Entonces no me interesaban todavía las botellas de vino. Pero también llegué a conocerlas poco a poco. Y lo que aprendes de joven, siempre te sirve de mayor. Los caballeros de champán, rollizos de cuerpo, con su casco de papel dorado, estaban rodeados de bellezas del Rhin, mientras que los pobres vinos checos de Mélník, Ludmila y Tramín formaban un pequeño grupo como de servidumbre, y algunos de ellos incluso sostenían con la cabeza fuentes de cristal o de plata con ensaladillas de todas clases, bordadas de jamón rosado y adornadas con cuentas verdes de guisantes. Las preparaba el mismo señor Kolman en su cocina de la trastienda. Las fuentes del escaparate y de la tienda se vaciaban al atardecer.
Y casi lo olvidaba: a veces ondeaban en el escaparate orgullosos copetes gris-verdosos de piñas doradas. Y no hablo de las salchichas de Frankfurt amontonadas en un plato, de los embutidos y otras clases de géneros que llenaban el espacio que quedaba en el escaparate.
Mis padres compraban en la tienda de la señora Zvoníckova. Estaba delante de nuestra casa y sobre la acera tenía un barril abierto lleno de arenques cuyos ojos muertos y redondos me conmovían. El barril no estaba cubierto. ¡Es igual si el coche levantaba polvo! El señor Kolman también tenía un barril parecido y también estaba delante de la tienda, pero lo tapaba cuidadosamente con una tapa en que había una ventanilla de cristal. En su barril no había arenques sino anguilas italianas asadas con mantequilla, conservadas en escabeche, de Commocchio. A unos pasos de nuestra casa había la carnicería caballar del malhumorado señor Kovár, llena desde la mañana hasta la noche. En su escaparate había una gran pierna de caballo y sobre los palos colgaba un interminable salchichón rojo que producía fuerte olor a ahumado.
En todos los calendarios, en las paredes o sobre las mesas, corrían los años de la misma manera. Y luego vinieron los años malos, hambrientos, de la primera guerra. El señor Kolman cerró la tienda vacía, bajó la persiana metálica sobre el escaparate desierto y creo incluso que cambió sus tenazas de coger anguilas en escabeche y sus cuchillos afilados de cortar embutidos por un fusil y tuvo que ir a la guerra. Desapareció la belleza de su escaparate. Para siempre. ¡Pero no, no del todo! Alguien llevaba en la memoria su imagen. Era yo. Y hoy recuerdo todavía la belleza y el sabor de una rodaja de salchichón.
No mucho después de la guerra, a principios de los años veinte, me pidió el poeta S. K. Neumann que escribiera en la revista Proletkult unos versos para el 1 de mayo. Corrían mucha prisa. Los escribí en seguida. Neumann, mientras los estaba leyendo, dio unas fuertes chupadas a la pipa y sonrió maliciosamente. Yo sabía por qué. Pero los publicó. Los tituló «El día festivo». Y muy pronto aquello se convirtió en una gran vergüenza.
En los primeros versos del poema yo arreglaba las cuentas con nuestros burgueses. Y después, con los miembros de los dos partidos socialistas.
En aquella fecha pasaban por la plaza Václavské tres manifestaciones: la comunista, la socialdemócrata y la nacionalsocialista. Se trataba de demostrar quién era políticamente más fuerte. Al menos en Praga. Al día siguiente empezó en los diarios una polémica enconada sobre el número de manifestantes. Unas cifras eran las que facilitaba la policía, otras las que daba cada uno de los partidos. Naturalmente, nunca eran las mismas.
Y yo canté, alegremente:
Queremos un mundo nuevo, tal y como lo deseamos, porque la vida es bella y las flores huelen bien; la tierra respira una nueva alegría húmeda y nosotros los proletarios la añoramos.
Eso era pasable. No es que fuera algo nuevo, no era ni demasiado original ni hermoso, pero desde el punto de vista ideológico estaba bien y nadie se enfadaba. Lo peor era cuando llegaba cojeando, con una buena dosis de malicia, hasta el patético final:
Y el que pasa toda la vida en el ayuno, también quisiera, sin preocupaciones, sentarse tranquilo a la mesa llena de comida escuchando melodías tan bellas como el temblor de las alas de los ángeles.
Los versos malos también son versos, decía Jindfich Hofejsí. ¡Pero no hablemos por ahora de las cualidades musicales!
Según recuerdo, en aquellos años había en nuestro país escasez de comida. Sobre todo en mi casa. Mi padre estuvo parado durante bastante tiempo después de la guerra, así que las raciones en los platos no crecían. Esto me hizo cantar bajo el signo del materialismo más apegado en la tierra:
Nosotros también deseamos comer carne, y cenar ternera con su guarnición.
Hablando de estos versos quiero defenderme un poco y también recordar la amabilidad de Neumann. Este poeta tiene una pequeña parte de culpa, aunque muy pequeña e indirecta, de que hiciera estos versos. Era una buena persona y me parece que me tenía un cierto afecto. Al ver mi rostro demacrado de chico de la periferia, me llevaba algunas veces al restaurante Taverna, en el hotel Palace de la calle Jindfisská. Según me confesó, iba allí cuando tenía dinero. A Neumann le gustaba la carne de cordero, costumbre que adquirió durante la guerra, cuando servía en el frente sur. Pero lo que le encantaba era la carne de ternera muy tierna. Sobre todo los riñones de ternera. Y la rodilla de ternera. La comíamos juntos y había tanta que ni nos la podíamos acabar. Cuando la traían en una fuente, parecía algo colosal. Y acompañada con una ensaladilla, tenía un gusto estupendo. Estaba maravillado. Por entonces yo apreciaba muchísimo el sabor de estas comidas, hoy comunes.
