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Se me encargó que anunciase a los habitantes de Brévnov el cambio de nombre de la calle. Pusieron una pequeña tribuna para una persona, en medio de la calle, cerca del parque, justo al lado de un arbusto de escaramujo que todavía sigue allí. Aquel día, precisamente, floreció.

44. El atentado contra el doctor Kramár

Habitábamos uno de los desconchados y tristes inmuebles de la avenida Hus de Zizkov. Uno de los que estaban condenados a la demolición, como lo estaban casi todos los demás edificios de aquella parte de la ciudad. La vida en él era bastante difícil y agobiante. El único conducto de agua corriente, que estaba en el pasillo, era utilizado por los siete inquilinos, y cuando hacía un invierno un poco duro y alguien dejaba por la noche el grifo mal cerrado, por la mañana, en el pasillo, encontrábamos una pista de patinaje y teníamos que desparramar ceniza sobre ella. El edificio no tenía lavandería; en invierno se lavaba en las cocinas, y en verano, en la galería o en el oscuro patio. Pero las mujeres tenían miedo de ir allá, porque las ratas, de hasta un cuarto de metro, se deslizaban junto a sus desgastadas zapatillas. ¿El baño? Era algo tan excepcional, tan raro, como hoy lo es un laboratorio orbital. Y prefiero no mencionar siquiera este último servicio, tan imprescindible.

En la avenida Hus, delante de nosotros, había una barraca que parecía una cabaña rústica. Además, en la casa estaba situada una famosa taberna. De día, era una tasca común y corriente, adonde se iba a tomar una cerveza; pero por la noche el local se convertía en un glorioso centro de peregrinación. Era conocido con el nombre de El ángel dorado. En efecto; sobre la entrada había un relieve dorado con un ángel de tamaño natural. Se encontraba más bien tendido de costado, pero sus alas apaciblemente desplegadas permitían comprender que estaba volando, a punto casi de aterrizar en el mostrador. Servía en ese mostrador una hermosa tabernera, con un blanco delantal lleno de encajes. Me gustaba ir allí, aunque, según decían, detrás de la esquina tenían una smkhovska mejor y ponían una ración más grande.

De niño -pero cuando era muy niño todavía- también rezaba ante aquel ángel dorado. Sin embargo, pronto comprendí que mis oraciones no iban bien orientadas. Que el ángel no era como debía ser.

En cambio, las vistas desde el ventanuco de la cocina de nuestra vivienda y desde la galería eran hermosas. Nos maravillaba ver los campos de Zizkov invadidos por la vegetación silvestre. Cuando llegaba la primavera, florecían allí decenas y decenas de viejos arbustos de botones de oro. ¡Ay, qué bello era aquello! Como si cascadas de agua dorada estuvieran bajando hacia nuestra cocina. Fue en aquella casa donde leí en Cerven los nuevos versos de Srámek sobre el codeso. Los recité en voz baja, acodado en la barandilla de nuestra galería:

Oh tristeza, un día de mayo fui ayer a buscar al poeta: debajo del codeso en flor, y no era un sueño.

Ahora estos versos ya no me gustan tanto. Son de los más flojos del poeta. Pero entonces me hechizaban.

Cuando, bordeando la línea de ferrocarril que corría junto a los campos, florecía la hilera de crespas acacias, un aroma espeso y exquisito invadía por la noche no sólo la galería, sino también las escaleras sin luz, desterrando de ellas los olores de guisos achicharrados. Era delicioso. Por aquel entonces un olor similar estaba de moda y muchas mujeres se lo ponían como perfume. Era el aroma del amor, como el de las rosas, y mi corazón daba un brinco de tarde en tarde.

Sobre las acacias, incluso sobre aquellas que crecían al lado del ruidoso semáforo, habían hecho sus nidos las tórtolas que en verano nos endulzaban la brevedad y la rutina de los días. Las tórtolas eran limpias y blancas. No como esas mugrientas tórtolas balcánicas que hace poco se han instalado aquí; no endulzan los días, sino que lanzan gritos abominables y están grises de hollines, porque para sus juegos amorosos escogen las negras chimeneas de los tejados de las casas.

En la galería del inmueble vecino, donde tenía su comercio Cvikr, un conocido mayorista de Zizkov, vivía mi amigo más íntimo, Ivan Suk. En el colegio estudiaba en un curso superior, porque tenía un año más que yo, pero trabamos amistad rápidamente. El también escribía poesías. A unos pasos detrás de la esquina, en la calle Cimburkova, vivía Frantisek Nemec. Su padre era sastre y su casa parecía aún más lúgubre que la nuestra. Sus ventanas daban a una calle sombría, y la cocina, al oscuro patio del bloque de viviendas. Nemec era más pequeño que nosotros, pero no tardamos en hacernos amigos. También él escribía poesías.

Los tres escribíamos poesías.

Así que, para terminar, no me queda nada mejor que cantar la gloria a la juventud y a la poesía. ¡Por triplicado!

La Casa del Pueblo

No teníamos más que una escapatoria de la miseria en que vivíamos los tres y de las privaciones que cada vez estaban más a la vista delante de nosotros: la puerta de la Casa del Pueblo en la calle Hybernská. El camino no era largo ni infranqueable.

El ansia por llegar a ser poetas lo más pronto posible, y la loca ligereza que conoce todo joven indolente, se nos subían a los colegiales a la cabeza y poco después nos encontramos en la antigua librería y sala de lecturas de la Academia Obrera de la Casa del Pueblo. Allí todo era algo vetusto y desvencijado, y la sala de lecturas era más bien tenebrosa; a veces se tenía que encender la luz incluso de día; pero dentro hacía calor, y nos acogían con cariño y naturalidad, por lo que pronto nos sentimos allí como en casa.

