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Jan Bartos escribió unas cuantas obras de teatro. No eran nada triviales. No obstante, solamente Cuervos tuvo éxito en los escenarios. Desde el punto de vista literario, las demás obras también eran interesantes y expresivas para su tiempo. Hoy en día están casi olvidadas.

Gracias a Bartos conocí a varias personas de interés en el ámbito teatral. Me presentó en su casa al robusto Arnost Dvorak, poeta, que agitó poderosamente el teatro checo. Llevaba uniforme de coronel y tenía aspecto macizo. Luego le conseguí una cita con F. X. Salda, cosa que solía ser bastante difícil. Los tres tenían cuentas sin arreglar con el Teatro Nacional y se unieron en una organización que tenía que hacer frente a la junta de la institución oficial de la Asociación dramática. El órgano de esta nueva organización teatral era Nova scéna revista que fundó Bartos y yo dirigí, al menos oficialmente. No salió mucho tiempo, pero fue sí el suficiente para que Bartos se creara nuevos enemigos.

Arnost Dvorak, el autor de las obras monumentales Los busitas y Nueva Orestiada, nos condujo una noche a la taberna U Suterü, donde nos esperaba el legendario filósofo y rebelde Ladislav Klíma, un amigo de Dvorak. La conversación, interesante y animada, con aquel hombre acabó más tarde en una borrachera en que él se embriagó tanto que no podía ni hablar. Bartos se salvó huyendo. Dvorak pidió excusas. Con su uniforme, no podía acompañar a una persona tambaleante; así que fui yo quien tuve que asumir la desagradable misión de llevar a Klíma a su agujero de mendigo. Al principio de la noche, le había concertado a Klíma una cita con Halas. Halas tenía ganas de conocerle desde hacía tiempo. Su primer libro era la lectura de juventud de Halas. Lo tenía entre sus diez libros predilectos. Pero Klíma no acudió a la cita. Ya no le volví a ver. Murió muy pronto. Me conmovió que unas horas antes de su muerte se acordase de mí y me mandara sus dos libros, El universo como la conciencia y la nada y Mateo el Honrado, con una dedicatoria amistosa.

Pero el momento solemne de mi amistad con Bartos estaba destinado a ocurrir más tarde.

Era un precioso día de primavera y la ciudad se bañaba en la luz del sol y en todos los perfumes cuando llamé a la puerta de Bartos y entré en la oscura y sofocante atmósfera de su casa. Sobre su escritorio, ante el cual nos sentábamos, había una botella de Pommery y dos copas. Me dio la bienvenida con más pompa de lo normal y, tras habernos sentado, intentó abrir la botella del vino espumoso. Pero no podía. Eso estropeó un poco el momento solemne. Le tuve que ayudar y el vino produjo una agradable fragancia en las copas. Cuando ya habíamos bebido un poco, me enseñó un sobre lacrado y sellado con un sello de plata. Era su testamento, que quería depositar en un notario. Pero como no confiaba en que el abogado cumpliera todos sus deseos, me pidió que fuera un correalizador de su última voluntad. Protesté diciendo que esta medida era aún precoz, pero me contestó en un tono tranquilo y natural que había decidido dejar este mundo en el momento que considerase más oportuno. Habló plácidamente de su muerte y me pidió que no intentase disuadirle de su decisión. Era difícil negarle lo que pedía y, estrechándole la mano, le prometí que me encargaría de que su testamento fuera cumplido hasta la última letra. En aquella ocasión me regaló un medallón de oro con San Jorge, enmarcado en filigrana de plata. Hoy lo lleva mi hija. El original de la época azul de Spála se lo regalé a Vancura. Yo no tenía entonces ni dónde colgarlo.

Con estos regalos sentí la desagradable sensación de tener que esperar su muerte. Pero mientras tanto, nada parecía indicar que tuviera que morir en un futuro próximo. Nunca más hablamos del asunto y yo intentaba no pensar en todo aquello. Cuando observaba sus intereses cotidianos en nuestro mundo cultural y leía sus brillantes y polémicos artículos contra la gente del mundo teatral, me acostumbré a mi encargo o, mejor dicho, me olvidé de todo y seguí mi amistad con Bartos igual que antes.

Naturalmente, Bartos me prometió también que me redactaría un horóscopo. Le tuve que dar mi fecha y hora de nacimiento exactas. Exactas hasta el último minuto. Mi madre, cuando le sacaba esos números, torcía la caberza sin comprender esa curiosidad mía. Pero tenía la fecha anotada en su libro de oraciones y me los dio de buen grado. Bartos estaba sorprendido por su precisión y mencionó que, de ese modo, sería más exacto su horóscopo.

Durante mi visita a casa de Bartos tuve que mirar un poco más que de costumbre el óleo de Josef Capek. No es que creyera en todo aquello, pero de todas maneras, en el fondo del alma de cada persona están escondidas dos cosas: la curiosidad y el miedo. Al final sonreí, miré por la noche al cielo lleno de estrellas y les susurré, para que no lo oyera nadie, que se fueran a freír espárragos, que no les hacía caso, y cerré la ventana con violencia. ¡Buenas noches!

Hacía un día bello y perfumado de junio. Era domingo y fui a Turnov, como tantas veces, y caminé con Bartos a lo largo del río Jizera. En la ciudad celebraban la fiesta de Corpus Christi con una procesión y cuatro altares en las esquinas de las calles. El pavimento estaba totalmente cubierto con pétalos de rojas dalias y de las primeras rosas, y a la vuelta de la esquina sonaba el célebre coro eclesiástico acompañado por las brillantes voces de las campanillas de rigor. A pesar de que en el aire todavía volaban las nubecillas casi invisibles del humo del incienso, el perfume de jazmín de los jardines hacía huir su santidad. ¡Qué día más bello en esta ciudad, una de las tres que forman el triángulo de los más hermosos paisajes checos, con la silueta de las ruinas del castillo Trosky en medio!

