El edificio del instituto, uno de estos grises bloques de pisos, no muy notable por fuera, era de un nuevo resplandeciente. Las ventanas, para aquella época enormemente grandes, llenaban las aulas y los pasillos de luz y de un agradable ambiente. Lo que más me llamó la atención fue el bonito linóleo, seguramente de buena calidad. Era rojo, de un rojo un poco más oscuro que la rosa centifolia, y llenaba el ambiente de un olor extraño, pero agradable. ¡Qué lástima!, pensé. Tendrá que soportar la invasión de las botas escolares, casi siempre claveteadas con pequeñas herraduras.
Pero el linóleo aguantó, y yo no. No acabé mis estudios en aquellas hermosas aulas llenas de sol y de hexámetros latinos. En los primeros años fui uno de los mejores alumnos, pero después ya no. Lo que más me gustaba era el latín y tenía notas excelentes en religión.
En el segundo curso, durante la clase de religión, el cura me miró, y como nos hablaba de usted, me dijo:
– Venga a verme mañana a la sala de profesores.
Me hizo monaguillo. Un pequeño y buen monaguillo. La capilla del instituto se hallaba en el gimnasio. Aquello, al principio, se me hacía insoportable, pero luego me acostumbré. El domingo, durante la misa, olía a la piel fresca de los instrumentos del gimnasio y el lunes, durante la clase de gimnasia, la sala estaba perfumada de incienso. Sobre todo cerca del techo, cuando nos ejercitábamos en las barras verticales.
¡Qué suave es el aroma del incienso!
Fui un monaguillo entusiasta, a pesar de que sólo podía ayudar a misa los días laborables, y estábamos solos, el cura y yo, en el gimnasio vacío. Los domingos se cuidaban de ello los alumnos mayores, que parecían más dignos y que, ya durante los estudios, proclamaban que después continuarían en el seminario. Luego no fue allí ni uno solo de ellos.
El órgano, que estaba en el fondo del gimnasio, solía tocarlo el bajito, un poco gordo pero simpático profesor Otakar Zich. ¿Quién no le conocía? Para mi sorpresa, en nuestro instituto daba clases de matemáticas.
Por la mañana, temprano, como una hora antes de las clases, llamábamos al portero del instituto para preparar en la sacristía la casulla, cuyos colores nos indicaba el portero para toda la semana, y encendíamos unas pequeñas velas en el altar que, durante los días ordinarios, estaba cercado con una persiana metálica.
Las oraciones del principio las recitábamos dos, pero, tan pronto como el cura llegaba al altar, uno de los chicos se apartaba de los escalones del altar y corría a toda prisa a casa del profesor de religión en busca del desayuno. Nos turnábamos. Vivía cerca, al lado del misterioso cementerio judío donde terminaba el barrio de Yikov. Al volver, la misa se había acabado, el profesor ya estaba cambiado y esperaba su café. En el invierno, llevábamos la cafetera envuelta en un chal de lana para que el café no se enfriara.
En la primavera y en el verano, aquellos viajes eran agradables. Corríamos alrededor del cementerio y pasábamos por el campo de deportes del instituto, donde solíamos jugar al fútbol. ¡El fútbol! ¡Qué juego! Teníamos una sola pelota para todas las clases y nos peleábamos por ella. El cementerio estaba cerrado durante casi todo el año, y las raras veces que su puerta se abría, el sepulturero nos echaba fuera. Y no sólo porque teníamos otra religión. Este cementerio se convirtió en un lugar donde dormían los gatos y en el que sonaba, sobre las ramas de los árboles, un canto polifónico. Más de una vez vi, allí, en el otoño, un pico manchado. Y por primera y última vez en mi vida, pude observar en aquel sitio un búho en pleno vuelo; agitando el aire, voló sin ruido junto a mi cabeza.