«¿Habéis ido ya a ver aquel raro árbol viejo que tienen en el jardín?», me preguntó mi padre. Cuando negué con la cabeza, me aconsejó con insistencia que no olvidásemos ir a verlo.

En la Academia obrera leíamos cuanto caía en nuestras manos: libros, folletos y la prensa. Pero, sobre todo, poesía.

Al cabo de unos días, el viejo bibliotecario Weis nos preguntó si ya habíamos estado en el jardín de la Casa del Pueblo y si nos habíamos fijado en el singular árbol viejo. Se llamaba ginkgo y había sido plantado allí por los antiguos dueños del palacio. ¿No lo habíamos visto? Pues tenéis que ir a verlo cuanto antes.

Por aquellos tiempos encontrábamos en la avenida Hus a un hombre curioso. Nos sacaba una cabeza, lucía un largo abrigo oscuro, un amplio sombrero negro y una corbata negra ondeante, de las que sólo llevaban los artistas y los anarquistas. Corbatas parecidas nos las hacían en casa con viejos trapos deshilachados.

«Es Neumann», nos dijo una vez Némec; y nosotros aceptamos su dudosa afirmación con fervor y a partir de entonces saludábamos, corteses, al desconocido transeúnte. Nuestro sobresalto fue descomunal cuando un día coincidimos con él en la sala de lectura de la Academia. Acercarnos a él y conocerlo, seguramente, no representó para nosotros problema alguno, ni siquiera fue un atrevimiento. Sí que era un escritor, como supimos, y hasta también era un anarquista, pero no era Neumann. Se llamaba Vít Kárník y era un autor de segunda fila ya hace tiempo olvidado. Ni siquiera en su época llegó a ser famoso. Por otra parte, tampoco había escrito mucho. Unos cuantos cuentos publicados en Lumír. Pero nos cayó bien y pronto fuimos amigos. ¡Era de Zizkov y escribía poesías! Pocos días más tarde nos preguntó si habíamos visto en el jardín de la Casa del Pueblo el ginkgo. ¿No? ¡Pues debéis verlo!

En realidad, en la sala de lectura se reunían otros jóvenes visiblemente deseosos de trabar amistades. Entre todos, se destacaba, a causa de su pelo rojizo, un estudiante de Vinohrad. Se llamaba Pavel y escribía poesías. Más tarde nos trajo un cuaderno lleno de poemas. En sus versos daba salída a su pasión con extrañas palabras. Uno de aquellos versos me ha perseguido a lo largo de toda mi vida. A menudo hasta lo digo en voz alta, a pesar mío:

Hace falta regular la degenerada eclíptica de la Tierra,

Por entonces leíamos aquello con auténtica veneración.

Formábamos ya un pequeño grupo y, claro está, hacíamos más ruido de lo que se podía tolerar en una sala de lecturas. Por eso el bibliotecario nos designó un pequeño cuarto aislado de la galería, donde se amontonaban viejas sillas rotas y había un enorme escritorio de tapa inclinada. Lo aceptamos con entusiasmo. Cuando lo ordenaron un poco, para nosotros, y quitaron los copos de polvo, una decena de muchachos, con Kárník a la cabeza, nos metimos en el cuarto y lo animamos en seguida. Desde la galería podíamos observar la vida del primer patio, por el que desfilaban dirigentes del partido, redactores famosos y el personal de la imprenta. Cuando aparecía por allí la famosa Marie Majerova, nos llamábamos el uno al otro.

Fue entonces cuando se nos sumaron dos estudiantes más: Vladimír Gregor y A. Stastny. Stastny ya había terminado sus estudios, a decir verdad. No le gustaba estudiar y aceptó una plaza de oficinista en los Ferrocarriles Nacionales. La inteligencia taciturna de Gregor nos subyugaba. Era ocurrente al hablar, pero se pronunciaba poco y lo hacía con reserva. Eso le confería un verdadero jaez aristocrático, destacándolo entre nosotros, muchachos vivaces y habladores. Al mismo tiempo, era afable con todo el mundo. Fumaba mucho. Los dedos de sus manos estaban manchados de nicotina. También aquello era una particularidad suya. Era anarquista y despreciaba a los socialdemócratas.

Vladimír Gregor, ya no sé cómo, estuvo una vez en el secretariado del partido socialdemócrata y luego nos describió, con mucha ironía, el busto de Marx, de tamaño natural que allí tenían, en la sala de conferencias. En realidad era un busto del emperador Francisco José al que le había quitado la cabeza para reemplazarla por la de Marx. Pero la frondosa barba de Marx no llegaba a tapar la casaca del emperador, con su cuello alto. Años después pude ver la escultura. Era verdad.

A propuesta de Gregor, pronto nos declaramos Asociación de Estudiantes Anacionales. No me acuerdo cómo imaginábamos en aquellos tiempos la actividad de la Asociación, pero lo cierto es que la ideología no nos preocupaba gran cosa. Con un letrero provocativo nos bastaba. Nos dijimos que éramos anarquistas y fuimos a ver a St. K. Neumann, al que rodeaban, entre otros, Michael Kácha, Josef Korber y Luiza Stychova.

¡Luizicka Stychova!

Era guapa y atractiva. Tenía el pelo negro, muy corto, unos ojos negros cautivadores y se parecía a las revolucionarias rusas que morían en el exilio. Luiza tenía una sonrisa tierna que se asemejaba a una flor que se iba abriendo poco a poco. No nos cansábamos de mirarla; nos gustaba a todos. Pero Luiza despreciaba todo juego amoroso y ardía en sus ideas revolucionarias. ¡Quería destruir el mundo!

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