En la taberna La cabra reflejada estaban limpiando después del sábado, pero amablemente nos sacaron una mesa al sol, delante del edificio, y pusieron en ella un mantel blanco como la nieve. Desde la casa llegaba el olor de la cerveza y del humo de ayer.

El río brillaba y lucía en el sol como si sus olas hubieran lavado todas las ágatas todavía ocultas en el cercano monte Kozákov. Huía animadamente y susurraba entre las orillas verdes, para contar a toda prisa los secretos que le había confesado otro río salvaje, el Mumlava.

Bartos pidió como siempre una copa de vino y pan seco. Cuando acabó de beber y se comió todas las migas de pan que recogió con sus dedos finos y amarillentos de los cigarrillos, me miró significativamente diciendo que me había traído mi horóscopo. Y me entregó un sobre cerrado.

– Por favor, no abras el sobre hasta que estés en el tren o en casa. Pero si tienes curiosidad, puedes quedarte tranquilo. El horóscopo es hasta sorprendentemente feliz. Pero te quiero decir algo que no he escrito en el horóscopo. Seguramente no lo leerás tú solo. Tal y como te conozco, seguramente abrirás tu corazón a aquella señorita, buena y amable, que está a tu lado en Praga. Tal vez ella no lo comprenda y le duela. Te quiere sinceramente y tú vivirás más tiempo que ella.

»En el horóscopo hay un dibujo en el cual leí tu pasado y tu futuro destino. Se marcan por unos signos especiales, característicos, que se pueden juzgar a través de la situación de Mercurio y Venus, que estaban en conjunción. Es una constelación feliz, porque crea un carácter artístico y amoroso. Eros llena tu vida demasiado. Aunque influye positivamente en tu trabajo artístico, te debilita algo tu fuerza de voluntad. Las mujeres te preocupan desde la más temprana juventud. Y desgraciadamente no te dejarán tranquilo tampoco en la edad avanzada a la que llegarás, cuando en la mayoría de los hombres estos intereses se apagan. Las mujeres te preocupan y también te inspiran con su mera presencia, pero al mismo tiempo, y es una paradoja, te vuelven algo afeminado. No tienes mucha fuerza de voluntad. En cambio, las mujeres serán tus lectoras más fieles. Te convertirás en su poeta. No está mal.

»Llegas a la vida a través de un imaginario arco de triunfo que te habrán construido con sus sonrisas y sus besos. Por desgracia, eres demasiado despreocupado. Esta característica tal vez te ayude a llevar más fácilmente muchos problemas de la vida, pero a menudo produce dolor a tus allegados. Se diría que estás directamente obsesionado por los atractivos femeninos. Su belleza no te deja dormir. Estás torturado por un eterno deseo. Casi nunca piensas en otra cosa. Estás en medio del camino del descenso a la materia, pero por el momento no te afecta su maldad. No será siempre así. Pero ahora ya cito el horóscopo mismo. En fin, eres un ser completamente terrestre.

»Me ha extrañado que hasta el río mismo te excite con su dudosa feminidad. Acaso es culpa del nombre que hace tiempo le otorgamos en nuestra lengua materna. Y este nombre basta para excitar tu imaginación amorosa. En todas partes encuentras a una mujer. No es que eso sea malo, pero expresa tu carácter vago.

»Estoy observando con interés la diferencia entre nosotros dos que tal vez explica el hecho de que seamos amigos. Probablemente nos han unido unas características diametralmente opuestas. Hace un momento me di cuenta de que te gusta el olor de jazmín. A mí me es indiferente. Me siento feliz cuando, en otoño, caen sobre mis hombros las hojas muertas y secas de los abedules y cuando noto el primer olor de la putrefacción otoñal. Probablemente tú amas los primeros cambios primaverales de los pájaros, mientras que yo doy alegremente la bienvenida al grito de los cuervos cuando llegan en otoño a mi patio de Turnov. Tú te encuentras bien siendo cautivo de la belleza femenina. Yo evito a las mujeres. No es que las odie, pero prefiero que pasen de largo ante mi soledad. Tú seguramente no lo sospechas, pero la imagen que te has creado sobre la mujer es falsa. La mujer tiene dos caras. La otra no es amable ni buena: es terrible. Tú tienes confianza en las mujeres, pero serás castigado. No, la mujer no es el sexo débil. Al contrario, las mujeres son más fuertes que nosotros. Son más valientes que los hombres y saben ser terroríficas y despiadadas. No tienen compasión. Los hombres están dispuestos a olvidar muchas cosas y las olvidan de verdad. ¡Una mujer no olvida nunca!

Cuando Jan Bartos acabó este comentario sobre el juicio que las estrellas habían emitido sobre mí, nos levantamos despacio. Ya era mediodía. Y regresamos a la ciudad. Por el camino topamos con dos amigos, los profesores Nejedly y Jefábek, y nos quedamos charlando un rato con ellos.

Le pregunté al profesor Nejedly qué sabía sobre el extraño nombre de la antigua taberna de la orilla del río Jizera. Pero el profesor Jefábek sólo dio unas explicaciones bastante difusas. Así que no lo he sabido nunca. Porque nunca más volví a la taberna…

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