El compañero que se sentaba conmigo en el mismo pupitre vivía en un antiguo bloque de viviendas al otro lado del cementerio. Una vez se vanaglorió de que sabía llegar al otro lado del muro del cementerio y me prometió que me lo enseñaría. Por el otro lado, según él, se podía bajar tan fácilmente como por una escalera. Al parecer, se podía pisar en un ladrillo que sobresalía del muro y apoyarse en el poste de la electricidad.
Una tarde, cuando oscurecía, cumplió su promesa. Y ocurrió algo sorprendente. Subimos fácilmente al muro, pero casi nos caímos del susto. Al menos yo. Detrás del muro, apoyada sobre un sepulcro por el cual queríamos bajar, se estaba besando con pasión una pareja de enamorados que seguramente habrían entrado allí de la misma manera que nosotros. Me sentí como si chocara con la frente en el cristal de un escaparate que no había visto. Los enamorados también estaban asustados; la chica nos miraba con los ojos desmesuradamente abiertos de asombro. Saltamos al suelo rápidamente y el corazón me latía tanto que apenas podía respirar.
Nunca olvidaré aquel instante. Por primera vez había visto un abrazo amoroso y por primera vez miré al amor directamente a los ojos. Aunque antes ya me importunaban diversas visiones, esta inesperada escena amorosa me dejó atónito por su realismo. Llevaba conmigo a la vida una imagen fija de la pasión humana que, aunque tierna y púdica, era aplastante por su veracidad. Esperé con impaciencia la confesión colectiva escolar que debía tener lugar durante las próximas fiestas de Semana Santa, para deshacerme de toda clase de pensamientos pecaminosos que empezaban a perseguirme. Cuando me arrodillé al fin en la iglesia, arrojé mi pecado, con un cierto alivio, a la reja del confesionario; un pecado del que no era responsable: había visto cosas inmorales.
Eso pasa cuando uno se mira vanidosamente en el espejo de la Confesión.
En principio, estaba convencido de que había purgado toda la culpa caída sobre mí cuando subí al maldito muro. Pero la imagen de un excitado rostro de muchacha y el detalle de la piel femenina se me aparecían en la mente a todas horas. Sobre todo por la mañana, cuando corría con la cafetera del señor cura al lado de la puerta del cementerio. En vano me defendía y apartaba los ojos de los sepulcros llenos de signos extraños. No podía dejar de ver delante de mí los excitados ojos de la chica. La confesión no hizo su efecto.
Con este acontecimiento me empezó a deprimir el estereotipo de mi vida, sobre todo de mis servicios a Dios y al señor cura. Entonces la palabra estereotipo no tenía aún su significado amplio, y más básico, que le fue adjudicado más tarde. Pero me sirve para describir la sensación que se apoderó de mí.
La astucia y la maña demostradas por el cura cada día a través del misterio del servicio divino, a pesar de que en las clases de religión teníamos que hablar de él con palabras grandilocuentes y majestuosas, no me gustaban. Yo conocía ya con exactitud cada gesto y cada paso suyo, hasta el último detalle. El ofertorio me espantaba. Todo era frío, poco convincente y profesional: arrodillado delante del altar, me di cuenta de que aquel a quien estaba contestando no creía en lo que decía. Me golpeaba obedientemente el pecho, pero mi alma de monaguillo se rebelaba contra la hipocresía que advertía a mi lado. Así pues, mi fervor fue desapareciendo, poco a poco y casi sin darme cuenta. No había nadie que pudiera evitarlo.
