanecía absorto en sus pensamientos. La poesía no es una broma, decía; es algo terriblemente importante. La poesía es más importante que el puente sobre el valle de Nusel. En aquella época los periódicos habían entablado una discusión gratuita acerca de aquel puente.
Era, junto con Dyk y Capek, uno de aquellos traductores que le exigían a la traducción de un poema, además de su personalidad, una equivalencia absoluta con el original. Si al lector se le tapaba el nombre del autor, no debía sospechar que se trataba de una traducción, según su teoría. Nada debía recordarle que los versos habían rebasado el área de su idioma original para encontrarse, no sin cierto esfuerzo, pues toda traducción es un esfuerzo, en un reino lingüístico distinto. Con este criterio juzgaba Hofejsí la calidad de una traducción. Le gustaba Hanus Jelínek, pero no aceptaba varias versiones de Vrchlicky de Vítézslav Nezval. En su opinión, estos dos poetas traducían con excesiva libertad e insertaban en sus versiones demasiado de su propia personalidad. A menudo, desgraciadamente, cosas menos deseables aún. A veces la prisa, a veces la negligencia y la superficialidad.
¡Hay que ver esos franceses!, añadía. Mientras a ellos se los traduce con amor, ellos vierten a poetas extranjeros tan sólo en una miserable prosa. ¡El propio Baudelaire, que sí que estaba enterado de la reforma poética, traducía al maravilloso Poe únicamente en prosa!
El checo es un idioma espléndido. Se puede traducir al checo cualquier cosa, no sólo sin detrimento para la forma del original, que no es tan difícil, sino también conservando la fuerza de la expresión poética. El checo domina la poesía del autor más complejo. Aunque hace pensar mucho. Éstas eran sus palabras.
A Hofejsí no le gustaban las rimas fáciles y gastadas. La rima debe posarse sobre el verso como una mariposa se posa sobre una flor. Y eso no es fácil. El lo conseguía muchas veces al cien por cien.
Entre los poetas que traducía, le gustaba mucho Rictus, pero el que más le gustaba era Corbiére. A menudo reproducía, con una coquetería leve y bien oculta, su pose literaria.
El arte no me conoce a mí, yo no conozco el arte, contestaba junto con Corbiére cuando le preguntábamos sobre sus propias poesías, para las que le quedaba muy poco tiempo. Cuando un camarero se le dirigió preguntándole qué iba a tomar, citó al poeta: «¡Tengo todos los deseos y ni un solo franco!»
Le encontré en la presentación de una selección de Los amores amarillos, que más tarde fue publicada por Melantrich. Me leyó unos poemas, pero el que él prefería era el dedicado al poeta y su pipa, que también había traducido.
… Cambio el firmamento del cielo por la oscuridad, la mar, el desierto y los milagros. El turbio ojo se les adhiere…
¡ Ya en el otro mundo gira
el alma, la vergüenza de su vida!
…Yo me apago. -El se duerme.
Duerme, sin más: Yo arrullaré a la Mariposa Nocturna. Goza de tu sueño hasta que termine… ¡Pobrecillo mío!… Si el humo lo es todo,
Será verdad que todo es humo…
Cuando terminó de leerme el poema, me quedé realmente hechizado. El lo advirtió, aunque yo no decía nada. Metió la mano en el bolsillo y me tendió una pipa.
– Cójala. Es de París. La compré en un bar de Montparnasse a un marinero borracho. Es probable que la pipa haya pertenecido a Tristan Corbiére.
La pipa tenía un aspecto en cierto modo inusual y obsceno y llamaba la atención. Cuando, unos días más tarde, la enseñé en Slávia, Nezval manifestó un entusiasmo desmedido. Le gustaba todo lo sobrenatural, todo cuanto rayaba en lo trascendental; era metafísico, absurdo e imposible, y me convenció de que la pipa podía haber pertenecido realmente al propio Corbiére. Esas cosas ocurrían, y no en vano Corbiére había sido poeta del mar y marinero. Clavó en la pipa una mirada tan codiciosa que no lo dudé: le pedí que no se lo dijera a Horejsí y le regalé la pipa.
¡Me gustaría saber quién la tiene ahora y quién fuma en ella!
Bastantes cavilaciones le costó a Hofejsí el nombre del marinero Hrbác (Jorobado), al que Corbiére había dedicado un poema largo y solemne. El marinero tenía un apodo que era el nombre de una pista alquitranada dividida en dos que se utilizaba para la construcción de barcos. En vano buscaba en checo una palabra específica que tuviese este significado, hasta que alguien le aconsejó pasar por la taberna del marinero Pepek en Vinohrady. Allí se reunían los marineros checos después de surcar todos los mares del mundo. En efecto, cuando explicó a uno de ellos, que acababa de regresar de Tolón, de qué se trataba, supo que aquella pista en checo se llamaba dvouítrán. Volvió a casa rebosando alegría. Tenía nombre para el protagonista del poema y, en voz baja, se alabó a sí mismo: «¡Si Corbiére lo supiera!»