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– ¿Verdad que es usted Seifert? Yo soy Karel Horky.

Entonces nos hicimos amigos y de vez en cuando nos veíamos. Horky era una persona animada, con una enorme curiosidad, tal como solían serlo los periodistas buenos. Como autor de folletines yo le había situado desde hacía tiempo entre Jan Neruda y Karel Capek, dos maestros de este género. La vida no le dejaba descansar y el no dejaba descansar a la vida. Era impulsivo, rápido y atento, estaba en todas partes y sabía escribir muchas cosas. En su juventud todavía no se había inventado el reportaje, todo tenía que caber en la forma de folletín. Y le cabía. Sabía ser sinceramente humano y poéticamente cálido y convincente. Sabía hablar al corazón, como suele decirse, y al mismo tiempo mantenía un tono bastante elevado. De sus libros me interesó el primer tomo de sus memorias. El otro no lo conozco. Se llamaba La pipa de la paz. Era un libro animado y gracioso, contado con placer y, por ello, cautivador. Se trataba de un amplio fragmento de la vida literaria checa, no del todo desconocido, pero descrito de manera nueva, con humor y gracia. Es una lectura maravillosa para esos momentos en que las historias novelescas nos dejan de interesar. El libro salió, pero en seguida lo prohibieron. Sólo se salvó un ejemplar, quizás dos. No se prohibió por su contenido, sino a causa del nombre del autor. Porque Horky, en sus años jóvenes, estuvo alguna vez en la derecha de nuestra vida política. Así, por ejemplo, defendió a su suegro Dürich contra Masaryk, aunque hay que reconocer que nunca había sobrepasado la medida del buen gusto. Pero aquello le marcó para siempre, a pesar de que más tarde consiguió la simpatía de la gente con su postura tranquila e inteligente. Así lo demuestra su continua relación con gente del campo opuesto. Era un adversario, no un enemigo.

Cuando Horky cumplió setenta y cinco años, fui a felicitarle. Y le escribí una felicitación en verso. Bueno, no era exactamente una felicitación.

En uno de sus viajes por el mundo, de joven, Horky estuvo en Lourdes, donde hay un manantial milagroso. Estuvo allí siete días, lo observó todo a fondo y publicó a la vuelta un librito basado en su visita: Siete días en Lourdes. Lo escribió con rabia, con una brutalidad juvenil. Profanó la visión de la pequeña Bernardette Soubirous y también la de la que se le apareció. El librito alborotó a los católicos checos:

Por aquí pasó un poeta pecaminoso, así lo dice el librito.

Luego me dirigía con un ruego a la Virgen de Lourdes, cuya cueva sagrada atacó Horky con tanta intransigencia:

A ti seguro te importó poco y la vida siguió. Y como una burla, tu bella figura de San Havel como si mirara dentro de su casa.

De niño llevé tu imagen a esa iglesia, mirando las velas. Fue entonces cuando me enamoré en las trenzas negras de una chica.

Por eso vuelvo siempre a tu templo en el umbral de la vejez. Tu mirada sigue siendo tan bonita como lo era hace años.

Después, con una dosis de ironía, le pedía a la Virgen que perdonase al viejo poeta y que le concediese al menos otros veinte años de vida. Tenía muchos proyectos y muchas ideas; pero, en vez de la pluma, tenía que coger una bolsa de compras y buscar, como fue el destino de todos nosotros en aquellos días, algo de comer para su numerosa familia:

Para la leche y la carne hace cola, buscar víveres es su tarea. Adiós, Virgen, y te agradezco tu afán de cumplir mi ruego.

Unos días más tarde, Horky me visitó en mi casa. Solía venir a mi barrio para pasear por el jardín del convento de Santa Margarita.

Horky se lamentaba de que la gente se olvidase de aquel bello jardín donde había paseado ya el poeta Zeyer. El gran invernáculo barroco se estaba derrumbando, el antiguo octógono estaba todo empapado del agua inferior y tuvieron que cerrar el pozo Vojtéska porque las lavanderas del barrio venían a lavar allí la ropa. Los verdes túneles de los árboles se estaban secando y, finalmente, el precioso reloj de sol del césped estaba lleno de malas hierbas.

– Si fuera más joven -decía Horky-, tal vez encontrara una cierta belleza en este proceso de la muerte de un jardín. Pero cuando se es mayor, eso te oprime y te pone melancólico.

Había recibido de mis amigos una caja de puros de mucho valor y se la ofrecí a Horky, Le gustaba fumar puros.

Cuando encendió uno de ellos y el humo perfumado nos envolvió en su olor único y especial, se dirigió a mí sonriendo.

– Le estoy hablando de un viejo jardín, ¡pero de hecho le quiero decir otra cosa! Usted me hizo recordar mi viejo pecado. ¿Sabe lo que hice? Fui a ver la imagen. No es que rezara, no, pero mentalmente le pedí disculpas a la Virgen por mi poca cortesía. Ya sabe, la vida le enseña a cualquiera. No hacen falta palabras fuertes ni cuando se tiene razón. Y finalmente soy un feminista obstinado. Al final de mi vida me arrepentí un poco.

Y expulsó por la boca un elegante círculo de humo plateado.

42. Cuatro paradas en la tumba de un poeta

I

A principios de marzo acostumbro visitar el cementerio de Vysehrad. Tengo allí a unos cuantos amigos y a veces me parece que estoy allí también, completamente solo. Este año era un día frío de principios de primavera y el cementerio estaba casi vacío. Ante todo me dirigí al poeta Hrubín. Su tumba es la más reciente. Murió exactamente el 1 de marzo.