En momentos así, que más bien eran tristes, me gustaba recordar lo bueno que era cuando, por diciembre, a primera hora de la mañana, caminaba con mi madre por las calles heladas del barrio hacia la iglesia de San Procopio. Llevaba a mi madre sujeta por la axila y me arrimaba a ella. Delante de la gente me habría dado vergüenza esa manifestación de cariño y amor infantil, pero las calles estaban vacías. ¡Cuánta belleza hubo en aquellos momentos fugaces! Los árboles de Navidad en las esquinas, atados con alambres, olían bien y delante de nosotros brillaban vagamente las vidrieras de la iglesia. Mi madre solía arrodillarse en el banco y yo encendía una vela; la desenvolvía de su papel amarillo o rojo y cantaba al mismo tiempo a pleno pulmón. Me fascinaba cantar los salmos de entrada de la misa, llenos de santidad y de maléfica belleza. Los primeros versos se cantaban tres veces, cada vez en un tono más alto. Esto me encantaba, era conmovedor, aunque no entendía cómo desde el cielo pudo llover el justo y cómo el Salvador brotó de la tierra. Todo aquello era muy sincero y ameno, incluido el beso que solía dar a mi madre cuando me iba a la escuela.
Tampoco puedo olvidar la Semana Santa, que yo acostumbraba a pasar con los padres de mi madre en la ciudad de Kralupy. Estaba allí cuando, el jueves santo, el cura encendía los aceites; el viernes santo cantaba en el coro de la iglesia local; me arrodillaba ante el sepulcro de Jesús y, luego, acompañado del estruendo de las campanas y del acariciador y suave repique de las campanillas de la misa, salía con la procesión a la misa de la resurrección. Las campanas invadían literalmente las calles y el párroco, el señor Zamba, vestido de oro y color crema, caminaba despacio, con gravedad, a través de la mísera plaza de Kralupy. Sin embargo, el cielo ya era azul y la ciudad, llena de humo, estaba cercada por las alondras y las amas de casa habían pulido las ventanas, que brillaban como soles. Qué triste me ponía al acabar aquella belleza cuando la procesión doblaba la esquina, al lado del taller del hojalatero, y por el estrecho camino volvía a la iglesia, cantando siempre.
En fin. Otra vez en el instituto de Praga. Cuando ante el altar recito el confíteor, declamándolo devotamente, sólo que un poco más despacio, el cura que está al lado se vuelve hacia mí:
– ¡A ver si se va a dormir aquí!
No, aquí había algo que no funcionaba. De mi corazón, que temblaba debajo de la camisa medio abierta, en la que faltaba un botón porque a mi madre no le daba tiempo cosérmelos todos, empezó a marcharse lentamente la ingenua devoción infantil. Y junto con ella, la fe de un niño. Lo que se ofreció a cambio fueron la duda y el asombro. Estaba desilusionado. Hasta que me sucedió lo siguiente: Una hermosa mañana de primavera, en la casa donde vivía el cura, me quedé mirando por la ventana abierta que daba al patio. Contemplaba un gato que torturaba refinadamente a un gorrión. Era un espectáculo desagradable, pero yo tenía curiosidad y me sentía impotente. El patio estaba cerrado. Algo excitado, observé el astuto y cruel juego del gato. Llegué con el café un poco más tarde. Cuando puse la cafetera sobre el armario oblongo donde poníamos las casullas, el café estaba tibio.
– Mañana ya se puede quedar en casa -dijo el cura silbando.
Me asusté. Tenía miedo del profesor de religión, que nunca se mostraba demasiado amable con los estudiantes y que, al mismo tiempo, era el consejero íntimo del director de la escuela. También me sentí ofendido. ¿Cómo me hace esto, después de mis fieles y sinceros servicios de muchos meses? Eso sí que era ingratitud. Pero más tarde se apoderó de mí una sensación, casi alegre, de alivio. Ya no tendría que llevar la cafetera, no estaría obligado a levantarme tan temprano cada mañana. Y en el mismo momento, volvió a mis ojos la escena amorosa que había visto al lado de la pared del cementerio no hacía mucho. Me resultó agradable recordar a la joven abrazada por el muchacho. ¡Qué cosas! Pero ya no rechazaba el recuerdo; al contrario. Mandé a paseo el espejo confesonario. ¡Por qué iba a tener miedo del cura!