Ahora llegamos a lo peor. Puse en el poema la mitad del escaparate del señor Kolman:
Nosotros también queremos beber vino de Borgoña
y comer anguilas en escabeche.
Tenemos plena confianza
en que también un día nos sentaremos
a la mesa, para comer queso emmental.
Y por todas las penas y la miseria,
también nosotros queremos lo mejor
de la riqueza de los dones de la tierra:
salmón ahumado, salchichón, caviar…
Etc., etc.
Bueno, y la catástrofe estaba montada. Primero se dejaron oír algunos lectores. Naturalmente sobre todo aquellos en cuyo nombre no había hablado. Entonces era muy joven y todos aquellos gritos me producían una alegría traviesa. ¡Qué interés; aunque fuese negativo! Epater le bourgeois, éste era uno de los lemas que más satisfacción me daba a la hora de ponerlo en práctica.
Pero los versos no sólo habían hecho enfadar a los burgueses. Bohumír Smeral, dirigente del partido comunista y redactor de Rudépravo, me llamó a la redacción y con amable firmeza me señaló que el poema era tonto y podía dañar la causa obrera. Yo ya empezaba a reconocerlo también. Pero era tarde. Puse «El día festivo» en mi segundo libro de poemas; prefiero no nombrarlo porque más tarde lo omití. El libro se estaba imprimiendo ya y no había nada que hacer.
Aquel romance de mayo no acabó de una manera divertida para mí. Los versos eran malos desde todos los puntos de vista. Yo ya me había dado cuenta. Pero la palabra pronunciada vuela mientras que la escrita queda. Y no se enrojece, según aprendíamos en clases de latín. Cuánto me hubiera gustado borrarlas del mapa. Por suerte, a causa de mi carácter algo despreocupado me salí de este asunto con el corazón libre.
A mi futura mujer le fue algo peor en su trabajo. En la oficina, tanto sus jefes como sus inferiores le tomaban el pelo recitándole aquellos versos.
No tengo mucho sentido para la historia de la literatura. Sin embargo, me parece que no estaría de más revivir algunas de estas voces y opiniones que han desaparecido hace tiempo, igual que los poco honrosos versos.
Cuando era estudiante me gustaba visitar la biblioteca del Museo para hojear allí la revista Moderní revue. Encontraba allí poemas de Bfezina, Neumann, Sova y Hlavácek. Leía polémicas que no entendía. Pero, después de la guerra, aquel periódico se situó muy a la derecha y muchos de los nombres sonoros abandonaron sus páginas. La primera persona que se dejó oír entonces fue un reaccionario intransigente, un estricto individualista, el crítico Arnost Procházka. Virgilio nos aconsejaba hablar siempre bien de los muertos, pero no me da la gana. Procházka era malvado, enemigo de todo lo progresista, propagador de una decadencia falsa y de la morbidez aristocrática. Con sus posturas reaccionarias no hacía más que crear mal humor.
Criticaba burlonamente una encuesta de la revista Most. La tercera pregunta de la encuesta la hacía explotar.
«La tercera pregunta -decía Arnost Procházka- es el colmo de la inmadurez ideológica de toda la encuesta. El nuevo arte tiene que ser de clase, proletario y comunista, según ha dictado uno de los jóvenes, jovencísimos "poetas". Por Dios, ¿es que los poetas se ejercitan masivamente, como los soldados? ¿Aprenden su oficio como los peluqueros? Preguntar una cosa parecida es grotesco y pedir esto a toda la generación sería absurdo. Sería el clericalismo más estúpido, el que conoce y reconoce únicamente su clase como correcta, la única iglesia del dios Proletario. A un poeta no se le puede prescribir o prohibir esta o aquella fuente de inspiración. Que se inspire en cualquier cosa, con la condición de que no escriba poemas a base de manifiestos ni programas de los partidos, sino que exprese de manera original sus propios pensamientos y emociones, no imitaciones, porquerías sacadas de todos los rincones, y que no obligue a los demás a que compartan sus opiniones y esperanzas. Haga lo que haga, cada poeta es, en el fondo, subjetivo. Algo así como poesía impersonal no existe; no existe el arte de masas. Ya el hecho mismo de que la gente joven pueda tomar en serio algo tan feo como es una dictadura del proletariado, el problema de clases o el comunismo, demuestra su bajo nivel intelectual.»
De esta forma seguía el crítico en su rabia desenfrenada, expresada en un checo aparatosamente estético, y después de citar con desdén dos poemas cortos de Hoffmeister, cerraba su ataque con la conclusión brutal:
«Además, un trozo de "poesía proletaria", unos versos que en la revista Proletkult había perpetrado Jaroslav Seifert.» Y aquí comenzaba una larga cita de «El día festivo», versos, la mayoría de los cuales ya había citado voluntaria y humildemente yo mismo. Y acababa patéticamente.