Desde lejos pude ver ante su bajo sepulcro a una chica desconocida. Tenía en la mano un ramillete de campanillas de nieve y un librito de oraciones. Me detuve al lado de la cercana tumba del poeta Macha esperando que la muchacha se marchase. La tumba es estrecha y delante de ella sólo puede estar un visitante. Y además, quería estar solo.

Desde mi juventud tengo una cierta predilección por estos jardines de los muertos. Me gusta visitar los cementerios. He pasado mi infancia y adolescencia en una proximidad casi íntima con el cementerio Olsansky No estaba lejos de casa y teníamos allí un sepulcro infantil. Además, debajo de las ventanas nos tocaban a diario marchas fúnebres y se oía el rechinar de los carros que llevaban los féretros. Pero en mi predilección no había nada morboso. Iba allí a plantar flores y a regarlas. En el cementerio de Olsansky pasaba unas primaveras llenas de júbilo y unos otoños nostálgicos, pero no pensaba nunca en la muerte.

¡Hoy sí!

Todavía más frecuentemente vagaba por la parte antigua del cementerio, allí donde éste se une a las calles de Zizkov. Y una y otra vez volvía a buscar inscripciones en las tumbas. Cuando le conté a Nezval que me interesaban las inscripciones, me confesó que escribiría un libro titulado Inscripciones para las tumbas.

La chica que estaba delante del sepulcro de Hrubín, al cabo de un largo rato, puso el ramillete sobre su nombre, grabado en la piedra, junto a la cual habían crecido unos capullos de azafrán de color amarillo yema. Hacían pensar en unas llamitas cuyas velas estuvieran cubiertas de tierra.

Tuve que apartarme un poco para dejar pasar a la chica que volvía. Los caminos entre las tumbas son estrechos. Pero más vale que lo confiese: quería verla. Era muy joven y todo lo bonita que suelen ser las muchachas muy jóvenes. En la mano no tenía oraciones, sino una edición miniatura del Romance para corneta. Cuando se me acercó más y pude ver su rostro, el corazón me empezó a latir. ¡Por suerte estaba muy cerca del sepulcro de Macha!

Algo amoroso y como antiguamente hermoso me sopló alrededor del rostro. ¡Qué lástima!

Pero envidié un poco aquella lectura al compañero difunto.

II

Después de la muerte del poeta Josef Hora, iba a ver a este amigo fallecido a las gradas de Slavín. En verano estos escalones de piedra estaban encendidos por el sol y, con un perfume melancólico, se marchitaban las coronas de rosas colocadas sobre ellos. Ahora me detengo también delante del sepulcro de Hrubín. Son muchas las cosas sobre las cuales se puede meditar al lado de estas dos tumbas. Por ejemplo, sobre el hecho de cómo la gente no creía que Hrubín estuviese enfermo de verdad.

En su tumba acaricio la piedra que antes tocaban las olas del río Sázava y pienso que posiblemente fue la misma que pisaron los piececitos del pequeño Frantisek Hrubín. Le gustaba contar historias de aquel río perfumado.

Y cuando la aurora nos echaba fuera de la intimidad de las copas solíamos ir al puente de Elisa a mirar el río y a escuchar el fragor de la presa. El regreso, a veces, no era agradable. Nuestras mujeres, en casa, no dormían y lloraban. En cambio, la poesía sonreía. Hablábamos de ella toda la noche e innumerables veces le declarábamos el amor.

Después de la muerte de Hora nos venía a ver a casa la mujer del poeta, la señora Zdenka Horova. Se sentía triste. Cuando mi mujer se quejaba de que yo estaba poco en casa y que no dejaba de trasnochar, ella la apaciguaba:

– Querida mía, si mi marido no volviera hoy hasta por la mañana, no me enfadaría, no le reprocharía nada. Le daría una buena bienvenida, le ayudaría a desvestirse, incluso le lavaría los pies y le arreglaría los cojines para que estuviese cómodo.

Le añoraba. Tenía llaves de Slavín e iba allí con frecuencia. Pero no se sentía bien en aquel pasillo estrecho lleno de humedad, de arañas y del olor de las flores putrefactas y velas encendidas. Decía que si en aquellos momentos fatales hubiese podido reflexionar, habría preferido una tumba verde. Pero aun así, Hora, sí tiene una comodidad después de la muerte, si lo puedo expresar así.

Las urnas de algunos de aquellos cuyos nombres brillan con reciente novedad están depositadas en la última fila. Porque Slavín está lleno.

Mi amigo Jan Zelenka que, no sé con qué cargo, se ocupaba de la parte cultural de Slavín y del otro cementerio, se expresó con descortesía:

– Metimos las latas en la última fila como conservas de piña en la nevera.

Frantisek Hrubín yace en la otra parte del cementerio, la que está tocando a Slavín. Su tumba está apretada por los sepulcros vecinos, pero allí le cantan los pájaros.

III

Cuando Hrubín hubo cumplido sesenta años, la editorial Albatros celebró en la sala de conferencias de su palacio un homenaje al poeta. Era a mediados de septiembre y estaba lleno. Mucha gente quería estrecharle la mano.

Al final Hrubín se liberó de la muchedumbre y, un poco cansado, vino a sentarse a mi mesa. De esta forma tuvimos un momento, durante la celebración, para recordar otra cosa: los cuarenta años de nuestra amistad. Cuarenta años bajo su cielo azul, sin ninguna nube. Un poco ceremoniosamente, como no lo acostumbrábamos a hacer nunca, brindé a la salud de Hrubín. ¡Cómo podía sospechar que aquellas serían las últimas gotas de vino que beberíamos juntos!

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